El Correo
A principios del mes de octubre que hoy iniciamos se cumplen cuatro años del comienzo de la segunda guerra ruso-chechena postsoviética. Una guerra que no ha terminado, por mucho que las bravuconadas de los responsables militares en Moscú anuncien lo contrario. Y no sólo se trata de que la resistencia a las acciones del Ejército ruso siga siendo palpable en las montañas meridionales de la república secesionista: la guerrilla -bien es verdad que a través de atentados comúnmente suicidas- parece haber mejorado su capacidad de asestar golpes en las ciudades emplazadas en las llanuras septentrionales del país.
El de Chechenia es uno más de los muchos conflictos de los que los medios de comunicación se desentienden. Su presencia en ellos queda reducida a una circunstancia bien conocida: Chechenia sólo ocupa espacio en periódicos y telediarios cuando se revela el espectáculo de las acciones militares de la guerrilla (no las del Ejército ruso, invisible a los ojos de nuestros medios, y ello por mucho que organizaciones como Amnistía Internacional hayan tenido a bien recordar las constantes violaciones de los derechos humanos más básicos protagonizadas por unos militares que gozan de manifiesta impunidad). Y al respecto no está de más agregar que la reaparición episódica del contencioso checheno de la mano de la toma del teatro Dubrovka de Moscú, un año atrás, en nada benefició a nuestra comprensión del conflicto de fondo. En los tiempos que corren no es un uso habitual entre nosotros preguntarse por qué un puñado de jóvenes decide poner en peligro su vida a través de una acción como la del teatro moscovita.
Es innegable, por lo demás, que el presidente ruso, Vladímir Putin, ha ganado la batalla mediática allende las fronteras de su país. Para ello se ha servido de una nada sutil combinación de fáciles simplificaciones -el conflicto de Chechenia no remite a otra circunstancia que al terrorismo más abyecto, con Al-Qaida moviendo sus peones en el Cáucaso septentrional- y de medidas de cara a la galería entre las que despuntan el fantasmagórico referéndum celebrado la primavera pasada y las elecciones de este otoño. A duras penas sorprende que semejante combinación de simplezas y manipulaciones haya calado hondo en las cancillerías occidentales: aunque muchos se empeñen en olvidarlo, éstas llevan años mirando hacia otro lado cuando se trata de encarar un desastre, el de Chechenia, cuya magnitud queda reflejada en las fotos de Grozni, una ciudad machacada al estilo de Dresde sesenta años atrás.
Obligados estamos a recordar de nuevo que comportamientos similares han pasado a impregnar al grueso de nuestros medios de comunicación. Aunque admitamos, y no es mucho desafuero, que lo que impera en estos es, sin más, la desidia que invita a recelar de todo aquello que no produce primeras planas, convengamos en que no faltan conductas más aviesas. Una de ellas la proporciona la alarmante aceptación -tan de estos tiempos- de que el conflicto de Chechenia se resume razonablemente de la mano de la cándida afirmación de que enfrenta a una malhadada guerrilla terrorista y a una maquinaria estatal merecedora de todos los respetos. Otra la aporta un sinfín de vergonzantes prejuicios xenófobos que inducen a tomar partido contra barbudos y sucios orientales, y en provecho de un civilizado ejército federal. La última de las aberraciones no es otra que el designio, ya glosado, de rehuir una operación que en otras condiciones se antojaría inevitable: la de examinar por qué se ha llegado hasta aquí y, en paralelo, la de desacralizar los derechos de los Estados y recordar la ignominia de muchos de sus comportamientos.
No faltan los desafueros, en fin, en determinados segmentos de la izquierda que, significativamente, han optado también por darle la espalda a lo que sucede en Chechenia. En unos casos son gentes que, sorprendentemente, siguen mostrando un ilimitado arrobamiento cuando se trata de una Rusia entendida como el último baluarte que queda en el camino de la hegemonía norteamericana. En otros lo que despunta es, antes bien, la idea de que desde 1991 ha sido Estados Unidos el que ha movido, de manera soterrada, los hilos de la resistencia chechena. Si esa idea ha tenido algún fundamento, en este momento y hora, y al amparo de la luna de miel que viven Bush hijo y Putin, su predicamento parece escaso. Y es que, aunque nadie con dos dedos de cabeza puede ignorar que Washington ha pujado con claridad por hacerse con el control de áreas geoestratégica y geoeconómicamente jugosas como es el caso del Cáucaso, ello en modo alguno puede ocultar que la principal maquinaria de terror de cuantas operan en Chechenia es, con toda evidencia, el Ejército ruso.