Argentina- Bolivia
¿Hacia la dispersión del Estado?
Raúl Zibechi
Primero fueron los cortes de ruta de los desocupados que impedían la circulación
de las mercancías, decían, porque ya no es posible protestar paralizando las
fábricas, cerradas en los 90 por la política neoliberal de Menem. Luego llegó el
acoso a los bancos por las clases medias enfurecidas por el robo de sus ahorros,
hostigamiento tan eficaz que consiguió borrarlos del mapa ciudadano durante
algunos meses: las más serias firmas de las finanzas debieron parapetarse detrás
de gruesas e impenetrables vallas metálicas, a tal punto que era difícil
adivinar que detrás de ellas permanecía una estructura de gerentes, jefes,
contables y administrativos.
Más de dos años después del 19 y 20 de diciembre, y luego de un año largo del
gobierno de Néstor Kirchner, que mantiene en pie la voluntad explícita de
apaciguar la protesta sin acudir a la represión, las multitudes enfurecidas
ocupan, agreden o queman un promedio de una comisaría por semana. Incluso el
ministro de Seguridad de Buenos Aires, declaró a Página 12 el miércoles
30, que las comisarías "son el blanco de la ira popular" pero que son un
"fenómeno espontáneo y empático", por el clima de crispación social y la enorme
insatisfacción de la población.
La conciencia básica instalada en la sociedad argentina es que las muertes de
jóvenes, los secuestros extorsivos y los robos más comunes (en suma, lo que
consideramos como criminalidad) es obra y gracia de la policía. Que es casi lo
mismo que mentar a la dictadura. Así están las cosas en el período más
apaciguador y reconciliador del Estado argentino. ¿Podría imaginarse qué
sucedería en el caso –promovido por las derechas políticas, económicas y
mediáticas- de que el Estado argentino vuelva a utilizar la fuerza para sofocar
la protesta?
En Bolivia la rebelión social marcha por senderos similares. El reciente
ajusticiamiento del alcalde de Ayo Ayo por parte de sus vecinos, quienes lo
acusaban de corrupto (o sea, de haberse robado "sus" dineros), da la pauta de la
profunda deslegitimación del Estado. Un Estado que marcha a la deriva desde que
las multitudes de Cochabamba le impusieron, en abril de 2000, la revocación de
la privatización del agua, mediante una revuelta en la que participaron todas
las capas sociales de la ciudad. En esa ocasión, la multitud desplazó al Estado
y destituyó la figura de la representación; el cabildo abierto se convirtió en
el órgano deliberativo y ejecutivo de una sociedad en rebelión.
La situación volvió a repetirse en varias ocasiones en los años siguientes,
hasta que en octubre de 2003 se expandió a todo el país, desde su nuevo
epicentro en la ciudad aymara de El Alto. Desde entonces, el presidente Carlos
Mesa está sentado sobre un volcán: como su homólogo argentino, no puede
permitirse disuadir la protesta con represión -si no quiere sufrir el destino de
su antecesor, Sánchez de Lozada-, y su principal empeño es evitar que se repitan
los hechos que pautan la historia reciente de Bolivia, desde la "guerra del
agua" de 2000.
El principal punto de las agendas de Kirchner y Mesa es recuperar la legitimidad
del Estado: por eso el próximo 18 de julio se celebrará un cuestionado
referéndum para dirimir el destino del gas boliviano; por eso la Casa Rosada no
puede permitir aumentos de las tarifas de los servicios privatizados por el
menemismo. De alguna manera, son prisioneros de una situación social que no
controlan.
Tanto en Argentina como en Bolivia –en alguna medida también en Perú y
potencialmente en Ecuador- funciona una suerte de "máquina de dispersión" de los
Estados nacionales. El propio ministro de Defensa argentino, José Pampuro,
reconoció días atrás que Bolivia puede marchar hacia su "libanización" como
consecuencia de los conflictos sociales y políticos. Mientras, las elites de
Santa Cruz (la región más rica y próspera del país, pero también la más mestiza)
amenazan una y otra vez con la fragmentación del país. Una actitud muy similar a
la de la burguesía de Guayaquil luego de la insurrección india de enero de 2000,
que acabó con el gobierno de Jamil Mahuad y ocupó durante unas horas algunas
instalaciones del poder formal en Quito. O en Argentina luego del 19 y 20 de
diciembre, cuando los gobernadores provinciales tenían más poder que los
alicaídos presidentes que sobrevinieron a la revuelta.
No debería, empero, mirarse hacia arriba para encontrar el origen de esas
fuerzas centrífugas; si bien es cierto que el modelo neoliberal debilita estados
nacionales y las elites locales acompañan esa dinámica global. Por el contrario,
esa potencia -novedosa, inquietante- emerge desde las capas más profundas de las
sociedades. En las quemas de las comisarías argentinas y en el ajusticiamiento
de alcaldes, no tienen la menor injerencia los movimientos de piqueteros y
aymaras. Aunque quisieran, no podrían contenerlos. No es el "movimiento social"
en el sentido clásico, el responsable de estos episodios. ¿Cómo entonces?
En algunos países los llamados excluidos, los habitantes del "sótano", han sido
capaces en un largo proceso de crisis de los Estados benefactores, de tejer
lazos y vínculos sólidos. En base a esos lazos, buena parte de los nuevos pobres
encuentran formas de sobrevivencia que están convirtiendo en alternativas de
vida, incluyendo la producción, la salud y la educación. Esas nuevas relaciones
sociales son de carácter comunitario; de forma explícita en las regiones andinas
y en las áreas rurales, de manera menos evidente pero no menos potente en las
periferias de algunas grandes ciudades. La lógica de estas comunidades –que
nacieron contra el Estado- es "una lógica de lo centrífugo, una lógica de lo
múltiple", siguiendo a Pierre Clastres en su Arquelogía de la violencia.
Para existir, simplemente para seguir siendo, cada vez más pobres de nuestra
América se dan formas de vida que suponen la negación del Estado hacia adentro,
mecanismo que "naturalmente" funciona como "máquina de dispersión" contra la
"máquina de unificación" estatal.