La guerra en Irak ha monopolizado la atención pública así como ha disimulado al cambio de régimen que está ocurriendo en la Madre Patria. Podemos haber invadido a Irak para traer la democracia y derrumbar a un régimen totalitario, pero en el proceso nuestro propio sistema puede estar cambiando más hacia lo último y a la postre debilitando a lo anterior. El cambio se ha hecho familiar por la súbita popularidad de dos términos políticos raramente aplicados antes al sistema político estadounidense. "Imperio" y "Superpotencia" sugieren que un nuevo sistema de poder, concentrado y expansivo, ha comenzado su existencia y suplantó a los viejos esquemas. El "imperio" y la "superpotencia" simbolizan con precisión la proyección de poder estadounidense hacia afuera, pero por esa razón disimulan las consecuencias interiores. Consideremos qué extraño parecería si nos refiriéramos a "la Constitución del Imperio" estadounidense o a la "democracia de la superpotencia." La razón de que ello sonara a falso es que esa "constitución" significa limitaciones al poder, mientras la "democracia" normalmente se refiere a la relación activa de los ciudadanos con su gobierno y a la obediencia del gobierno a sus ciudadanos. Por su parte, "imperio" y "superpotencia" significan ir más allá de los límites e impedir el crecimiento de la masa ciudadana.
El creciente poder del estado y la decadencia del poder de las instituciones en función de su control han estado formándose durante algún tiempo. El sistema de partidos es un ejemplo notorio. Los Republicanos han surgido como fenómeno único en la historia estadounidense de partido fervorosamente doctrinal, celoso, cruel, antidemocrático y alardeando de una casi mayoría. En la medida en que los Republicanos han devenido en más ideológicamente intolerantes, los Demócratas se han desentendido de la etiqueta liberal, de sus críticas y de la disposición a reformar los distritos electorales para abrazar el centrismo y ser referencia textual del fin de la ideología. Dejando de ser un genuino partido de oposición los Demócratas han allanado el camino al poder a un partido más que ávido para usarlo en función de promover al imperio en el extranjero y al poder corporativo en casa. No olvidemos que un partido despiadado, con base de masas e ideológicamente dirigido fue un elemento crucial en todos los regímenes que buscaban el poder total en el siglo veinte.
Las instituciones representativas ya no representan a los votantes. En vez de ello se han puesto en cortocircuito, fuertemente corrompidas por un sistema institucionalizado de sobornos que las vuelve sensibles a poderosos grupos de interés cuyos distritos electorales son las principales corporaciones y los estadounidenses más adinerados. Las cortes, a su vez, cuando no son cada vez más damas de ayuda del poder corporativo, son consecuentemente deferentes a las demandas de la seguridad nacional. Las elecciones han devenido en actos inútiles fuertemente subvencionados que por lo general atraen, en el mejor de los casos, a la mitad de un electorado cuya información acerca de la política nacional y foránea es filtrada a través de los medios de comunicación dominados por las corporaciones. Los ciudadanos son manipulados dentro de un estado de nervios por los informes de los medios de comunicación acerca del desenfreno criminal y de redes terroristas, por amenazas apenas veladas del Fiscal General y por sus propios miedos respecto al desempleo. Lo crucialmente importante aquí no es sólo la expansión del poder gubernamental sino el inevitable descrédito de las limitaciones constitucionales y de los procesos institucionales que desalientan a la ciudadanía y la dejan políticamente apática.
No hay duda de que estos comentarios serán descartados por algunos como alarmistas, pero quiero ir más allá y calificar al sistema político emergente de "totalitarismo invertido". Por invertido quiero decir que mientras el sistema actual y sus activistas comparten con el nazismo la aspiración hacia el poder ilimitado y un agresivo expansionismo, sus métodos y acciones parecen contrarios. Por ejemplo, en la Alemania de Weimar, antes de que los nazis tomaran el poder, las "calles" fueron dominadas por bandas totalitariamente dirigidas de rufianes, y cuanto de la democracia hubiere se confinó al gobierno. En los Estados Unidos, sin embargo, es en las calles donde la democracia está más viva --en tanto el peligro real reside en un gobierno cada vez más desbocado.
U otro ejemplo de la inversión: bajo reglas nazis no restaba duda en cuanto a que los "grandes negocios" se subordinaban al régimen político. En los Estados Unidos, por el contrario, ha estado claro durante décadas que el poder corporativo se ha vuelto tan predominante en el régimen político, particularmente en el Partido Republicano, y tan decisivo en su influencia sobre la política, como para sugerir una inversión del papel exactamente opuesto al de los nazis. Al mismo tiempo, es la fuerza corporativa, como representante de la dinámica del capitalismo y del siempre expansivo poder lo que hace posible la integración de ciencia y tecnología con la estructura de capitalismo, generadora de la dirección totalizante que, bajo los nazis, fue provista de nociones ideológicas como Lebensraum ("espacio vital", N. del T.).
En refutación pudiera decirse que no hay equivalente doméstico al régimen nazi de tortura, de campos de concentración u otros instrumentos de terror. Pero debemos recordar que en gran parte, el terror nazi no se aplicó a la población; más bien, el objetivo era promover un cierto tipo de miedo sombrío --rumores de tortura-- que pudiera colaborar en la dirección y manipulación del populacho. Dicho concretamente, los nazis querían una sociedad movilizada y deseosa por apoyar guerras interminables, expansión y sacrificio para la nación.
Mientras el totalitarismo nazi se esforzó por dar un sentido de poder colectivo y fuerza a las masas, el Kraft durch Freude ("Fuerza a través de la alegría"), el totalitarismo invertido promueve un sentido de debilidad, de inutilidad colectiva. Mientras los nazis querían una sociedad continuamente movilizada que no solo apoyara al régimen sin reservas y entusiastamente votara "sí" a los periódicos plebiscitos, el totalitarismo invertido quiere una sociedad políticamente desmovilizada que apenas vote. Evoquemos las palabras del Presidente inmediatamente después de los horrendos eventos del 11 de septiembre: "únanse, consuman y vuelen", dijo a la ansiosa ciudadanía. Habiendo asimilado el terrorismo a una "guerra", evitó hacer lo que dirigentes democráticos suelen poner en práctica en tiempos de cpnflagración: movilizar a la ciudadanía, advertirla de inminentes sacrificios y exhortar a todos los ciudadanos a unirse al "esfuerzo de la guerra". El totalitarismo invertido, en cambio, tiene sus propios medios para promover el miedo generalizado; no sólo por los súbitos "alertas" y los anuncios periódicos acerca de células terroristas recientemente descubiertas o el arresto de sombrías figuras o el publicitado tratamiento de mano dura a los extranjeros en esa "Isla del Diablo" que es la Bahía de Guantánamo, o la fascinación súbita por métodos de interrogatorios que emplean o bordean la tortura, sino por una atmósfera de penetrante miedo incitada por una economía corporativa de impía merma, retiro o reducción de pensiones y beneficios de salud; un sistema político corporativo que implacablemente amenaza privatizar la Seguridad Social y los modestos beneficios de salud disponibles, sobre todo por los pobres. Con tales instrumentaciones para promover incertidumbre y dependencia, es casi un exabrupto criminal para el totalitarismo invertido emplear un sistema de justicia que es punitiva en extremo, condimentada con la pena de muerte y firmemente sesgada contra el más débil.
Así los elementos están en su lugar: un cuerpo legislativo débil, un sistema legal que es dócil y represivo, un sistema de partidos en el cual uno de ellos, sea de oposición o mayoría, está empeñado con la reconstitución del sistema existente para favorecer permanentemente a la adinerada clase dominante, a los bien-conectados y a las corporaciones, mientras deja a los ciudadanos más pobres con un sentido de impotencia y desesperación política, y, al mismo tiempo, manteniendo a las clases medias en un balance entre el miedo al desempleo y expectativas de fantásticos premios una vez la nueva economía se recupere. Ese esquema es incitado por unos sicofánticos y cada vez más concentrados medios de comunicación; por la integración de las universidades con sus bienhechores corporativos; por una máquina propagandística institucionalizada en los bien-consolidados think tanks y en fundaciones conservadoras; por la creciente y cada vez más íntima cooperación entre la policía local y las agencias nacionales coercitivas en función de identificar a los terroristas, extranjeros sospechosos y disidentes domésticos.
Lo que está en juego, entonces, es nada menos que el intento de transformación de una tolerablemente sociedad libre en una variante de los regímenes extremos del último siglo. En ese contexto, las elecciones nacionales de 2004 representan una crisis en su significado original, un punto de retorno. La pregunta para los ciudadanos es: ¿Por cuál vía?