(Texto para la Exposición "Comer o no comer" del Centro de Arte de Salamanca –2002).
Cuenta un mito tabaru que Dafira, la mujer primigenia, vivía en un mundo poblado tan sólo de criaturas salvajes y mudas, sin un hombre con el que medir los límites de su cuerpo y la cintura de su belleza. Acosada por una nostalgia indefinida, vagaba por la selva arrimándose a los árboles, empujando a las tortugas, abrazando entre suspiros a zarigüeyas y castores, a los que después devoraba a dentelladas con una mezcla de rabia y repugnancia. Una mañana, sentada a la orilla del río, se le acercó un pequeño catapí (de la familia de los tapires) y Dafira, agobiada por este peso inexpresable, lo estrechó entre sus brazos y le acarició a regañadientes la cabeza. Entonces ocurrió un prodigio: el pequeño catapí se convirtió en Bundemia, el Primer Guerrero tabaru. Dafira, al verlo, comprendió que había encontrado por fin lo que buscaba. Bundemia era alto, fuerte, hermoso como la colina Tapú descollando entre los arbustos. Dafira lo contempló un instante y luego, ya enamorada, se dejó llevar por un impulso irresistible y lo besó. Inmediatamente Bundemia se transformó en un armadillo. Dafira, que era la mujer primigenia, experimentó el dolor de esta cristalización fugaz de un sueño imposible, pero no se resignó. Besó al armadillo y el armadillo se convirtió en un chacal. Besó al chacal y el chacal se convirtió en un papagayo. Sólo después de siete transformaciones (armadillo, chacal, papagayo, rinoceronte, avestruz, mono, serpiente) Bundemia volvió a materializarse ante sus ojos. Dafira se sentó delante de él y estuvo comtemplándolo durante diez días, arrebatada por esta visión que arrancaba suaves gemidos de su boca. Pero su amor era demasiado fuerte y el decimoprimer día cedió: se incorporó de un salto y lo aferró entre sus brazos. Inmediatamente Bundemia se convirtió en una pantera. Desesperada al mismo tiempo por su debilidad y por la ausencia del guerrero, Dafira tuvo que comenzar de nuevo. Esta vez fueron necesarios quince besos, fuente de otras tantas metamorfosis (pantera, mandioca, tocororo, chotacabras, guayaba, hurón, cebra, beorí, pangolín, mayal, tamanduá, azufaifo, machete, piedra de cuarzo, alacrán) antes de que Bundemia, el primer guerrero, volviese a su presencia. Dafira se sentó de nuevo y estuvo contemplándolo -y gimiendo y suspirando- esta vez un mes entero. Pero su amor era demasiado fuerte y acabó por sucumbir al deseo de besarlo. Y Bundemia se convirtió en garduña y en palmera y en arado... Hasta siete veces Dafira, la mujer primigenia, perdió a Bundemia y otras siete lo recuperó, en medio de una creciente incertidumbre, dejando de besar sólo para enjugarse las lágrimas -pues la serie de las transformaciones era completamente aleatoria y cada vez más larga. La última vez Dafira creyó a su amado perdido para siempre: durante un año recorrió, beso tras beso, el conjunto entero de las criaturas, naturales y culturales, todas las que existían o habrían de existir en el futuro entre los tabaru (130 especies de mamíferos, incluidos el monstruoso hipopótamo y el diminuto atauano, 85 de aves, 43 de reptiles, 1200 de tubérculos, bayas y hongos, 783 clases de utensilios, comprendidos la lanza, el ubad y la cazuela que llaman tuda), antes de que una pequeña zinna, cuando no abrigaba ya ninguna esperanza, dejase paso por fin al recio, luminoso, perfecto Bundemia, el primer guerrero de los tabaru. Dafira se sentó a sus pies, agotada, y lo miró y lo miró. Pero su amor era tan fuerte que nunca más volvió a besarlo. Gracias a esta renuncia, Bundemia conservó la existencia y existirá para siempre, visible e intocable, como la estrella duala (otro de sus nombres) en lo alto del cielo. Dafira desposó más tarde a Sumedián, el Segundo Guerrero, inferior en belleza, al que de noche salían escamas y plumas y que le dio mil hijos, los cuales se perdieron en el bosque bajo la forma de mil animales diferentes. Desde entonces, las mujeres tabaru saben que los hombres son a ratos bellos y a ratos catapís, que unas veces hablan y otras veces rugen; y saben que si encuentran alguna vez a Bundemia inmóvil en medio de la selva deben pararse a mirarlo, para no olvidar qué clase de renuncia es el matrimonio, pero que no pueden besarlo sin hacerlo desaparecer y sin que el mundo tabaru, por tanto, se sumerja de nuevo, como in illo tempore, en el seno de la naturaleza, donde todas las criaturas son comestibles por igual.
La renuncia de Dafira convierte a Bundemia en una imagen o en una estatua o, si se prefiere, en una idea (en un "arquetipo" cuya existencia permite a los hombres ceder a la naturaleza manteniendo, al mismo tiempo, las distancias respecto a ella). En Grecia un célebre mito describe la misma lógica, pero a la inversa, el camino por el cual una de las formas del hambre transforma una "maravilla" (mirabilia, una cosa digna de ser mirada o pensada o adorada) en un instrumento de reproducción de la vida natural. Pigmalión, rey de Chipre y escultor, cincela una efigie de Afrodita y, al contemplarla frente a sí, queda cautivado por la belleza, no de la estatua, sino de la mujer que la parasita. Por un error óptico inscrito en la condición mixta del hombre y laboriosamente combatido a través de toda una serie de disciplinas culturales, Pigmalión ve (aquí) un concreto particular donde debería ver (allí) un concreto universal. El alimento elaborado vuelve al cuerpo del que ha salido, para cerrar viciosamente el circuito infernal del deseo y del hambre; pero lo que es obra de las manos (poieté) es del "mundo" y no del cuerpo y no puede volver a él tal y como el niño -que es la verdadera fuente, y no la tecnología o las mercancías, de toda renovación mundana- no puede volver al seno materno después de nacer. Un hombre no puede casarse con una estatua, no porque esté hecha de piedra o de hierro, sino porque una estatua -toda estatua-, como la belleza recia de Bundemia, es propiedad pública y esto independientemente de quién la haya creado, quién la haya pagado o cuantos ojos puedan solazarse en su contemplación. Pero Pigmalión, en lugar de renunciar a ella proponiéndola a la admiración pública, se entrega a una forma de hybris: quiere privatizarla, reapropiársela, devolverla al cuerpo en cuyo trabajo cobró forma, como si la pérdida de energía asociada al esfuerzo debiese ser siempre compensada -como en el ámbito animal- por el resultado mismo de ese esfuerzo. Pigmalión, pues, llora encendido de deseo, suspira como Tántalo en el infierno ante las manzanas que no puede comerse, suplica a los dioses una satisfacción a su insensata acucia. Como es sabido, finalmente Afrodita se compadece de los padecimientos del rey de Chipre y da vida a la estatua, que se convierte en Galatea. Pigmalión, así, se casa (o "se come") a Galatea y de esta unión, en un milagro muy hegeliano que demuestra que toda identidad engendra una diferencia, nace Pafo (que luego fundará la ciudad del mismo nombre).
De este mismo "error óptico" (confundir un monumento con un alimento) nos habla ese que podemos considerar el mito fundacional de la pintura occidental. Un relato transmitido por Plinio el Viejo y por Plutarco nos cuenta, en efecto, que el pintor Zeuxis (siglo V a. de C.), picado en su orgullo por el éxito de su rival Polignoto, pintó en un fresco un racimo de uvas tan realista, tan jugoso y verdihambre, que los pájaros descendían en bandadas a picotearlo. El genio pictórico de Zeuxis se vio recompensado así del modo más paradójico con la desaparición de la obra misma, pues para evitar el asalto de las aves hubo que cubrir el fresco con unas cortinas. Las uvas eran hasta tal punto uvas, el cuadro era tan realista que, en virtud de su propio realismo, devino invisible. La anécdota define el género pictórico por su capacidad de representación (esa "mímesis" que Platón tanto denuesta en sus diálogos) y emplea una hipérbole para encarecer la maestría "mimética" de Zeuxis, pero es esta hipérbole, y no la representación, la que a contrario revela la naturaleza de lo que hemos venido llamando "arte" mientras ha durado el neolítico. La contemplación de un cuadro o de una estatua, en efecto, presupone la conciencia inmanente de una trascendencia cultural; sólo es posible a partir de un ejercicio de implícita renuncia, de una suerte de "contrato ascético" en virtud del cual unas uvas se hacen de pronto visibles precisamente porque hemos renunciado a comérnoslas. Porque hemos decidido que existan. Si el arte es "re-presentación" es justamente porque las cosas sólo existen para la mirada cuando se presentan por segunda vez, cuando vuelven a presentarse allí (allí) donde no podemos comérnoslas. Las uvas de Zeuxis estaban tan bien pintadas que los pájaros no las veían. La condición misma de posibilidad del arte como "arte de lo visible" es que la representación no nos engañe, que el espectador no se deje engañar, que no confunda la (propia) supervivencia con la existencia (del objeto). Un mundo en el que la imagen engañase, en el que el espectador se dejase engañar por las imágenes, no sería en absoluto un mundo de artistas superiores; sería, al contrario, un mundo ciego en el que los espectadores serían tratados, y se comportarían, como pájaros.
Los pájaros miran con el pico; los hombres están siempre expuestos a comérselo todo con la mirada. La decisión primera, la decisiva, la que traza una divisoria propiamente antropológica, es esa tomada de algún modo ya siempre de antemano, pero que hay que restablecer en todo momento, que obliga a escoger ininterrumpidamente entre comer y no comer. Esta necesidad de salvar ciertas cosas de nuestro monstruoso apetito, de poner a cubierto ciertos objetos cuidadosamente seleccionados, de alejar ciertas criaturas de nuestra boca (a través de diversas formas de memoria: religiosa, artística, política) tiene que ver muy banalmente con el hecho de que la existencia del hombre está dominada al mismo tiempo por el circuito infernal del hambre y por la linealidad trascendente de una mirada que, como revela la famosa narración del Génesis, hay siempre que arrancar de ahí. Adán y Eva, en efecto, son castigados por comer... a no poder ya dejar de comer, a seguir comiendo para aplazar una muerte que no podrán evitar. El "morir moriréis" de Dios integra toda una serie de penas asociadas: la muerte, por supuesto, la necesidad del trabajo renovado, el dolor de la reproducción, el hambre sin reposo, pero también la vergüenza de mirarse. Nuestros primeros padres, recordamos, bajan los ojos al ver su desnudez recíproca y los bajan porque, en este nuevo imperio del hambre, todo se ha vuelto comestible. La vergüenza es la conciencia reprimida del canibalismo, el horror de experimentar el propio cuerpo -y el del otro- como comida. El sujeto resultante de esta ruptura no puede ya mirar con calma y con alegría, despreocupada o desinteresadamente; no puede mirar sin que el objeto de su mirada se convierta en un objeto de consumo; y no puede ser mirado sin que la mirada del otro le convierta, a su vez, en un objeto de consumo. De algún modo, si antes del pecado original, en la idílica vida del Paraíso, estaba prohibido comer, el resultado de este pecado (la consecuencia de haber comido) es un mundo en el que está prohibido mirar. Pero -precisamente- hay que prohibirlo. Los mitos tienen la ventaja de que narran como crónica lo que en realidad es una estructura sincrónica inenarrable. Introducen cortes y discontinuidades allí donde el trabajo (en sentido hesíodico) ni ha empezado ni acabará nunca. Sabemos que no ha habido jamás un estado o un "lugar" en el que, precisamente porque todavía no había que comer(se), se podía mirar (podíamos mirarnos) tranquilamente. Pero sabemos también que sólo podemos concebir esos cortes (incluso mitológicamente) porque la estructura de la prohibición es al mismo tiempo su insustituible condición de posibilidad; porque -es decir- el hambre crónica es sincrónica con la mirada. El propio Génesis no puede dejar de confesar sin quererlo hasta qué punto el Edén no es más que una especie de archianimalidad maciza, en relación a la cual, tras el pecado, el hombre -como consecuencia del mismo- inaugura una animalidad desgraciada, una animalidad extraña, absurda, que puede mirar lo que quiere comerse, que puede contemplar su presa, que puede comer también con los ojos. No hubo jamás un recinto de miradas despejadas y puras: Adán y Eva comieron y "entonces se les abrieron a entrambos los ojos". Ver es el resultado de comer. Que esté prohibido mirar (mirarse), que sea tan incómodo, tan angustioso, mirar (mirarse), quiere decir justamente que tenemos abiertos los ojos y que los tenemos abiertos sobre un mundo que, en virtud de esta apertura, se vuelve todo él, de arriba abajo, comestible; pero en el que esta apertura, al mismo tiempo, nos permite decidir si queremos comérnoslo todo o no. En el que la misma mirada que parece solamente prolongar el hambre se representa objetos que no quiere -que no puede- comerse. Hay dos formas, pues, de proteger los objetos: bajar la cabeza para no verlos o mirarlos allí donde no alcanzamos a comérnoslos.
Si la vergüenza de mirar es inseparable de la necesidad de comer (de comerse), hay una cierta desvergüenza que se yergue, fáustica y casi blasfema, contra el hambre: el hombre. Mientras todos bajan la cabeza, horrorizados de la comestibilidad de los objetos, dos personas -en medio de la multitud- levantan los ojos y se sostienen la mirada: es que van a matarse... o es que se aman. Los amantes, en efecto, suspenden sacrílegamente las consecuencias del pecado (de haber comido) de Adán y Eva; se enderezan los ojos el uno hacia el otro y se miran como si no pudieran comerse. Se tratan recíprocamente como objetos fuera de este mundo, como "maravillas" (mirabilia) públicas -en el pequeño recinto que ellos constituyen- revestidas de tanta existencia, y tan redonda, que nada, uno frente al otro, puede amenazarlos. En lugar de cubrirse, como Adán y Eva, porque están desnudos, se desnudan porque no tienen vergüenza: el amor hace estallar el escándalo teológico -antropológico-, entre el milagro y la ciencia-ficción, de una vida que no acepta el castigo de Dios. Pero el amor -ay-, el amor que se alimenta del aire, el amor que mira por encima de una mesa llena de viandas despreciadas, se rompe los ojos contra la carne. Tiene que escoger, y no puede separar, lo visible de lo comestible. Quiere comerse lo que sólo puede mirar y quiere seguir mirando lo que necesita comerse. Quiere estar Dentro y Fuera al mismo tiempo, ser Uno y el Otro, tener Aquí y Allí al amado. Quiere mirar también con la boca, que es primitiva, ciega, ejecutiva, privada. El amor se vuelve loco entre estas dos distancias antinómicas; se acalora y se exalta y llora dividido como está entre alejar demasiado y acercar demasiado el objeto: la existencia es demasiado lejos para los labios; el abrazo es demasiado cerca para la existencia. Y este deseo de conservar (allí) un objeto que no podemos dejar de abordar (aquí) como sujetos se traduce en la angustia de estar castigados por no aceptar el castigo, en ese dolor igual de infinito pero más punzante que el hambre que hace dos mil años Lucrecio describió de una vez para siempre en el libro IV de De rerum natura: "Pues comida y bebida son absorbidos dentro del cuerpo, y como pueden ocupar en él lugares fijos, se hace fácil saciar el deseo de agua y de pan. Pero de la cara de un hombre y de una bella tez nada penetra en nosotros que podamos gozar, fuera de tenues imágenes, que la mísera esperanza trata a menudo de arrebatar del aire" (dolor que otro poeta, Luis Aldana, expresa en un estremecedor soneto hacia 1560: "¿Cuál es la causa, mi Damón, que estando/en la lucha de amor juntos trabados/con lenguas, brazos, pies y encadenados/cual vid que entre el jazmín se va enredando/y que el vital aliento ambos tomando/en nuestros labios de chupar cansados/en medio a tanto bien somos forzados/llorar y suspirar de cuando en cuando?").
La aventura de ese primate que va rellenando poco a poco su caja craneal vacía, que se pone de pie, que aprende a usar las manos liberando así la boca para el lenguaje, se ve coronada, después de cientos de miles de años, por ese ojo -ese agujero en la malla- que puede mirar las estrellas. Esta insospechada grieta por la que van a entrar avenidas de luz es inseparable, naturalmente, de la historia en la que se abrió; y desde entonces, desde el hombre llamado de Cromagnon (el Adán de la ciencia), la mirada está atrapada sin remedio, enredada en las ganas de comer. El hombre primero agarró con los dientes, después con las manos, después con los ojos, como lo demuestra la experiencia extrema del hambre entre los humanos, la guerra, feroz activadora de la invención, cuya tecnología permite hoy a una mirada extensible casi hasta el infinito "comerse" un país, a diez mil kilómetros de distancia, a través de una ventana. Enredada en las ganas de comer, la mirada puede apetecer incluso las estrellas. "Pienso en esas estrellas que uno ve en lo alto por la noche -dice el imperialista Cecil Rhodes, asomado quizás al balcón de su palacio-, esos vastos mundos que nunca podremos alcanzar. Anexaría los planetas si pudiera; a menudo pienso en eso. Me pone triste verlos tan claros y sin embargo tan lejanos". Las cosas claras lo son porque están lejos, más allá de la punta de los dedos; y esta visión del cielo estrellado, réplica, parodia e inversión de la última página de la Crítica de la Razón Práctica de Kant, prueba que hay una desvergüenza del hambre, contraria al mismo tiempo a la del amor y a la de la moral, a la que hay que seguir prohibiendo levantar la mirada -para proteger las cosas lejanas y claras- porque cada vez que la levanta caen por tierra, como fichas de dominó, mil existencias erguidas, visibles y duras. Pero mirar las estrellas significa también mirar las cosas desde las estrellas, antes o independientemente de la historia del hambre en la que se ha formado la monstruosidad del ojo. Existe, en efecto, un recinto de miradas despejadas y puras, un espacio sincrónico con el hambre crónica en la que podemos ver las cosas tal y como eran (tal y como son en todo momento) antes del pecado y de la comestibilidad general de los objetos que el pecado (de haber comido) introduce en nuestro mundo introduciéndonos en él. Podemos escoger la desvergüenza de comer si no sabemos mantener cabizbaja la mirada; o podemos alzarla con descaro, más allá de la punta de los dedos, donde el mundo es de propiedad pública, y escoger la desvergüenza de la astronomía, de las estatuas, de las uvas pintadas, de los poemas de Lucrecio o de Aldana (o de la filosofía, para la que las ideas, no lo olvidemos, son "imágenes", eidos). El hombre vive por igual -y así lo decide a cada momento- antes y después del castigo de Dios. El arte es, sobre todo, la mirada liberada, al mismo tiempo, del hambre y de la vergüenza -porque libera bajo las estrellas objetos que sólo los pájaros, engañados, pueden desear comerse. De gustibus non disputandum est, sobre "gustos" no hay nada escrito. Pero sobre el "gusto" sí. El "gusto", en efecto, es uno de los conceptos centrales, contrapunto y complemento de la Razón Universal, a partir del cual la Ilustración define un lugar común, una especie de "plaza pública", todas cuyas variantes y transformaciones se inscriben sobre el fondo de un mundo compartido. Entre los más grandes se ocuparon del "gusto" Voltaire, Montesquieu y sobre todo Kant, el cual trata de fundamentar ahí, más allá de la legitimidad de una estética, la condición misma de un "contrato social" entre los hombres, con independencia de las diferencias (de formación, de clase, de fortuna) que los separan. ¿Por qué el gusto? De entre todos los sentidos, lo sabemos, el gusto es el más interno, el más privado, el más "egoista", aquel que aborda las cosas bajo la forma de una aprobación o un rechazo absolutos, al margen de toda discusión ("me gusta", "no me gusta"), y aquel que proporciona al sujeto una percepción enteramente particular de sí mismo. El gusto no puede guardar las distancias, en él las cosas nos afectan directamente y por eso se inscribe, de lo interior a lo exterior, al otro extremo de la "vista". Pero en un mundo en el que hay (ahí) propiedades públicas, en el que, aparte de "víveres", hay también "enseres", objetos erguidos ante los ojos bajo la forma de "representaciones", el gusto asegura que lo que la Razón mira desde las estrellas, el hombre lo pueda mirar desde su boca; que se pueda tener una percepción individual de ese objeto público que el gusto no desgasta (y que sigue, por tanto, allí donde todos pueden verlo); garantiza, en definitiva, una especie de interiorización del universo, el cual se localiza al mismo tiempo fuera y en nuestra lengua, en el mundo y en nuestro paladar. Esta capacidad común a todos los humanos (la de producir "universales sin concepto" a partir de la sensibilidad) es lo que Kant llama "juicio": el milagro banal -pues constituye la imposible, imprevisible, diferencia humana- en virtud del cual la "existencia" puede acercarse a nosotros (hasta afectarnos) sin desaparecer; en virtud del cual puede entrar en nuestro cuerpo sin borrar las distancias. El juicio, esta sinergia del gusto y de la vista, constituye una ecología espontánea de la existencia general: mantiene en pie (y fortalece) el "mundo" del que se alimenta. Con una simplicidad que ninguna pedantería ha superado, en su Essai sur le goût de 1754 Montesquieu nos recuerda la doble dirección del gusto: "Cuando experimentamos placer en ver una cosa que nos es útil, decimos que es buena; cuando experimentamos placer en verla, sin que nos proporcione ninguna utilidad, la llamamos bella". El castellano tiene la ventaja sobre el francés de poseer un verbo para los monumentos y otro para los alimentos; así nosotros diríamos que las cosas útiles están buenas, como se dice de una manzana o de un pastel, y lo son en la medida en que fungen como puros reproductores de la vida. De las cosas inútiles decimos, en cambio, que son bellas (o feas), como de una greca o una flor, y lo son porque no sirven para producir vida sino "mundo". En este sentido, la necesidad para Kant de escribir una Crítica de la razón práctica y también una Crítica del juicio (que originalmente iba a llamarse Crítica del gusto) viene justificada de algún modo por este paralelismo entre dos heteronomías interdependientes: si la moral exige tratar al sujeto como un fin en sí mismo, el juicio presupone igualmente la necesidad de abordar el objeto como un fin en sí mismo, y no como un medio. La mirada desinteresada (desvergonzada) sólo está interesada en la existencia (del objeto). Tratar a un hombre como un "medio", lo sabemos, significa ponerlo fuera de la humanidad (lo que es moralmente injustificable); tratar a un objeto como un "medio" es ponerlo fuera del "mundo" (como hay que hacer, a partir del pecado, víctimas del hambre, con los animales, las frutas y las herramientas). Pero esto que llamamos "mundo", para oponerlo al mismo tiempo a la razón y a la vida; este "mundo" que aprehendemos en el roce del gusto y de la mirada; esta ecología espontánea de las existencias particulares es mucho más que una fuente de placer: es la condición misma de un "espacio público" (de una propiedad pública) en el que los hombres, alrededor de las "maravillas", puedan establecer relaciones desinteresadas y conservar al mismo tiempo la memoria de las mismas. El acuerdo es siempre originario en relación a los desacuerdos adventicios o superpuestos que después hay que deconstruir, y viene dado, no por la capacidad de razonar ni por la mano invisible que concilia presuntamente los intereses contrapuestos, sino por la posibilidad de "gustar" un mundo compartido. La conservación del "mundo" y, con él, el establecimiento de una verdadera ciudadanía política depende menos de la fuerza racional de los argumentos o de la persuasión de las máximas morales que de nuestra manera de mirar las cosas. Que ya no vivimos en el neolítico, que ya no vivimos -aún menos- en la Ilustración, lo demuestra el hecho de que la palabra "publicidad", eje conceptual de la ruptura con el Ancien Régime y condición del redescubrimiento ilustrado de la política, ya sólo evoca en nosotros el flujo reverberante de imágenes propuestas al apetito, concebidas para saciar y aumentar el hambre, instaladas -como su máscara y su vehículo- en el circuito infinito, privado e inmanente de la vida. Porque nuestra forma de mirar no depende sólo del castigo de Dios. Tenemos que escoger ininterrumpidamente entre comer o no comer, entre la desvergüenza de la comestibilidad y la del juicio, entre el descaro de Rhodes y el de Tales, entre el de los banqueros y el de los pintores; y tenemos que escoger en unas condiciones que sólo muy poco tienen que ver con el pecado de Adán. Las relaciones de producción e intercambio de mercancías que llamamos capitalismo, globalizadas menos en virtud de su expansión territorial -ya completa desde hace al menos un siglo- que de su intensión "mundana", constituye una agresión sin precedentes al "gusto" de los hombres. La mercantilización de todas las existencias, unida a la aceleración tecnológica de la renovación de las mercancías en un espacio inalcanzable para la política, determina que todos los objetos, no menos que los hombres, inscriban su presencia -por decirlo con Montesquieu- en el placer biológico de la "pura utilidad"; que las cosas, al mismo tiempo que los hombres, sean tratadas -si seguimos ahora a Kant- como "medios" de la desnuda reproducción de la vida, fuera por tanto del "mundo" y de sus relaciones cincun-spectas. El "gusto", sin "representaciones" independientes y exteriores, se disuelve en la obscuridad de los "gustos", sobre los que no hay nada que escribir ni nada que pensar ni nada que discutir ("me gusta", "no me gusta") y en relación a los cuales lo que está en juego no es el desacuerdo sino la hegemonía; se encierra en el interior de la boca, como garra privada de satisfacciones particulares, en un mundo sumergido en el que incluso las ventanas, los telescopios, las pantallas y las lupas tienen dientes. El proceso de privatización del agua, de la luz, de las semillas es un proceso de liberación (o liberalización) del hambre. El capitalismo es el hambre sin vergüenza. Pero liberar el hambre es privatizar también la mirada, convertir la condición de toda propiedad pública en un instrumento de reproducción privada de la vida. Entre ver y comer ya casi no hay diferencia. ¿Cuántas veces tuvimos que "comernos" la destrucción de las Torres Gemelas? Repetimos las imágenes como repetimos de postre: sólo repetimos, en efecto, aquello que no compartimos, que no podemos compartir, para compensar en la suecesión inmanente (del paladar) lo que nos ha sido expropiado de la trascendencia convergente (de la mirada). Pero esto es muy grave. Ninguna ética, ninguna política puede resistir esta agresión del "gusto". Sin "maravillas" (mirabilia, cosas dignas de ser miradas, lentas, quietas ante los ojos) no hay verdadera "publicidad" y, por lo tanto, nada que conocer ni nada que respetar. Sin estatuas -podríamos decir- los hombres se destruyen por propio gusto. Comer o no comer. Tenemos que repartir mejor el aluvión de uvas de las tierras del planeta (para que dejar de comer no sea una imposición) y tenemos, al mismo tiempo, que volver a pintarlas, las uvas, aunque sea cuadradas, para que no podamos comérnoslas y, mediante esta renuncia o "contrato ascético", con la mirada despejada y pura, dejemos de ser engañados como se dejaron engañar los pájaros de Zeuxis.