Ante el silencio de los intelectuales, el mundo de la farándula, leal a la libertad, ha desatado una catarsis moral contra la guerra de Irak. Los premios Goya de este año, organizados como ritual publicitario del mundo del cine, se han convertido en una sacudida moral a la que no daba crédito el televidente de TVE. Sabemos que el arte es creación porque es capaz de transformar una piedra de mármol en una Pietà, como la de Miguel Ángel. Lo que nos quedaba por ver es que el mundo de la farándula tuviera el valor de conmover moralmente a una conciencia tan resignada como la española, que iba digiriendo los sucesivos atracos a su salud mental y física como si de una fatalidad natural se tratase.
Eso fue lo que ocurrió el sábado cuando, al amparo de un guión que tenía entre otros ingredientes el no a la guerra, fue apoderándose del proscenio y de la platea, de los presentadores y premiados, un grito en dos palabras: Guerra, no. Los habituales de La Primera, macerados como están por los mensajes belicistas del Gobierno, debían andar aturdidos, y no tanto por la contundencia de los comentarios antibelicistas, cuanto por la supervivencia en este país de una especie declarada en extinción: la de la crítica moral a la política. Cuando un alemán corriente veía por causalidad a un superviviente de un campo de exterminio, cuenta Robert Antelme, lo que más le espantaba no era su aspecto físico terminal, sino que tuviera un gesto humano, que perteneciera aún a la misma especie.
EL TELEVIDENTE del No-Do hodierno debía hacerse cruces viendo a esa gente tan simpática, famosa y hasta honorable pensando por su cuenta y, encima, contra el Gobierno. Había que taponar la vía de aire fresco y se hizo en el resumen de ocho minutos que TVE servía a las demás cadenas: se yuguló la noticia dejando fuera los comentarios contra la guerra. Había que impedir que la crítica de los artistas se convirtiera en la mirada desenmascaradora del niño que, en el cuento de Dick Whittington El traje nuevo del emperador, tuvo la osadía de decir que el rey iba desnudo. Pero hay más, la propia TVE alardeó ayer de que la gala había tenido poca audiencia.
No han sido los filósofos, ni los científicos, ni los politólogos los que han desencadenado esta catarsis moral, sino artistas, gente del cine. Debería dar que pensar que en tiempos oscuros como los nuestros, en los que se multiplican las desigualdades y se hacen más lacerantes el hambre y la miseria del mundo, el pensamiento duerma y la compasión descanse. Esos años hemos asistido a un acallamiento del mundo de los intelectuales de lo más sospechoso. La adhesión al poder se hacía bajo la fórmula del silencio, sin la grandeza de quien explica públicamente las razones de su acuerdo, tal y como ha hecho tantos intelectuales franceses, antaño rojos y hogaño centrados.
La guerra, sin embargo, no tolera disimulos. Si en algún momento se pudo hablar de guerra justa --afirmación harto discutible-- no es posible ya, una vez que las armas de destrucción masiva no distinguen entre combatientes y población civil. Al contrario, como bien muestra todo el siglo XX, se busca el castigo de esa población, punto sensible de la sociedad, para derrotar al adversario. Y lo de la guerra preventiva está fuera de catálogo.
Si EEUU consigue atraer a sus tesis a los miembros del Consejo de Seguridad, habrá que prepararse para un bombardeo mediático. Ahora bien, la moralidad o inmoralidad del conflicto no pasa por la aprobación o el desacuerdo de la ONU. A estas alturas, una guerra democráticamente decidida sigue siendo una guerra sin justificación moral, porque sólo sabemos el sufrimiento que va a causar entre inocentes y nadie nos explica qué males consigue impedir.
EN LOS AÑOS 30 floreció una cultura belicista, cultivada por gente tan dispar como el filonazi Ernst Jünger, el jesuita Teilhard de Chardin y hasta por el propio Unamuno, que veían en la guerra el momento de una catarsis colectiva y la ocasión del desarrollo de las virtudes más heroicas. Hasta ahí no han llegado, de momento, los apologetas del conflicto, aunque no es descartable en el futuro.
Pero siempre estarán los artistas que, empujados por su poder creativo, romperán el guión preestablecido y someterán sus lealtades al poder de la libertad, mal que le pese a la ministra Pilar del Castillo, que parece preferir artistas que no se salen del guión y se atienen a los dictados de la casa anfitriona, que es la suya.