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La vieja Europa

20 de julio del 2003

La utopia del hambre: mirada y soberania

Santiago Alba Rico
Ladinamo.org
Comencemos por el comienzo; es decir por el Genesis. Se puede resumir así: Adán y Eva, que estaban ya saciados, comieron una vez y ya no pudieron dejar de comer -fuente y aplazamiento, a partir de entonces, de la porfía, el dolor y la muerte. Adán y Eva, que compartían la ceguera de las cebras y la de las palmeras, comieron un día y de pronto se vieron... se vieron el uno al otro por primera vez; se miraron y estaban desnudos, expuestos, a merced de las garras, y bajaron la cabeza avergonzados. Porque habían comido, fueron para siempre presa del hambre. Porque habían comido, se miraron; y porque habían comido después de comer, en un mundo en el que había que estar comiendo todo el rato, se comieron también con los ojos, tomaron conciencia de su condición de comestibles y -claro- se avergonzaron. Desde entonces hay que ayunar, arriesgando paradójicamente la vida, para recuperar una sombra de la libertad e inmortalidad edénicas; desde entonces tenemos que bajar los ojos, y hacérselos bajar al otro, para sentirnos por un instante inocentes y protegidos.

La fusión del régimen del hambre y del régimen de la mirada - consecuencia de nuestro "desprendimiento" de la naturaleza, hasta tal punto perturbador que no podemos dejar de atribuirlo a una acción "pecaminosa"- determina que las relaciones de poder, las disputas de soberanía, se establezcan y se confirmen en el campo de la óptica. Dos desconocidos que se dan la cara, de pronto, en un espacio cerrado -un vagón de metro o un bar- no pueden sostenerse la mirada indefinidamente sin besarse o sin matarse; y si normalmente llegamos vivos a casa todos los días es porque cedemos una decena de veces la soberanía bajando los ojos ante un rival aleatorio. Sólo los enamorados pueden mirarse sin matarse. Contraviniendo la prohibición original, como si no existiesen ni el hambre ni la muerte, los amantes tienen la audacia de volver a levantar la cabeza e invertir el gesto de nuestros primeros padres; se miran desnudos y no sólo no se avergüenzan: se sienten, además, seguros.

El amor resuelve el problema del poder; es ese milagro en virtud del cual dos cuerpos, frente a frente, pueden mirarse a los ojos en pie de igualdad e indefinidamente sin amenazarse ni someterse. Y no es extraña, pues, la insistencia con que, cada vez que el mundo liquida sus antinomias políticas en un baño de sangre, algunos hombres proponen como solución el amor. Y lo sería sin duda si el amor no fuese siempre "local"; es decir, si no tuviese que ver con la co- presencia de los cuerpos y la correspondencia de la mirada, que es necesariamente cosa de dos. Para que el amor resolviese la cuestión del poder a escala universal habría que reformar los cuerpos de manera que constituyesen una especie de panóptico omnifacial que permitiese a cada hombre mirar a todos los demás y ser mirado al mismo tiempo por ellos. Y entonces, muy probablemente, no sobrevendría el milagro sino que se impondría la normalidad post-edénica y la mitad del mundo (¿no es eso lo que ocurre?) bajaría la cabeza.

En cualquier caso, todo lo que no es amor, es guerra, agon, soberanía. Mirar sin ser mirado, mirar para que no te vean, mirar antes que el otro, mirar desde arriba o por un agujero -cerradura o mira telescópica-, mirar impunemente, mirar mortalmente. De la honda al misil, la tecnología bélica ha buscado siempre liberarse de la mano a fin de que la jerarquía visual se tradujese automáticamente, en el campo de batalla, en la destrucción del enemigo; y cuando los hombres tenían aún que matarse con los puños tras sostenerse un instante la mirada, ya soñaban en sus mitos un mundo en el que la mirada fuese arma suficiente:

la idea de alcanzar un cuerpo ciego con el ojo, la idea de una mirada "fulminante" o "aniquiladora", como la de Gorgona, que asegurase la soberanía sin recurrir a ningún instrumento exterior.

Lo cierto es que la cuestión del poder -de la desigualdad, por tanto, y de la seguridad- se dirime y se manifiesta en el rango y calidad de las miradas. "¿Quién manda?" solapa una cuestión más fuerte, mucho más seria: "¿Quién mira?". El dispositivo del panóptico concebido por Bentham como instrumento de control a través de una visualidad total y en una sola dirección, tiene su contrapunto dialéctico, a modo de metáfora de la resistencia, en la compleja obra arquitectónica de Che-huan-ti, primer emperador de China, quien comunicó sus decenas de palacios mediante galerías cerradas para poder moverse libremente sin que los dioses inmortales controlasen sus desplazamientos. El que ve se cree invisible, decía Merleau-Ponty; el que ve y es invisible lo domina todo. Por contra, el que no ve deviene visible y dominado; y aquél al que no vemos nos está viendo y nos domina. Esta obsesión del poder soberano por mirar sin ser mirado, por cubrir todo el campo visual, sin rendijas ni anfractuosidades, retirándose al mismo tiempo de la vista, ilumina toda la operatividad jerárquica de la mirada: en otro terreno, la lucha contra los parásitos -ratas, cucarachas, bacterias- se basa menos en sus amenazas sanitarias que en su clandestinidad; o, más exactamente, lo que los vuelve peligrosos es la convicción de que, si son invisibles, es que nos están mirando. Todo aquello que no controlamos nos tiene bajo su control, y sobre este sencillo principio, que revela la relación originaria entre el hambre y la mirada, se han construido hasta ahora tres modelos diferentes de poder soberano, con arreglo a su diferente gestión de la visibilidad.

Al primero podemos llamarlo "despótico" y lo que lo caracteriza es que en él la soberanía, que es también providente, penetrante, panóptica, se convierte ella misma en espectáculo. Así, por ejemplo, las monarquías del Antiguo Régimen, cuya legitimidad se basaba en un intercambio desigual de miradas: de un lado la mirada extendida, difusa, absoluta, del poder; del otro lado la mirada del súbdito, orientada hacia la escenografía concreta del Estado, ante cuyo majestuoso aparato -en días u ocasiones señaladas- deponía su admiración o su terror. El poder despótico precisa de "representación", en el sentido hobbsiano, entendida -pues- como exhibición teatral, pública, de la soberanía depositada en el cuerpo mismo del monarca: "Mírame y no me toques", "mírame, te estoy mirando".

Al segundo modelo lo podemos llamar "teocracia". Al contrario que la soberanía despótica, la teocrática asienta su legitimidad en la prohibición de un intercambio, ni siquiera desigual, de las miradas. El micado, el mandarín, el faraón, no gobiernan por la gracia de Dios sino que son dioses ellos mismos. Motores inmóviles que rigen el universo desde su trono y a los que los sirvientes tienen que acercarse a rastras y cortarles las uñas y los cabellos mientras duermen, los dioses- gobernantes protegen su propia invisibilidad con el mismo celo con que el déspota protege la visibilidad de sus súbditos. Los súbditos conservan al mismo tiempo su vida y la inviolabilidad del trono manteniendo siempre inclinada la cabeza.

Pero tanto el modelo despótico como el teocrático tienen un límite.

Localizada por la propia visibilidad escénica de su poder, la soberanía del déspota ocupa un espacio concreto y puede ser derribada o expulsada de él. Por su parte, la soberanía teocrática es "inmirable", pero no realmente invisible. Levantar la cabeza allí donde la idea de pecado o sacrilegio ha sido interiorizada -como un automatismo punitivo- a fuerza de siglos de consignas y escarmientos no es sin duda fácil; pero en principio la soberanía teocrática podría ser derribada sencillamente con los ojos. Está siempre en peligro de ser mirada.

Finalmente, la combinación de tecnología y capitalismo ha acabado por sustituir estos dos modelos por un tercero en el que la soberanía se ha vuelto realmente invisible. En el régimen común del hambre y la mirada, cuanto más poderoso es el poder, más providente e invisible deviene; por el contrario, cuanto más débil es la debilidad, más ciega y más visible.

Por lo demás, en un mundo como el nuestro, marcado por el dualismo platónico-cristiano, reforzado por el fetichismo de la mercancía, cuanto más poderoso y, por tanto, invisible es el poder, más espiritual se nos figura; y cuanto más débil y, por tanto, visible es la debilidad -como una joroba o una mutilación- más corporal, más material, más excesiva nos la representamos; de manera que la omnipotencia de una parte y el exterminio de la otra se acaban justificando por sí solos. En todo caso, la soberanía moderna es la de un poder extremo que, por eso mismo, se ha hecho invisible. Ya no es ni despótico ni teocrático: es directamente teológico. El emblema mismo de la más alta teología cristiana es el de ese ojo abstracto e implacable, desprovisto de cuerpo, que todo lo ve y al que nadie -al menos en esta vida- puede mirar (ese Dios-Ojo al que trata en vano Jonás de escapar alejándose en el mar, medio natural del ateismo). "En Dios existimos, nos movemos y somos", decía San Pablo. Y respiramos. La soberanía, sí, se ha disuelto en el aire y nada lo demuestra mejor que la guerra moderna, en la que el blanco -como analiza certeramente Peter Sloterdijk- no es ya el cuerpo del enemigo sino la "latencia" misma, el conjunto de condiciones que hacen posible la vida (el terror de tener que cuidar la respiración, amenazada por ondas, gases y radioactividad). Los bombardeos masivos de ciudades consuman este proceso tecnológico de desnivelación radical de la mirada en virtud del cual es el ojo mismo el que destruye, sin tocarlo, lo que mira. Una Gorgona invisible -flotando en la estratosfera, donde no es posible alcanzarla- decide la vida y la muerte de los humanos. Este proceso anticipa ya la realización de la gran utopía del hambre, la de poder matar con el pensamiento, mediante un acto mental de ese ojo interno para el que no hay límites de distancia ni obstáculos de superficie. En ese momento, cuando se haya retirado definitivamente la mano incluso como mecanismo auxiliar de la destrucción, se habrán borrado las distancias entre los cuerpos, condición de la existencia misma de un mundo, y de ese modo, paradójicamente, habremos recobrado la vida edénica; o, lo que es lo mismo, habremos vuelto al imperio asfixiante, ciego y sin ley de la naturaleza.

(A veces, claro, este poder extremo e invisible recupera también el exhibicionismo soberano del despotismo: pienso con dolor, por ejemplo, en esos aviones estadounidenses que durante el mes de marzo del 2003 sobrevolaban Bagdad a pleno día, rozando jactanciosamente los edificios, y hacían looping y acrobacias ante los ojos de la población aterrorizada sobre la que después dejaban caer, al azar e impunemente, sus racimos de bombas).

Un poder soberano disuelto en el aire que lo controla todo (a través de las armas, pero también de la tecnología civil y sus dispositivos parásitos, pequeños como chinches, contra los que las galerías cubiertas de Che-huan-ti nada podrían) es en todo caso, como nos enseñó Foucault, una soberanía que mira del tal modo que, al mismo tiempo que vuelve uniformemente ciegos e inanimados a sus súbditos, los individualiza. Por eso, aquí ya no se trata, como en el caso del despotismo, de convencer al súbdito de la grandeza del monarca ni, como en el caso de la teocracia, de la insignificancia de los gobernados; la soberanía teológica trata de convencer al súbdito de que no es ella la que tiene el poder, de que el poder está del otro lado, en los hombres que lo respiran, en los individuos lamidos por él. De esta manera la soberanía moderna, al incorporarse a la "latencia" misma (a través del aire, de las ondas, de la cadena alimentaria), se vuelve inocente: el responsable -claro- será siempre el tabaco. Así, la inocencia del poder invisible (que no está dividido, como en Montesquieu, sino pulverizado) es paralela a la culpabilización del individuo, como depositario visible de toda soberanía. A este poder (terrorista, según la precisa definición de Sloterdijk) sólo puede responder un terrorismo disuelto también en el aire que colabora, por mucho que se pretenda discriminar moralmente medios estrictamente homogéneos, en la "atmosferización" de un régimen de destrucción completamente inocente y, por lo tanto, monstruosamente edénico. Volvemos, se mire como se mire, a fuerza de mirar mal, al Paraíso.

Mirar sin ser mirado, mirar desde arriba o emboscado, mirar impunemente, mirar mortalmente. Visible, ciego, a poco que se descuide también "encarnado", este individuo configurado por la misma mirada que controla sus movimientos, es sin embargo soberano: tiene la televisión.

No sé si hemos medido toda la importancia de este electrodoméstico que, al contrario que los otros, no sirve para transformar la casa -salvo en la forma pasiva de un fuego falso que distribuye los muebles a su alrededor- sino para contemplar desde ella, coraza inviolable de nuestra privacidad, como tentados por el diablo, el mundo entero a nuestros pies. La tempestad, como en las páginas de Kant sobre lo sublime, está fuera; pero al mismo tiempo su lejanía misma deviene comestible -a la hora, casi siempre, de comer- y por lo tanto también doméstica, sin perspectiva, habitual. Que la mirada nazca al mismo tiempo que el hambre, y mediante el mismo gesto, no impide su independencia; hay formas de mirar que respetan, y no anulan, las distancias: Belleza, Bien, Verdad, contempladas siempre en el allí -en el "hay"- del juicio y de la razón. Frente a ellas, la cupiditas, el fames de la mirada se llama "curiosidad", el pecado de la "avidez" visual castigado por todas las culturas y tradiciones de la tierra como un terrible abuso de poder, una subversión de las distancias y los órganos que trata la imagen del hombre como una cosa de comer. La sociedad capitalista, que no satisface ni a la razón ni a la voluntad, satisface permanentemente, en cambio, la curiosidad:

la televisión es el ojo de la cerradura a través del cual contemplamos alborozados aquello que, bien pensado, preferiríamos que no hubiese sucedido nunca. Bajo nuestra curiosidad, en cualquier caso, todo desaparece -como un trozo de pan en la boca, como un esclavo en una mina. No es verdad que la televisión sirva para distraernos de cosas más serias; la televisión sirve positivamente para revestir de soberanía al telespectador: súbditos en el trabajo y en las urnas, súbditos en el mercado y en la guerra, somos déspotas o, mejor, teócratas en el mundo, el cual no nos puede mirar desde el otro lado de la pantalla y al que sólo nos liga ya nuestras ganas de comérnoslo.

La Revolución debe ser también un ascetismo. Contra el capitalismo, el ayuno: seleccionar los objetos de consumo y seleccionar también - mucho más difícil- los objetos de la mirada. No comernos la tierra con los dientes; no comernos la distancia con los ojos. La tierra es el medio de la vida; la distancia es el medio de la existencia. Y si los hombres y las cosas no existen, ¿qué nos importa que estén vivos?