La criminalización de los movimientos de contestación
Carlos Taibo
MOC Carabanchel
Aunque los hechos que se desarrollan en Salónica desde finales de junio (la represión más descarnada acompañada de irregularidades sin cuento y de una sesuda y manipulatoria campaña mediática) son inquietantes por sí solos, su relieve se antoja tanto mayor cuanto que ilustran una deriva planetaria que se ha hecho singularmente palpable tras los atentados del 11 de septiembre de 2001.
Y es que no debe olvidarse que a partir de esa fecha ha cobrado cuerpo en EEUU un sinfín de aberraciones. Al amparo de la USA PATRIOT ACT se han registrado fenómenos preocupantes, como es el caso de la detención, durante períodos prolongados y sin que se abriese causa legal alguna, de más de un millar de ciudadanos cuyos nombres no se hicieron públicos; de interrogatorios sumarios realizados a varios millares de jóvenes de origen árabe; de registros domiciliarios sin apenas restricciones; de escuchas telefónicas y controles exhaustivos de las comunicaciones por correo electrónico; de violaciones del secreto que afecta a los datos bancarios; de operaciones de vigilancia de las conversaciones entre abogados y clientes, y de la posibilidad de declarar "terrorista" a cualquier organización que se presuma ha tenido alguna relación con grupos o personas de tal carácter. Para que nada falte, se han sentado las bases de la creación de tribunales marciales que deben disfrutar de una significativa condición de extraterritorialidad. En un escenario como Guantánamo, en el que se ignora de forma deliberada lo estipulado por las convenciones de Ginebra, no opera la presunción de inocencia, los acusados no pueden elegir a sus defensores, el derecho de apelación se conculca y, en fin, para pronunciar una pena de muerte basta con el voto favorable de dos tercios de los jueces. Nuestra civilizada UE no está libre, sin embargo, de tales aberraciones. En el Reino Unido se aprobó en diciembre de 2001 una legislación antiterrorista que a los ojos de Amnistía Internacional estaba llamada a desplegarse al margen de cualquier suerte de garantías legales. En Francia han ganado terreno en los últimos meses medidas similares. En Alemania la policía puede expulsar a ciudadanos extranjeros en virtud de meras sospechas. En Italia se han discutido leyes que deben permitir la comisión de delitos a los servicios de inteligencia y seguridad. Entre nosotros, en fin, se prohíben las manifestaciones de quienes disienten de normas que han abocado en la ilegalización de fuerzas políticas al tiempo que arrecian las medidas de demonización de los movimientos que plantan cara a la globalización capitalista y que se endurecen (y esto no tiene precisamente un relieve menor) las normas legales aplicadas a los inmigrantes pobres.
En semejante teatro, lo que ha ocurrido en los últimos meses en Salónica no es en modo alguno una excepción: se trata, antes bien, de un fidedigno termómetro que ilustra que la agresión frente a derechos y libertades, y con ella la conculcación de garantías elementales, tiene un cariz planetario y en modo alguno responde al propósito de hacer frente a eso que se ha dado en llamar "terrorismo": su objetivo principal estriba, antes bien, en amedrentar a quienes disienten de un orden internacional extremadamente injusto. El procedimiento, por lo demás bien conocido, reclama siempre una abrupta distorsión de los hechos, la demonización de sus supuestos responsables y, en suma, la franca criminalización de los movimientos de contestación.