La autonomía
es más que una palabra
Por Raul Zibechi
La Fogata
(Reflexiones a propósito del Enero Autónomo)
¿Porqué necesitamos la autonomía? Porque somos diferentes. Esta
afirmación sencilla, que pertenece a Héctor Díaz Polanco, asesor de los zapatistas
durante los Acuerdos de San Andrés, encierra el nudo de la cuestión autonómica.
El hecho de que seamos diferentes pone en el centro del debate la cuestión de
la cultura popular, o la cultura de los sectores populares, ya que en ella radica
lo que nos hace diferentes.
El debate sobre la autonomía en Argentina comenzó a principios de la década
de 1990 con la reivindicación de la autonomía del Estado, de los partidos políticos
y de las centrales sindicales. Se trataba de garantizar la independencia de
los grupos y organizaciones que estaban surgiendo por fuera del sistema político
y de partidos. Era una resguardo defensivo, necesario en las etapas iniciales
de la construcción de una nueva camada de organizaciones y grupos, que rechazaban
la tutela de partidos y sindicatos. Aún hoy, una década después de que surgieran
cientos de grupos autónomos, el carácter “defensivo” de la propuesta sigue siendo
el aspecto dominante, aunque comienza a adivinarse en las prácticas cotidianas
la voluntad de ir más allá. O sea, de darle carne –encarnar- a las prácticas
autonómicas.
¿Cómo se está encarnando la autonomía en las prácticas cotidianas? ¿Creemos
realmente que existe una cultura popular diferenciada de la hegemónica? Si lo
creemos, se trata no de “rescatar” la “cultura popular” (elijo este nombre de
forma un poco arbitraria) sino de potenciarla. O sea, darle fuerza, hacerla
emerger, reconocerla y, quizá la tarea más difícil, separar en la cultura popular
los aspectos liberadores de los opresores. Porque en la cultura de los sectores
populares –y muy en particular de los marginalizados por el sistema- existen
múltiples aspectos que son formas interiorizadas de la dominación. Entre ellas,
por mencionar las más evidentes, el machismo, el punterismo y las diversas formas
de opresión que reproducen el capitalismo incluso en el interior de nuestros
movimientos.
La autonomía no es más que el ejercicio del autogobierno, o sea la autodeterminación
individual y colectiva. En este sentido, necesitamos la autonomía para superar
la opresión y la explotación, construyendo nuevos poderes descentralizados,
de abajo hacia arriba. Pero estos poderes, estas prácticas de autonomía, necesitan
encarnarse en un territorio. Sin territorio, propio, autocontrolado, no existe
la menor posibilidad de construcción autonómica. Claro está, que las autonomías
territoriales no pueden quedar encorsetadas en territorios-islas separadas del
resto, ya que no producirán ningún cambio real en la sociedad.
Una mirada larga en el tiempo permite ver lo siguiente: hace diez años la pelea
era por la creación de grupos autónomos, autogobernados por sus integrantes.
Eso ya está ganado, tanto entre algunos grupos de desocupados como entre algunas
asambleas barriales y otros colectivos. Unos y otros empezaron, en el entorno
del 19 y 20 de diciembre (los piqueteros primero, las asambleas más tarde),
a crear espacios físicos en los que la autonomía se pone a caminar. Así como
la creación de los grupos autónomos fue la particularidad de los primeros años
de la década de 1990, la creación de espacios para la sobrevivencia y la resistencia
(comedores, ollas, puestos de salud, emprendimientos productivos, etc.) es la
principal característica del período actual, que se inicia más o menos hacia
el 2000, en uno de los picos más altos de la oleada de movilizaciones. La creación
de pequeños espacios autogobernados y la horizontalidad, son los aspectos nuevos
que aporta el movimiento actual respecto al viejo movimiento obrero.
Pero el arraigo territorial presenta algunas dificultades y desafíos. Los grupos
han sido capaces de construir espacios autónomos “de los galpones hacia adentro”.
Esto pareció necesario, imprescindible, en la primera etapa de creación de las
nuevas realidades, que necesitaron afirmarse a contracorriente para poder nacer
y sobrevivir. Luego de casi siete años, estas experiencias colectivas buscan
ir más allá, ganar nuevos espacios, expandirse. De lo contrario, sienten que
pueden quedar ahogadas en los propios galpones. No se trata de un debate teórico,
sino de los debates que ya están teniendo algunos colectivos en base a la reflexión
sobre los límites del trabajo realizado hasta ahora.
Encarnar en el territorio
El proceso del movimiento indígena parte de las comunidades, a las que considera
las células de la autonomía, y se va expandiendo como manchas de aceite, hasta
conformar verdaderas regiones autónomas. En algunos casos, como el zapatismo,
se trata de autonomías regionales instituidas a través de los Caracoles, aunque
no reconocidas formalmente por el Estado. En otros, en particular el caso de
los aymaras bolivianos, se han crado regiones autónomas de hecho, en las que
el control territorial no se reconcoe abiertamente pero que en los hechos supuso
la expulsión del Estado de amplias zonas que son gobernadas por los municipios
controlados por la comunidad. Ciertamente, la defensa de los territorios autónomos
demanda una lucha contínua, que se convierte a menudo en guerra social frente
al Estado.
Los grupos de desocupados (y algunas asambleas barriales) son, de hecho, organizaciones
de base territorial pero sin control de territorio. O, mejor dicho, con un control
territorial parcial, incipiente, fragmentado. Algunas experiencias (Mosconi,
Zanón, que no por casualidad están en el ojo del poder), parecen contar con
un arraigo territorial más sólido, quizá por tratarse de pequeñas ciudades en
las que la construcción de consenso social ha estado facilitada por la escala
de la población. En general, parece que vivimos una transición desde los grupos
autónomos hacia territorios autónomos. Como toda transición, es desordenada,
despareja, en la que lo nuevo no acaba de nacer de forma nítida y clara. Muchos
grupos ya controlan micro-territorios dispersos en sus barrios o en otros lugares,
muchos de ellos situados en los propios espacios familiares que esas familias
ponen a disposición del movimiento.
Se trata de un proceso largo que no depende sólo de los espacios físicos, sino
sobre todo de la posibilidad de construir comunidades –y por lo tanto de territorios-
en cada barrio en los que están enclavados. En este punto no contamos con experiencias
urbanas recientes (apenas las de Villa El Salvador en Lima y El Alto en La Paz),
y la mayor parte de las experiencias conocidas se asientan en las comunidades
indias en las zonas rurales de México, Ecuador, Bolivia y otros países.
En la periferia de las grandes ciudades, predomina la fragmentación, el enfrentamiento
entre pobres alentado por el Estado, la dispersión de las experiencias organizativas.
No existen comunidades asentadas en territorios, y la base territorial que podemos
tomar como referencia es el barrio, donde predomina la fragmentación. Sin embargo,
hubo algunas experiencias muy valiosas de creación de verdaderas comunidades
(que son las células de la autonomía para los indios), en el primer período
de la creación de los asentamientos, hacia comienzos de la década de 1980. Esas
comunidades –hermanadas por el arduo trabajo de la ocupación de predios y la
construcción de barrios- fueron una posibilidad que terminó dispersándose por
la acción conjunta del Estado y los partidos, pero también (y esto me parece
fundamental) por la escasa atención y preocupación dada en aquel momento a la
construcción de los nuevos barrios como espacios de autonomía colectiva.
Es posible aprender de aquellas notables experiencias. Las ocupaciones y la
creación de nuevos barrios fueron impulsadas por las comunidades eclesiales
de base, que con el tiempo se debilitaron y dispersaron. Quizá, abusando un
poco en la comparación, podemos pensar en cierta similitud entre aquellas comunidades
y los grupos actuales, como los dinamizadores de la construcción de barrios-comunidades
que obtengan un control territorial. El territorio es un espacio político; el
espacio geográfico en el que se desplegan las nuevas relaciones sociales. El
camino emprendido va en esa dirección; puede parecer exagerado, imposible, más
allá de las fuerzas actuales. Pero, ¿quién se hubiera imaginado hace diez años
que existirían los actuales grupos con la cantidad y calidad de emprendimientos
que tienen? Insisto, es un proceso largo, pero es la única posibilidad de que
la autonomía sea algo más que un lema defensivo o una cuestión meramente ideológica.
El desafío es más grande aún, en la medida en que no hay experiencias previas
en el ámbito urbano; o sea, se trata de crear, probar, fracasar, y así. El pasaje
de los grupos autónomos a territorios autónomos, por más pequeños que sean,
será un proceso prolongado de resistencias y luchas.
Probablemente, en este objetivo de construir algo nuevo, no sólo más grande
sino diferente, los actuales grupos sean buenos para iniciar la tarea, pero
en algún momento pueden ser una traba. Quizá haya que pensar en la posibilidad
de que los grupos actuales sean superados por la nueva realidad en construcción
y, por lo tanto, deberán estar dispuestos a “desaparecer”, sin aferrarse a las
identidades actuales.
La autonomía se construye de abajo a arriba Existe un importante debate suscitado
por los zapatistas acerca de la escala de la autonomía. Las dos posiciones en
pugna tratan sobre si la autonomía debe ser sólo comunal o extenderse al ámbito
municipal y regional. Claro, en Chiapas y en la mayoría de las zonas indígenas
los municipios son pequeños, con poblaciones menores de 50.000 habitantes.
Los zapatistas defienden la autonomía en tres escalas: comunal, municipal y
regional. Se trata de la construcción de otro poder, de abajo hacia arriba,
descentralizado, disperso, en forma de tejido, tan difuminado como para que
haga el menor daño posible, porque parten de la base de que el poder siempre
puede oprimir; y se proponen difuminarlo para que sea más controlable por la
gente.
La principal diferencia entre el zapatismo y el movimiento indígena con los
grupos autónomos actuales en las ciudades argentinas, es que los indígenas se
reconocen como pueblos. En realidad, habría que decir que se construyeron como
pueblos, en base a un larguísimo proceso de re-creación de su cultura. En ese
proceso van construyendo su autonomía: “Sólo en resistencia y rebeldía podemos
construir nuestra autonomía”, señala el comunicado zapatista que conmemora los
diez años del levantamiento del 1 de enero de 1994.
Así como el resultado de la oleada de movilizaciones que tuvo su pico en el
19 y 20 creó decenas de grupos autónomos, es posible imaginar que la próxima
oleada tendrá en la creación de “territorios autónomos de hecho” su eje más
importante. La trama urbana actual es el resultado de las luchas sociales. Como
si la distribución del espacio físico fuera la congelación momentánea de las
relaciones de fuerzas sociales. Por algo la dictadura se empeñó en modificarla,
expulsando a los pobres del centro hacia la periferia. Esa tarea la completó
el neoliberalismo, cerrando las fábricas para desarticular los espacios obreros.
Los sectores populares respondieron aferrándose a sus espacios, tomando tierras
y creando nuevos espacios. Los viejos patrones de organización del espacio están
en crisis y en permanente remodelación, por ese choque permanente de fuerzas.
Así, se abren brechas, fisuras, en las que se arraiga el movimiento creando
una nueva organización del espacio.
Al parecer, el momento actual es el de la consolidación de los pequeños territorios,
pero el proceso de creación de espacios o escalones superiores no puede esperar
a que se consolide el escalón básico, o sea el comunal-barrial. Es un proceso
simultáneo, aunque escasamente visible con la mirada formal o institucional.
De alguna manera, el espacio generado por la Ronda y el Enero Autónomo es una
suerte de esacalón superior al barrial, que tendrá su propio y contradictorio
ritmo de construcción. Desde esta perspectiva, fue un paso enorme, mucho más
allá de la cantidad de personas o grupos que participaron. Ese espacio, o uno
similar, potenciará el crecimiento de las experiencias locales; éstas necesitarán,
cada vez más, un espacio de intercambio y comunicación para expandir su crecimiento.
Unos y otros van naciendo del mismo modo: regados por la horizontalidad y la
autonomía.
Raúl Zibechi