http://www.nodo50.org/contraelimperio El 12 de septiembre de 2001 se puso en marcha, a escala mundial, una maquinaria de guerra y represión sin precedentes. (El 11 no ocurrió nada extraordinario: todas las semanas se estrella algún avión, todas las semanas se cae algún edificio y todas las semanas, sólo en Iraq, morían unas tres mil personas víctimas del terrorismo imperialista; el 12-S es la fecha clave: el día en que la plutocracia estadounidense, por boca de Bush, declaró abiertamente la guerra a los pueblos del mundo.) En los países supuestamente democráticos, donde en teoría hay libertad de expresión, la represión utiliza nuevos y elaborados métodos (aunque sin renunciar del todo a los más antiguos y burdos). Teóricamente, no hay censura: uno puede decir lo que quiera. El problema es dónde.
Antes (del 12-S) yo, por ejemplo, podía publicar mis ocasionales artículos en varios de los principales diarios del país. No recuerdo que me rechazaran ninguno en los últimos veinte años.
Después del 12-S, sólo puedo publicarlos en Gara. Periódicos que antes se mostraban complacidos de publicar mis artículos e incluso me los pedían expresamente, ahora no publican siquiera mis textos sobre matemáticas o literatura (por supuesto, hace meses que no mando nada a ningún gran periódico, y no sólo porque sé que es inútil, sino porque, dada su rápida deriva reaccionaria, en estos momentos me avergonzaría de aparecer en sus páginas). La "libertad de expresión", cuando los grandes medios están en manos de un Gobierno de extrema derecha o de gángsters que, por ejemplo, apoyan a los golpistas venezolanos en función de los más viles intereses económicos, es pura entelequia.
Pero el control férreo de los grandes medios deja algunas fisuras, y el poder intenta taparlas a cualquier precio. Desde promulgar leyes anticonstitucionales para ilegalizar a un partido molesto hasta cerrar un diario y torturar a sus directivos; desde romperles la cabeza a los manifestantes pacíficos hasta dar el beneplácito a los asesinos de periodistas... Todo vale con tal de acallar a los disidentes.
Y cuando a los poderes establecidos se les mete un gol democrático con todas las de la ley, la criminalización de los implicados es su respuesta inmediata. Aludo de nuevo a mi propio caso porque, evidentemente, es el que mejor conozco: a raíz de las protestas antibélicas durante la ceremonia de entrega de los premios Goya, desde las páginas del diario La Razón (que llegó a concederme el inmerecido honor de sacarme en portada), desde las tertulias de la COPE y de Tele 5, desde el libelo electrónico Libertad Digital y desde otros foros frecuentados por los carroñeros de extrema derecha al servicio del poder, he sido acusado reiteradamente de proetarra y agitador, junto con algunos compañeros y compañeras de la Alianza de Intelectuales Antiimperialistas cuyo único delito ha sido decir no a la guerra.
En la mayoría de los casos, y a falta de otros argumentos, los represores esgrimen el socorrido argumento del "terrorismo". Todos los disidentes somos "terroristas", o los apoyamos, o no los condenamos con la suficiente energía. Y lo más lamentable es que esta campaña de criminalización de la disidencia orquestada desde el poder, cuenta con el apoyo incondicional de no pocos escritores, artistas y políticos de la supuesta oposición. En este sentido, es especialmente nefasta la labor del filósofo fascista, como lo llama Petras, y su rebaño de donceles tontuelos, damas bobas y arpías vociferantes; me refiero, evidentemente, a la plataforma "Basta Ya". (Tras la última intervención pública de James Petras en Madrid, alguien comentó que llamar filósofo fascista a Savater era insultante; y no le faltaba razón: es un insulto a la filosofía llamar filósofo a Savater.) Huelga señalar que el argumento del "terrorismo" se esgrime con especial prodigalidad en todo lo relativo al mal llamado "conflicto vasco" (en realidad habría que llamarlo el conflicto español).
Los desmanes de ETA, que la inmensa mayoría de los vascos --incluidos los abertzales-- rechazan, sirven de pretexto para intentar justificar unas medidas represivas que nada tienen que envidiar a las de los peores tiempos del franquismo. La ilegalización de Batasuna, el cierre de Egunkaria, la persecución de Udalbiltza, la anulación de las candidaturas de AuB, por no hablar de las torturas sistemáticas y casi siempre impunes, son el consecuente complemento interior de una política exterior de apoyo incondicional al imperialismo genocida.
Solemos pensar en la libertad de expresión como el derecho a decir libremente lo que se piensa; pero también es --ante todo es-- el derecho a callar.
Una de las formas más flagrantes e intolerables en que los poderes establecidos atentan contra la libertad de expresión, es su empeño en hacernos "condenar" lo que ellos quieren que condenemos, cuando ellos quieren y en los términos que ellos quieren. Y lo más lamentable es que buena parte de la izquierda --lo que eufemísticamente podríamos llamar la izquierda timorata-- cede una y otra vez a este burdo chantaje con una mezcla de mala conciencia y miedo a la criminalización.
Yo estoy decididamente en contra de los atentados indiscriminados; me parecen del todo inadmisibles desde el punto de vista ético y aberrantes desde el punto de vista político. Pero me niego a "condenar" el "terrorismo", como he explicado en más de una ocasión, por razones que en buena medida coinciden con las que en su día expuso nuestro admirado y llorado Jesús Ibáñez, y que intentaré resumir a continuación:
Porque "condenar", en su acepción primera y más fuerte, presupone un juicio y un veredicto de culpabilidad. Que condenen los jueces (si pueden) o Dios (si existe y, de existir, se dedica a esas cosas). Los demás sólo podemos --y debemos-- condenar, en este sentido, al único criminal indudable, que es el tirano.
Porque "condenar" significa también tapiar una puerta o una ventana, anular definitivamente su función conectiva y comunicante. En este sentido, condenar es negar toda posibilidad de comunicación, de diálogo. De forma que, según la perversa lógica del poder, quien se atreva a insinuar siquiera que hay que intentar el diálogo con los "terroristas", los está "descondenando", y por ende los apoya.
Porque "terrorismo" es un término manipulado a su antojo por el poder y los medios, un comodín para criminalizar cualquier forma de disensión o protesta y un espantajo para amedrentar a los necios y a los pusilánimes (quemar una papelera puede ser terrorismo, pero asesinar a un periodista o bombardear una escuela no lo es).
Porque, puestos a condenar el terrorismo, habría que empezar por sus formas más brutales y generalizadas: el terrorismo de Estado y el terrorismo del capital. Las demás formas de terrorismo, por lamentables que nos parezcan, son, en comparación, episodios aislados, meros epifenómenos del gran terrorismo institucional.
Ésta es, en resumen, la "libertad de expresión" de la que gozamos:
Podemos decir lo que queramos, pero los medios de comunicación sólo están al alcance de los que dicen lo que quiere el poder.
Tenemos derecho a manifestarnos, pero un canalla con una porra puede abrirle impunemente la cabeza a una chica que está haciendo algo tan subversivo como hablar por teléfono.
Cualquiera puede publicar un periódico, pero el poder se reserva el derecho de cerrarlo cuando se le antoje y torturar impunemente a sus responsables.
Cualquier grupo social lo suficientemente amplio puede formar un partido político y presentarse a las elecciones, pero el poder se reserva el derecho de ilegalizar a los partidos incómodos y anular las candidaturas "sospechosas".
Puedes convocar una asamblea del sector del espectáculo y proponer una protesta colectiva contra la guerra, pero las hienas mediáticas al servicio del poder te acusarán impunemente de apoyar a ETA y a Ben Laden.
Puedes dar información objetiva sobre la invasión de Iraq (que es la mejor manera de evidenciar su monstruosa iniquidad), pero los invasores pueden asesinarte con el beneplácito de tu Gobierno.
Y a pesar de todo estamos ganando esta batalla y ganaremos la guerra global contra el terrorismo de Estado. Nos niegan el acceso a los medios de comunicación institucionales, pero tenemos la calle y tenemos la Red. La imprenta hizo posible la Revolución Humanista, el telégrafo hizo posible la Revolución Rusa e Internet hace posible la nuestra.
Las personas de buena voluntad son mayoría, aquí y en todas partes. Los canallas que apoyan la guerra --porque se benefician de ella-- son una exigua minoría, cada vez más notoria, cada vez más identificable. Con su habitual sutileza, Aznar dijo hace poco que la oposición está "en pelotas".
Pero el que está desnudo, ya se sabe, es el emperador, y hay que ser muy estúpido para confundir la sangre que lo cubre con la púrpura imperial.