Haití fue el primer Estado americano en lograr su independencia (en 1804 de Francia). Pero ese orgullo histórico ha sido borrado por décadas de penurias económicas, degradación ambiental, violencia, inestabilidad y dictaduras, que lo han convertido en el país más pobre de América Latina. Haití es hoy el país de los récords, líder de todas las estadísticas negativas del continente americano. La renta per cápita apenas alcanza los 400 dólares al año, la esperanza de vida es de 52 años, el 52% de los haitianos son analfabetos y la tasa de desempleo es superior al 50%. Es, junto con Afganistán, uno de los dos países no africanos más pobres del mundo. Ello se ve agravado por el hecho de que el 5% de la población padece el SIDA y otras enfermedades, como disentería o tifus, a causa del consumo de agua no potable. Víctima del legado militar, Haití no ha conseguido a lo largo de los años noventa estabilizar un sistema aquejado por infinitos males. El país caribeño, también ostenta récords tan tristes como el de haber tenido el mayor número de gobiernos de América Latina, las peores violaciones de los Derechos Humanos en tiempos de paz y el mayor número y las más prolongadas intervenciones militares por parte de EE.UU. Además, pese a contar con una población eminentemente rural, sólo el 20% del presupuesto público se destina al campo. Los programas impuestos últimamente por instituciones como el FMI se han basado en modelos externos y no han revertido en cambios visibles para la población.
Desde la independencia, Haití fue gobernado por líderes de la comunidad mulata y por regímenes militares. En 1957 accedió al poder François Duvalier, primero de la saga que completará su hijo Jean-Claude. El sistema establecido por los Duvalier redujo el peso del Ejército, para evitar nuevos complots militares, pero lo sustituyó creando una fuerza paramilitar (los "Tonton Macoutes") encargada de eliminar a todo adversario. Se calcula que unas 30.000 personas murieron por este motivo en Haití entre 1957 y 1986.
A mediados de los años ochenta, y ante la presión social y el creciente rechazo de sus antiguos valedores, los EE.UU., Jean-Claude Duvalier abandonó Haití, dando paso a tímidas reformas promovidas por la comunidad internacional y controladas por otros jefes militares. Hasta que, en los comicios presidenciales de 1990, triunfó el entonces sacerdote Jean Bertrand Aristide, adherente a la teología de la liberación y líder del movimiento Lavalas ("avalancha"). Aristide representaba a las clases populares en su lucha contra la elite que había dominado el país históricamente. Sin embargo, algunos de sus deseos, como la reforma del Ejército o la solicitud a Francia de la extradición de Duvalier, sembraron el malestar en algunos sectores, y un golpe de Estado militar se hizo con el poder en 1991.
El nuevo Gobierno de Raoul Cédras sufrió las sanciones de EE.UU. y la ONU. Mientras que una nueva fuerza paramilitar (el Frente Revolucionario para el Avance y el Progreso de Haití, FRAPH) se encargaba de eliminar a los sectores partidarios de Aristide. Unas 40.000 personas escaparon del país, convirtiéndose en boat people (balseros) con destino a las costas de EE.UU., de donde eran devueltos.
La presión internacional venció la resistencia de los militares, que huyeron tras la intervención militar estadounidense, autorizada por la ONU, en septiembre de 1994. Aristide recuperó el poder pero tuvo que aceptar los términos de un pacto que limitaba su margen de decisión. Haití asumió las políticas del FMI y reinició la reforma de las fuerzas de seguridad, pero al cumplirse los cinco años de mandato, el presidente abandonó el cargo, y accedió al poder su discípulo René Préval. En los últimos años, sin embargo, a pesar de la existencia de un Gobierno civil, el descontento popular no ha dejado de crecer ante las míseras condiciones de vida. Y en Aristide ya no se pueden depositar las esperanzas de antaño. En febrero de 2001, Jean Bertrand Aristide juró su cargo como presidente por segunda vez tras unas elecciones muy discutidas en las que obtuvo el 91% de los votos. A lo largo de la década, desde la primera elección de Aristide, ha habido logros importantes, como la disolución de las Fuerzas Armadas, la creación y fortalecimiento de una nueva policía civil -la Policía Nacional de Haití- y los esfuerzos parciales para llevar a cabo una reforma judicial. Además, después de las elecciones de 2000, Haití dispone por primera vez de un aparato gubernamental plenamente operativo.
Pero, Haití se enfrenta a numerosas dificultades. A los tristes récords ya citados, se añaden: el narcotráfico, la delincuencia común (que en 1998 provocó una media de unos 50 muertos al mes); el hostigamiento a la prensa independiente (la Asociación de Medios Haitianos ha denunciado la falta de libertad de expresión y la campaña de hostilidad que el Gobierno mantiene a través de los medios estatales hacia los privados y que están en la base de muchos asesinatos de periodistas); y la continua inestabilidad política. Este último punto es clave, ya que varios grupos golpistas, ex miembros del Ejército partidarios de Duvalier, han intentado en varias ocasiones (la última hace unas semanas) acabar con el régimen de Aristide, y cada vez parecen contar con más fuerza.
Haití ha sido históricamente un país esquilmado y su población una de las más castigadas. Por una cuestión de justicia, los países que se han aprovechado durante años de sus recursos naturales deberían de promover la reconstrucción económica y social del país caribeño; y por una cuestión de solidaridad, el continente americano debería rescatar de la sombra y del olvido al valedor de todos los records de la pobreza.