Esplendor de Buenos Aires en la luminosa primavera austral. Volver a esta ciudad procura siempre un intenso placer, indefinido y profundo. Vengo a presentar mi libro Guerras del Siglo XXI en una de las más bellas librerías del mundo, el Ateneo Grand Splendid, situado en la avenida Santa Fe, un antiguo teatro con balcones y palcos señoriales, desembarazado de sus butacas y restaurado con el más exquisito gusto. Todo respira orden, lujo y voluptuosidad. Un paraíso para el lector. Me acompañan en la presentación dos periodistas legendarios, Horacio Verbitsky y Carlos Gabetta. Hablamos de la situación internacional. Del próximo conflicto, cada día menos evitable, contra Irak. Evocamos asimismo la guerra ecológica, y también -¿cómo no, en la más importante ciudad gallega del mundo?- del naufragio del Prestige y del desastre de la marea negra que está desfigurando nuestra añorada Galicia.
Todo esto interesa sin duda a los oyentes, pero siento que lo que desean realmente es hablar de Argentina, de su propio naufragio económico y de su desastre social. Ya la víspera, en el aula magna de la Facultad de Derecho, donde daba una conferencia sobre el mundo en la nueva era imperial con ocasión de la presentación de un librito de conversaciones conmigo que acaba de publicar el periodista Jorge Halperin, se sentía que la gente deseaba sobre todo evocar la situación en Argentina. Es normal. Lo que ha ocurrido aquí es de manual y de antología. Y sobrepasa el entendimiento.
El 19 de diciembre hizo un año que se derrumbó este país. Exasperados por medidas económicas aberrantes, miles de ciudadanos se amotinaron y fueron baleados sin piedad por las fuerzas del orden. Este crimen provocó la furia del pueblo que se levantó en masa, en la capital y en provincias. Mientras se proseguían los desórdenes y se asaltaban bancos y comercios, el presidente De la Rúa tuvo que dimitir. La Argentina entró en un período de turbulencias que duró varias semanas y causó decenas de muertos. La moneda, el peso, desligado del dólar, se hundió. Se prohibió el acceso a los ahorros depositados en los bancos. Millones de argentinos se encontraron, de la noche a la mañana, desposeídos de su propio dinero. La clase media, principal afectada, naufragó en la pobreza. Quince años de descabelladas experiencias neoliberales desembocaban en el mayor desastre económico de la historia de este riquísimo país.
El derrumbe argentino de diciembre del 2001 es simétrico a la caída del muro de Berlín de noviembre 1989 en la medida en que ésta demostró que el socialismo autoritario, sin democracia y sin mercado, no tenía futuro, mientras el sismo de Argentina significaba que el neoliberalismo dogmático, antisocial e insolidario, funcionaba menos aún. Y esto lo han entendido no sólo los argentinos sino todos los latinoamericanos. Prueba de ello ha sido la elección de Lula en Brasil, y de Lucio Gutiérrez en Ecuador, con programas hostiles al neoliberalismo; y en Venezuela, el ardor redoblado de los partidarios del presidente Hugo Chávez, quien en estos momentos sigue resistiendo a los embates golpistas de los fanáticos de la globalización.
Un año después, ¿cómo va Argentina? Yo diría: mejor. Sigue siendo terrible para millones de habitantes reducidos al trueque, o a recoger cartones en las basuras, y hasta -horror de los horrores- condenados a morirse de hambre ¡en el país del trigo y de la carne! Pero lo peor ya pasó. El paro ha cesado de agravarse. Las exportaciones están en aumento. Frente al dólar, el peso ha dejado de bajar. La inflación se estabiliza. La gente ya puede de nuevo acceder a sus ahorros bancarios.
En esta víspera casi estival de las fiestas de fin de año, en ese pulmón palpitante que es la vibrante calle Florida, en el corazón de Buenos Aires, se siente despuntar un renovado entusiasmo.