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La vieja Europa

25 de octubre del 2003

El tamaño de la revolución
Carlo Frabetti
Rebelión
Debo reconocer que cuando, en mi juventud, visité algunos países de la Europa del Este, me llevé una amarga decepción. Junto a logros innegables y muy importantes, percibí un generalizado desánimo, un excesivo silencio, una difusa tristeza social. Tuve que admitir ante mí mismo que, tal vez por comodidad o cobardía (es decir, en función de unos privilegios personales a los que me resistía a renunciar), prefería vivir en la seudodemocrática Italia o en la España tardofranquista.

Se ha hablado mucho de las causas del fracaso del socialismo soviético: la elitización de la nomenclatura, la hipertrofia de la burocracia, la ineficiente planificación económica... Y sin duda son estas (sin olvidar el implacable acoso del imperialismo estadounidense y del mundo capitalista en general) las causas últimas del desmoronamiento del llamado "socialismo real". Pero cabría señalar, como causa inmediata (consecuencia de las anteriores, pero causa a su vez de la fragilidad del tejido social), la tristeza colectiva. La revolución es necesariamente dura, pero no puede ser triste.

La ineficacia económico-administrativa de la Unión Soviética (baste recordar el estrepitoso fracaso de los "planes quinquenales") se debió, en buena medida, a su gigantismo. Si el telégrafo hizo posible la revolución, para gestionarla habría sido necesaria la informática. (No hace mucho, en Quito, hablaba con el matemático escocés Paul Cockshott y el físico cubano Raimundo Franco de la necesidad de crear un nuevo hardware para poder planificar eficazmente la producción de un país industrializado: ni siquiera las poderosas herramientas informáticas actuales son suficientes para ello.) Y una gestión ineficaz propicia la hipertrofia de la burocracia --la "sobrerrepresión", como diría Marcuse-- y la corrupción (y viceversa). Es decir, la tristeza colectiva, el deterioro del tejido social.

No me parece exagerado afirmar que una de las claves del triunfo de la revolución cubana fue (sigue siendo, puesto que una revolución no es un hito histórico sino un proceso continuo) su reducido ámbito territorial y demográfico. Cuba tenía, al comienzo de la revolución, una población equivalente a la de Madrid, y en la actualidad no supera la de algunas grandes ciudades. Tal vez tenga que ser esta (al menos al principio, al menos por ahora) la escala de la revolución, su tamaño humano, la dimensión de su entusiasmo, de su irrenunciable alegría de vivir. Tal vez la revolución, como ocurrió con la civilización misma, tenga que germinar y consolidarse en pequeños e intensos focos, capaces de irradiarla luego a su alrededor, de transmitirla por emulación, como se transmiten los grandes descubrimientos, como la está transmitiendo Cuba a toda Latinoamérica.

Lo cual, por cierto, conferiría un sentido trascendente, revolucionario, a determinados proyectos nacionalistas planteados desde la izquierda. Tal vez en Euskadi sea posible, por sus abarcables dimensiones y su fuerte cohesión social, llevar adelante, a partir de la autodeterminación, un proceso capaz de culminar en una democracia realmente participativa. (No me parece casual que el pueblo vasco sea, junto con el cubano, uno de los más hospitalarios y vitales del mundo, puesto que estas cualidades dimanan de un tejido social tupido y sólido, la clase de tejido capaz de resistir los zarpazos de los opresores.) Y esa potencialidad transformadora --revolucionaria-- es también la clave del encono con que tanto los neofascistas como los socialdemócratas atacan el nacionalismo vasco (que es el mismo encono con que atacan a Cuba). Porque podría convertirse en una alternativa real, viable, a la globalización neoliberal, al pensamiento único, al neocolonialismo imperialista, al capitalismo, en última instancia. Y podría cundir el ejemplo.

http://www.nodo50.org/contraelimperio