Pocos días después de que la maquinaria bélica norteamericana
iniciara una nueva guerra de agresión, esta vez en Iraq, un conocido
intelectual polaco, Adam Michnik, publicaba en diversos diarios europeos un
artículo que -provocador, al fin- titulaba "Nosotros, los traidores".
Aludía al checo Václav Havel, al húngaro György Konrád
y a él mismo, quienes, según sus palabras, habiendo padecido el
socialismo autoritario en sus países, no eran, sin embargo, "fanáticos
anticomunistas" y mucho menos traidores. Michnik hacía esa precisión
para responder al diario alemán Die Tageszeitung, que había
considerado a los tres intelectuales citados como "apologistas de Estados Unidos",
tras haber sido en el pasado "símbolos de la moralidad". Sentado en el
banquillo de los acusados, pero desenvuelto, Michnik afirmaba que la guerra
contra el régimen de Iraq era una guerra "políticamente justificada"
puesto que perseguía derrocar a un tirano que apoyaba al terrorismo internacional
y que pretendía conseguir "armas de extermino masivo". Y añadía
que Saddam Hussein formaba parte de una "cruzada contra el mundo democrático",
sin aportar mayores pruebas. Enfrentado al riesgo de la idealización
de la política exterior norteamericana, Michnik se mostraba cauteloso
ante las críticas y ponía la venda antes de la herida, precisando
que recordaba la intervención de Estados Unidos en Vietnam y su apoyo
a las dictaduras latinoamericanas, como las de Trujillo y Pinochet; aunque,
para no ser confundido, oponía a ellas la dictadura de Fidel Castro,
como demostración de que los abusos estaban repartidos y, de que él,
acusado de traidor, los condenaba todos. Al fin, se mostraba como un decidido
defensor de la democracia.
De modo que nuestro Michnik se preguntaba en qué consistía su traición, cuando él está del lado de la democracia frente a todo tipo de dictaduras, sean del color que sean, y, para demostrarlo, se afirmaba transitando con delicado equilibrio por los campos de minas de los horrores contemporáneos, trazando una arbitraria frontera para poner en un lado a Hitler, Stalin y Mao, y en el otro a Chamberlain, Roosevelt y Nixon. Poco avisado, poco preciso, tal vez prisionero de la retórica imperial de Washington, Adam Michnik sostenía que el mayor peligro que enfrenta el mundo es el terrorismo islamista, en un conmovedor ejercicio de sutileza y de claridad ante los riesgos contemporáneos: así, no son la pobreza, ni la exclusión, ni el hambre y el analfabetismo, ni tan siquiera el subdesarrollo, ni la destrucción ecológica, ni la explotación, ni el mantenimiento de la precaria paz o la prepotencia de los grandes poderes transnacionales los mayores peligros que enfrenta el planeta. No era el único despropósito de su artículo. Equilibrar la balanza de los horrores en América Latina por el procedimiento de poner en un lado a Trujillo y Pinochet y en el otro a Castro, es haber una burda trampa intelectual, impropia del rigor que pretende mantener nuestro intelectual polaco. ¿Ignora Michnik, por ejemplo, que solamente en Guatemala la represión organizada por la dictadura, con el apoyo de Washington, provocó un genocidio con más de doscientos mil asesinatos? ¿Necesita que se le recuerden las hazañas de la Escuela de las Américas, donde Washington entrenaba a los escuadrones de la muerte que asolaron el continente? ¿Recuerda a las decenas de miles de "desaparecidos" en América? ¿ Sabe, por ejemplo, que Negroponte, el actual representante norteamericano en la ONU, era embajador en Honduras en los años de plomo y que recientemente se han encontrado fosas comunes con los restos de personas torturadas y asesinadas en una antigua base de la CIA en el país, en los días de Negroponte? ¿Tiene Michnik una ligera idea de los centenares de miles de asesinatos que comportó la feroz política de Washington en su propio continente?
Por si fueran pocos los despropósitos, Michnik cometía alguna vileza en su artículo de defensa propia, como la afirmación de que no podía entender que personas democráticas pudiesen manifestarse con retratos de Saddam Hussein (¿es posible que Michnik diga lo que dice?, ¿ dónde ha visto semejante disparate?), o proclamando que no podía estar de acuerdo con el pacifismo que "abre el camino a quienes planificaron el ataque del 11 de septiembre y a sus aliados". Desde luego, Michnik tiene el derecho de defender lo que quiera, pero debería observar mayor rigor intelectual, sin recurrir a mentiras y a medias verdades. ¿Pretende afirmar que los millones de personas que en todo el mundo se manifestaban contra la guerra, lo hacían enarbolando efigies de Saddam Hussein? ¿Realmente cree que la exigencia y la defensa de la paz en el mundo son el camino hacia el terrorismo y las dictaduras? Contumaz, para impugnar la etiqueta de traidor con que le habían obsequiado, Michnik cerraba su artículo con una supuesta e interesada paradoja: ¿es posible ver un peligro totalitario en la política de Bush y defender a Saddam Hussein?
No ha sido Michnik el único en acompañar la guerra de Bush. Bronislaw Geremek, un historiador polaco que fue ministro de asuntos exteriores de su país en la etapa más reciente, llegaba a convertir la sucia guerra de agresión y de conquista de Iraq en una "intervención humanitaria", prescindiendo de las víctimas, y apostando incluso por la regulación de lo que llamaba las "intervenciones militares humanitarias", al tiempo que el alemán Enzensberger argumentaba que el derrocamiento de un régimen sanguinario como el de Saddam Hussein lo justificaba todo, tesis que viene a encontrar razonable la doctrina de las "guerras preventivas" que tiene una inequívoca huella fascista. En el colmo del desatino, con la guerra ya finalizada, el propio presidente polaco, Aleksander Kwasniewski, proclamaba su orgullo nacional por el honor de que Washington le encargase a Varsovia la ocupación de una parte del territorio en Iraq, precisamente el que tiene los restos arqueológicos y la memoria de Babilonia guardados. De modo que el honor polaco, que ingenuamente creíamos simbolizado por los combatientes del ghetto de Varsovia o por la resistencia ante el fascismo, se veía así satisfecho con la participación en una aventura colonial. Sin embargo, Kwasniewski no estaba tan dispuesto a correr con los gastos, de forma que solicitó -y obtuvo- la promesa del Pentágono de que Estados Unidos asumiría la intendencia de los soldados polacos. Enviando soldados a Babilonia, Kwasniewski, como Michnik o Geremek, estaban satisfechos acompañando a Washington en una guerra de agresión, junto con países de credenciales democráticas tan limpias como Eritrea o Etiopía, como Honduras o El Salvador, como Afganistán o Panamá, Uganda o Ruanda, Colombia o Kuwait. ¿Por qué iban a ser traidores?
Tanto Adam Michnik, director del diario polaco Gazeta Wyborcza, como Bronislaw Geremek, historiador y ex ministro de Asuntos Exteriores, son hoy miembros del partido Unión por la Libertad, un partido liberal, decidido partidario del capitalismo. Michnik, junto con Jaceck Kuron, fue miembro del KOR polaco (Comité de Defensa de los Obreros) en los años en que ambos hablaban de "terceras vías" entre el capitalismo y el comunismo, en los días en que trasegaban con ideas prestadas y confusas del situacionismo, del movimiento estudiantil de 1968, de aquella "revolución de la vida cotidiana", del anticomunismo, y acabó en el viejo liberalismo, el que arrasó África y llenó América Latina de escuadrones de la muerte y que se viste ahora con los ropajes de la posmodernidad. Después, defendió la "terapia brutal" en Polonia que expropió la propiedad pública para entregarla a manos privadas. Michnik, que afirmaba no hace mucho que "se pueden reemplazar las armas por los argumentos", abona ahora la intervención militar desnuda. Con la guerra de Iraq, sus aires de intelectual de consenso, alejado de la ferocidad revanchista de otros, como si ésta no se hubiera producido en muchos escenarios, se adornaban con los galones prestados de los hombres del Pentágono.
Otro de los acusados en el diario Die Tageszeitung, Václav Havel, el presidente checo de la década prodigiosa de los noventa, el dramaturgo que ha mantenido posiciones semejantes a las de Michnik, fue alabado por los poderosos medios de propaganda liberal y convertido en un héroe democrático, casi en una figura de relevancia planetaria, aunque, diez años después de sus días de gloria, hasta sus propios seguidores creen que ha cambiado mucho, decepcionados por el espectáculo de corrupción y oportunismo en que se ahogan las nuevas instituciones y los nuevos ricos, beneficiarios del latrocinio permitido y bendecido por Havel. Él, que había anunciado cuando llegó a la presidencia de Checoslovaquia que su país no vendería más armas, para diferenciarse de la etapa comunista, se descubría también compañero de los bombarderos del Pentágono. No fue la menor de sus mentiras. Havel, que quería el respeto intelectual del mundo, acabó en los salones de la OTAN, junto con Kwasniewski, sonriente ante Bush, adulador, cortesano, perdida ya la sensibilidad democrática de la que tanto alardeó. También defendió que la guerra contra Iraq era una causa justa. Ahora, Havel, viejo y enfermo en sus últimos años, sigue frecuentando a reyes como Juan Carlos de Borbón, rodeado de aduladores y arribistas, viendo los grandes y sucios negocios y el robo del nuevo capitalismo checo. ¿Por qué iba a ser un traidor?
Sin embargo, postrado en su decadencia, Havel ha preferido ser más discreto; Michnik, como Geremek, más beligerante. Curiosamente, los antiguos disidentes polacos del socialismo real están hoy de acuerdo con los socialdemócratas -en lo esencial, ex comunistas reconvertidos al mercado y al atlantismo, como Kwasniewski o como Miller, el primer ministro- en la mayoría de las cuestiones de relevancia política. No es de extrañar: tanto los conversos al capitalismo procedentes del viejo aparato de la Polonia socialista como los antiguos disidentes han formado una nueva élite que lleva una vida semejante, muchos de ellos mezclados en escándalos de corrupción, satisfechos en la vida de lujo propia de los nuevos amos de Polonia, unidos en francachelas donde se divierten y hacen negocios sucios, y que, a veces, saltan a las páginas de los periódicos. Esa nueva élite se conforma con una máscara falsaria: intenta mantener el vocabulario de la democracia, pero en realidad habla otro idioma. Michnik decía que siempre ha estado en contra de que grupos con intereses egoístas se apropien del Estado, y lo dice con desenvoltura, en la Polonia que ha visto el robo descarado de la propiedad estatal y la gangrena de un país corrupto y claudicante.
Su respeto formal a la voluntad popular es indudable, siempre que el pueblo no opine lo contrario que ellos: casi el 80 por ciento de la población del país estuvo en contra de la guerra en Iraq, lo que no fue obstáculo para que la apoyaran tanto los viejos disidentes como los conversos al capitalismo real. Mientras tanto, Polonia se estanca en la depresión económica, casi olvidadas las promesas de prosperidad capitalista con que regalaron los oídos de la población a lo largo de la década de los noventa, y con el desempleo en aumento y la participación electoral descendiendo. Probablemente, ese acuerdo de los nuevos liberales con viejos y no tan viejos apparatchiks reconvertidos al capitalismo es lo que le permite a Michnik afirmar que en Polonia no existe ya la división política entre derecha e izquierda. Después de todo, para Michnik, tras tantos años de reclamar la democracia, ahora Polonia muestra el camino a las viejas potencias capitalistas europeas: si no están en el fin de la historia, estarán al menos al inicio de una estimulante aventura de compañeros del imperio norteamericano: eso es lo que ofrecen a la vieja Polonia. ¿Por qué iban a ser traidores?
Sin embargo, Michnik ha olvidado a los muertos. ¿Ignora Michnik los estragos que ha causado la política norteamericana en el mundo? ¿Precisa que alguien se los recuerde? ¿Puede dormir tranquilo, ahora, después de haber justificado las matanzas de Iraq? Y Havel tampoco recuerda a las víctimas: ¿fue tal vez la cortesía, en la solemne reunión de Praga de la OTAN, la que le hizo olvidar su radical libertad, que tan orgullosamente proclamaba, para no preguntar por las matanzas en Afganistán? Ellos, que se interrogaban por la circunstancia de que la izquierda no supiese ver el estalinismo y los campos del gulag, curiosamente no saben ver la feroz eficacia del capitalismo real para matar. Michnik, y otros como él, han manifestado su seguridad y alardeado de su conciencia limpia, aunque eso lo único que demuestra es su mala memoria. Porque, para su desasosiego intelectual, las cosas no son tan sencillas como quisieran, y vienen de lejos: en el mes de mayo, mientras Washington intentaba ocultar las mentiras sobre las armas químicas y biológicas en Iraq, la agencia ANSA informaba desde Hanoi que se habían descubierto, en la provincia de Kon Tum, 38 cajas de un gas que los norteamericanos utilizaron en Vietnam durante la guerra. Eran cajas que pesaban hasta doscientos kilogramos cada una y que contenían el producto químico CS, un gas empleado por Estados Unidos para destruir la vegetación y contaminar las aguas. Afectaron a miles de personas: muchas murieron, otras aún padecen sus letales consecuencias. ¿Sabe Michnik que el único país del planeta que ha utilizado todos los tipos de armas de destrucción masiva -químicas, biológicas y nucleares- ha sido Estados Unidos de América?
¿Sabe Michnik que todos los presidentes norteamericanos, comenzando por Truman, pasando por Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan, George Bush y Clinton, y terminando con el actual Bush, han permitido a su ejército bombardear a poblaciones civiles en numerosos países, y que han cometido crímenes de guerra? Si hay algo que define la política exterior norteamericana en el último medio siglo es el recurso a los bombardeos, con diferentes pretextos, y no la defensa de la democracia y la libertad. ¿Ignora Michnik que, sin necesidad de recordar el horror de Hiroshima y Nagasaki, Estados Unidos ostenta el patibulario galardón de ser el único país de la historia que ha bombardeado decenas de países en cuatro continentes distintos? Apenas en la última década, bajo el mandato de Clinton, Estados Unidos intervino militarmente en Haití, Bosnia, Congo, Ruanda, Somalia, e Iraq, a lo que deben añadirse acciones militares de agresión en Yemen o Sudán. Tras el 11 de septiembre, Bush ha intervenido en Afganistán y, de nuevo, en Iraq. Sólo la ignorancia o el cinismo pueden pasar por alto esa realidad. Porque, pese a la comprensión de Michnik o de Geremek, lo cierto es que Washington pretende derrocar a los gobiernos que no sean de su agrado, aunque viole así la Carta de las Naciones Unidas, y que la política de Bush está creando un Estado delincuente que recurre a la mentira en los organismos internacionales, que presiona y engaña hasta a sus propios aliados.
Tal vez sea difícil que Michnik lo admita, pero Washington desprecia a las instituciones internacionales, como la Corte Penal Internacional, incumple los acuerdos para la conservación del planeta, y es capaz de organizar provocaciones -como hicieron con el "incidente del golfo de Tonkín", para justificar la invasión de Vietnam- en Venezuela o Cuba, en China o en Corea.
Washington arrasa países e instala a señores de la guerra como dictadores, como en el caso de Karzai en Afganistán, y ha organizado atentados terroristas, como hizo con el camión-bomba de Beirut en 1985, que ocasionó una matanza de casi cien personas, y ha creado y adiestrado grupos de mercenarios dispuestos a sembrar el terror, como la contra nicaragüense o los muyahidin de Ben Laden. Probablemente, no le gustará constatarlo a Michnik, pero Estados Unidos es un país que viola sus propias leyes y que incumple los tratados de comercio, que ha sido condenado por acciones terroristas en el Tribunal de La Haya; que ha vulnerado la legalidad internacional y las Convenciones de Ginebra y que se ha otorgado a sí mismo el derecho a iniciar "guerras preventivas". ¿De veras cree Michnik que el "terrorismo islámico" es el mayor peligro para la humanidad? ¿Qué clase de demócratas son estos intelectuales polacos que consideran que suicidarse con una bomba en un autobús es terrorismo e invadir un país y bombardear a la población civil no lo es? La perversión de sus argumentos es tal que, como hace Geremek, señalan la existencia de dictadores en el mundo como prueba de la justicia de la intervención norteamericana en Iraq y de la necesidad de actuar en otros países, ocultando que los más sanguinarios dictadores fueron apoyados por los mismos Estados Unidos. También ocultan que los movimientos terroristas que Washington ayudó a crear, como los "luchadores de la libertad" afganos de Reagan, están en el origen de una parte de las tramas terroristas actuales.
Michnik no quiere entender que la legitimidad democrática -dudosa, por otra parte, en Bush- no autoriza a emprender aventuras de conquista y colonización, aunque se disfracen de operaciones democratizadoras. ¿No alegó Estados Unidos la misma excusa libertaria en Kuwait o en Afganistán? ¿Dónde están ahora sus democracias? ¿Puede admitir la conciencia de estos intelectuales polacos que Washington se otorgue a sí mismo el derecho de intervención en cualquier país, juzgando el grado de democracia con que cuentan? La supuesta acción libertadora de Washington es muy dudosa. Ni siquiera el entusiasmo neófito por el recuerdo de la democracia instalada por Estados Unidos en algunos países es un argumento válido para justificar la guerra de agresión contra Iraq: en Japón o Italia, aunque menos en Alemania, la acción de Washington dejó a esos países con sistemas profundamente corruptos, dependientes del poder militar norteamericano, y con sus países llenos de bases militares, que todavía hoy son una grave hipoteca política. La propaganda de guerra norteamericana ha extendido la idea de que el establecimiento de la democracia en Iraq servirá para extenderla en todo Oriente Medio, y, Michnik lo cree, sin que se pregunte a qué ha esperado Washington para extender la democracia a aliados suyos como Egipto, o Arabia, o Pakistán, por no hablar de Turquía, Marruecos o las repúblicas de Asia central. Porque, además, Michnik no quiere ver que la supuesta superioridad moral de los países democráticos, y sin duda de los Estados Unidos, puede ir perfectamente acompañada de una evidente ansia de dominación mundial.
Estados Unidos ha mentido con la denunciada peligrosidad del Iraq de Saddam Hussein. Ha mentido sobre la existencia de armas de destrucción masiva. Ha cometido crímenes de guerra, bombardeando a poblaciones civiles: sobre todo eso deberían pronunciarse los entusiastas intelectuales polacos. Michnik buscaba la democracia, y la ha encontrado en las bocachas de los fusiles, como Jeb Bush, gobernador del Estado de Florida y hermano del presidente estadounidense, que afirmaba hace unas semanas que "el sonido de las armas es el sonido de la libertad". Ahora, al reparto del botín lo llaman "reconstrucción". Al igual que España -a quien George W. Bush aseguró, a primeros de mayo, ante José María Aznar, "un lugar preferente" en la reconstrucción de Iraq- los nuevos polacos esperan el favor del imperio. Muchos tienen ahora una actitud semejante a los buitres ante la carroña: en España, el secretario de Estado del ministerio de Defensa, Fernando Díaz Moreno, encargado por Madrid de los asuntos de Iraq, reveló con satisfacción el compromiso de Bush ante doscientos cincuenta empresarios españoles, diciendo: "Del encuentro del presidente con Bush se deriva un especial deseo de que España esté presente en la reconstrucción y hay que aprovechar". Hay que aprovechar. Tras los fusiles, los mercaderes. Michnik debe tomar nota: Estados Unidos ha realizado una intervención militar contra el derecho internacional, por mucho que ahora el Consejo de Seguridad acepte lo que Habermas ha llamado "la fuerza normativa de lo fáctico".
Hablando de Michnik, y de Geremek o Kwasniewski, hay que hacer una última consideración. La cultura polaca ha presentado siempre a Polonia como víctima, y esa cruz, ese destino, está presente en toda su literatura, desde la época de las particiones del siglo XVIII hasta los años del socialismo real, desde Mickiewicz hasta Milosz, pasando por la "Joven Polonia". El mismo Michnik que se preguntaba, ante las recientes revelaciones sobre la matanza de Jedwabne en 1941 -donde 1.600 judíos polacos fueron asesinados por sus vecinos- y ante la polémica que suscitó, si los polacos son "eternas víctimas inocentes", pasa ahora a ejercer de victimario en Iraq. Decía Michnik que cada cultura nacional tiene algo sagrado: para él ese aspecto sagrado es la independencia, lo que no deja de ser revelador apostando ahora como hace por un nuevo colonialismo en Oriente Medio.
Sin embargo, esa decisión de los gobernantes y de muchos intelectuales polacos de acompañar a Washington parece dictada por el realismo político: así, por fin Polonia accede a un papel relevante en el mundo. Nunca más el país será una víctima, porque ha optado por estar a la sombra del poder imperial norteamericano. Los halagos a esa decisión -era inevitable- llegaron desde el otro lado del Atlántico: hasta el diario The Wall Street Journal hablaba de que por fin Polonia volvía a ser importante en Europa, y se remontaba a Juan III Sobieski y a la cita de Kahlenberg en 1683 en la lucha contra el turco ante Viena para recordar el último día de gloria. Hasta hoy. Michnik, un hombre modesto que dice conocer bien el carácter de las utopías revolucionarias, afirmando que son estúpidas, cree ver en la Polonia subordinada a Washington el cielo protector ante los años ingratos. ¿En qué consiste entonces su traición? Sin embargo, pese a la retórica tributaria de Popper, encontramos otra vez a los bárbaros en Babilonia: Michnik o Geremek son intelectuales al servicio del poder, con la máscara posmoderna de quienes aseguran que ya no hay izquierda y derecha, pero aceptan y defienden el principio de que la búsqueda del beneficio privado es la única guía posible para el gobierno social. No, Michnik no es un traidor. Es apenas un colaboracionista en las tareas sucias del imperio, que adorna su mezquindad con melindres democráticos que desaparecen cuando los tanques y los blindados norteamericanos se ponen en marcha; es un ornamento adecuado, apenas un polaco en Babilonia que mira -sin ver- la destrucción de una parte de su tradición y de su propia historia.
Polacos en Babilonia, sin parentesco con aquellos otros polacos que reconstruyeron el templo de la reina Hatshepsut, han colaborado ahora en la destrucción del Museo de Babilonia, un modesto museo que guardaba copias de las torres de Babel imaginadas por el hombre. Michnik y Geremek estarían satisfechos, durante la guerra, viendo a los soldados polacos que posaban en Iraq ante una gran bandera norteamericana, y lo estarán ahora, cuando el general Andrzej Tyszkiewicz se dispone a entrar en Babilonia. Codiciosos, encadenados a la sumisión y al servilismo, incorporados al viejo y nuevo mundo de la destrucción y la rapiña, como simbolizan las ruinas arrasadas de Babilonia, ven a Varsovia saludando al futuro. No, no son traidores, aunque, si ignorásemos su trayectoria en la última década, tal vez podríamos decirles, con Groucho Marx: "Disculpen si les llamo caballeros, pero es que no les conozco muy bien."