Esta es, exactamente, la consigna que continúa levantando el pueblo argentino a un año de los sucesos que tiraron al cubo del olvido y el desprecio colectivo al suegro de Sakira. Ahora bien, ante este grito se abre un inédito panorama: es el primer país que clama por el fin absoluto de toda su dirigencia política. (Y esto lleva implícito, por supuesto, al resto de los otros poderes: jurídico, legislativo, militar. La iglesia en esta oportunidad, no quiso cometer el error de los tiempos de la dictadura y se volcó decididamente a la defensa de las reivindicaciones populares). No se grita "que se vayan todos", pero al mismo tiempo pidiendo que, al menos, quede uno, para mantener cierta imagen de estructura de poder. No, se exige que el último que se vaya apague la luz de la Casa Rosada. El abismo entre los viejos partidos políticos y la opinión pública es tal, que ese territorio de la nada en el que se ha convertido la Argentina institucional, ha llevado incluso a sugerir a los teóricos rapiñeros del imperio, que la administración del Estado Nacional argentino debería estar en manos de políticos y economistas extranjeros. La política es hoy una mala palabra en Argentina. ¿Qué diablos ha sucedido para que la pobreza se haya convertido en miseria, la miseria en indigencia y la indigencia en manipulados saqueos? En primer lugar, creemos que se deben despejar tópicos, falsas interpretaciones e interesadas informaciones. Argentina es un país rico. Punto. Hasta aquí, esa definición tiene algo de entelequia y otro poco de realidad. Si se entiende por "país rico" aquél que posee excedentes de materia prima, Argentina lo es. Si se entiende por "país rico" aquél que posee la ciencia de volcar sobre su gente el producto de tal riqueza, entonces, Argentina no lo es. Así de sencillo. Como decía el viejo Yupanqui en su canción: "las penas son de nosotros, la vaquitas son ajenas".
La Argentina no se acostó una noche Bélgica y se levantó al otro día Etiopía. Lo que está pasando es la manifestación de un proyecto ultraliberal llevado hasta las última consecuencias, es decir, consumar el vaciamiento del país, poniéndolo en manos de las grandes corporaciones internacionales. Y no hay mejor aliado de estas monstruosas organizaciones financieras que los políticos corruptos indígenas. Ese contubernio es un esqueje que penetra en la economía social para reproducirse y hacer aún más abismales los desniveles de vida, o mejor dicho, de supervivencia de la mayoría. Argentina nunca fue un país desarrollado, nunca fue una potencia económica. Pudo disfrutar, eso sí, de momentos coyunturales de cierto bienestar, muchas veces producto de un maniqueismo asistencial con puros fines electoralistas. El desarrollo de una burguesía acomodaticia que tras la segunda guerra mundial pudo usufructuar los beneficios que llegaban de una Europa asolada no impidieron, sin embargo, que la más tradicional oligarquía mantuviera en definitiva los grandes resortes de una economía agropecuaria que seguía sosteniendo el sistema en su más profunda y rancia expresión.
Desde el fondo de esa oligarquía, precisamente, llegaron las dictaduras militares y los planes económicos que fueron moviéndose desde un sutil desplazamiento de poderosas familias latifundistas hacia el mundo de la banca y las finanzas, acabando por fin, en la década de los noventa con la entrega más insultante de toda la riqueza nacional directamente ya a las multinacionales y a las corporaciones intrafinancieras. Todo eso se llevó a cabo bajo la bandera del peronismo con el apoyo irrestricto del resto de las fuerzas políticas tradicionales. Las consecuencias no sólo son esos documentales con niños esqueléticos sino también la reacción provocada en esa clase media (la misma de ayer) que vio afectados sus intereses y salió a reclamar sus ahorros abollando cacerolas y golpeando las protegidas puertas de los bancos. Esa clase media también fue cómplice de este modelo cuando el modelo vivió -ficticiamente- sus momentos de miel. Las cacerolas son, en síntesis, un utensilio de cocina y también de autocrítica.
Intentemos un escorzo: la gente no quiere a ningún político en la política. Hay un llamado a elecciones para dentro de tres meses. Todos los candidatos son viejos conocidos. El peronismo se destroza en sus disputas internas; los candidatos radicales se insultan llamándose corruptos unos a otros; la izquierda se atomiza -como siempre- y no ofrece programa posible. ¿Qué queda entonces? La democracia no puede caer. ¿Podrá el pueblo autogestionar toda una nueva estructura política camino al poder? ¿Superará la clase media el temor a los sectores más deprimidos para unirse en un proyecto común? ¿Existe el peligro de una salida fascistoide con la aparición de un mensajero mesiánico que venda un discurso creíble pero de contenido secreto? Hace un año caía un estilo de hacer política. Aún no surgió otro. La realidad de hoy es que, ni se van todos los que están, ni vienen todos los que quieren venir.
¿Cómo salir de esta trampa?