Con la postulación de Geraldo Alckmin, gobernador del estado de Sao Paulo,
como candidato presidencial de la derecha brasileña para las elecciones de
octubre, el panorama político comienza a despejarse. Salvo imprevistos, Luiz
Inacio Lula da Silva se encamina hacia su segundo triunfo en las urnas, que le
permitirá mantenerse otros cuatro años en la presidencia del principal país de
la región.
La elección de Alckmin como principal adversario de Lula, en representación de
la socialdemocracia (PSDB) del ex presidente Fernando Henrique Cardoso, en
alianza con la derecha tradicional (PFL), dejó por el camino a José Serra,
actual alcalde de Sao Paulo, que sin embargo estaba mejor posicionado en las
encuestas previas que su rival. Serra, ex ministro de Salud de Cardoso, ya
había sido derrotado por Lula en las elecciones de 2002, y presenta un perfil
muy diferente al de Alckmin. Este ha sido definido como un fundamentalista del
mercado, es miembro del Opus Dei y cuenta con todos los avales de las elites.
Serra, por el contrario, nunca fue confiable para "los mercados", ya que es un
heterodoxo que cuando fue ministro doblegó la resistencia de las
multinacionales farmacéuticas para imponer los medicamentos genéricos en
Brasil. Hasta el presidente del PT, Ricardo Berzoini, y el ex hombre fuerte de
Lula, José Dirceu, reconocieron que Serra puede, en los hechos, llevar
adelante una política a la izquierda de la del actual presidente.
El perfil de Alckmin facilita la campaña de Lula, cuyo ministro de Hacienda,
Antonio Palocci, está bajo fuego de la oposición -que lo acusa de corrupción
cuando fue alcalde de la ciudad de Ribeirao Preto- y de la mayor parte de la
dirección del PT -que le exige cambios en la política económica ortodoxamente
neoliberal que aplica-. Sin embargo, Palocci será el hombre fuerte de la
campaña de Lula, y hasta se especula que sea el coordinador de la misma. Por
el lado de la continuidad del modelo, las elites no tienen nada que temer. En
estos momentos Brasil dedica 23 por ciento del presupuesto estatal anual a
pagar intereses de la deuda, inflada gracias a las elevadísimas tasas de
interés que siguen ahogando la economía.
Para la región, la relección de Lula es una buena noticia. La política
exterior de Brasilia es un elemento de estabilización y de contención. Con
Lula en la presidencia, las posibilidades de una intervención estadunidense
contra Venezuela parecen menores, se ensanchan las condiciones de dar pasos
hacia una integración regional diferente a la que promueve el ALCA, y los
gobiernos progresistas cuentan con puntos de referencia alternativos a
Washington. Brasilia se ha convertido, con mucha más fuerza desde 2003, en un
polo de atracción diplomático y comercial que ejerce un saludable contrapeso
que está equilibrando las relaciones hasta ahora unipolares en la región.
En el plano interno las cosas son más complejas. Es cierto, como sostienen
buena parte de los defensores del gobierno, que pese a la continuidad básica
con el modelo neoliberal Lula ha introducido cambios. No hubo privatizaciones
(en una región donde el modelo no avanza ahora por ese costado), la represión
sobre los movimientos ha sido menor, se canceló la deuda externa y se registra
una reversión de ingresos entre los más pobres gracias al plan Bolsa Familia.
Sin embargo, el modelo de acumulación sigue sin sufrir modificaciones: mayor
concentración de la renta a favor del capital financiero y en detrimento del
trabajo, endeudamiento creciente del Estado, desindustrialización y
desnacionalización del sistema productivo. Quizá la mejor síntesis la ofreció
la Conferencia Nacional de Obispos, aliada histórica de Lula, cuyo secretario
general, Odilio Scherer, apuntó a comienzos de marzo que con el actual
gobierno el país se convirtió en un "paraíso financiero".
Los últimos datos económicos avalan esta apreciación: en 2005 Brasil creció
2.3 por ciento, el más bajo de la región después de Haití. Pero la banca
acumuló las mayores ganancias de su historia: el banco más grande del país,
Unibanco, creció 60 por ciento respecto a 2004; Itaú, el segundo, 39 por
ciento, y así todo el sector financiero.
Por otro lado, los apoyos sociales de la izquierda han ido cambiando desde que
Lula ganó la presidencia. El PT nació y tuvo sus bases principales entre los
obreros industriales y las clases medias con formación universitaria, con peso
decisivo en el sur y sureste del país, en ciudades como Porto Alegre y el
cinturón obrero de Sao Paulo. Desde hace un tiempo este perfil se ha ido
modificando. Hoy el gobierno tiene sus mayores niveles de aprobación en el
noreste, región de matriz conservadora dirigida por elites clientelares.
Mientras en el sureste Lula cuenta con una aprobación de 29 por ciento, en el
noreste llega a 55 por ciento. Simplificando, los apoyos tradicionales han
emigrado en dos direcciones: hacia la socialdemocracia por un lado, y hacia la
abstención y el partido de la petista disidente Heloísa Helena (PSOL), que
recoge las banderas históricas del PT, cuyo respaldo tiene un piso de 7 por
ciento del electorado.
En buena medida, los nuevos apoyos de Lula se deben al programa Bolsa Familia,
creado en octubre de 2003. Atiende a 77 por ciento de las familias pobres
(unos 9 millones), que reciben 45 dólares mensuales. Se trata de un universo
de 30 millones de personas en un país de 180 millones de habitantes. La mitad
de los beneficiarios vive en el noreste, que cuenta con 27 por ciento de la
población del país. Según las encuestas, entre los beneficiarios del programa
asistencial y sus familias Lula obtiene un respaldo de 58 por ciento, frente a
sólo 41 por ciento de quienes no están incluidos en el programa. En los años
90 el gobierno de Carlos Menem estableció, por arriba, relaciones carnales con
las elites, y por abajo, una alianza con una vasta clientela empobrecida. En
muchos sentidos, Lula está en las antípodas de Menem, pero las similitudes dan
para pensar.