Colombia: Autoprotección indígena contra la guerra
Raúl Zibechi
Programa de las Américas
La Cordillera Central es uno de los principales escenarios de la guerra entre
el ejército colombiano y las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia).
La población rural, campesina e indígena, el sector más castigado por los
enfrentamientos armados, se defiende a través de la Guardia Indígena.
Un enorme desierto verde. Saliendo del aeropuerto de Cali, un mar de
plantaciones de caña de azúcar tapiza la extensa llanura del Cauca, una de las
regiones más fértiles del país, donde hace apenas dos décadas se extendían los
cultivos cafeteros. "Es el negocio de los agrocombustibles", brota desde el
asiento trasero de la camioneta la voz de Manuel Rozental, médico que acompaña
desde hace años al movimiento indígena del Norte del Cauca. Por la ruta
panamericana se cruzan "trenes cañeros" con su desmesurada carga hacia las
refinerías que bordean la carretera, ante la mirada indiferente y casi perdida
de hileras de afros que deambulan hacia sus precarias viviendas.
Casi una hora y llegamos a Santander de Quilichao, un pueblo grande y cansino de
unas 70,000 almas, la primera ciudad del departamento del Cauca que aparece en
la carretera. La población negra luce ampliamente mayoritaria, emigrada o
desplazada por la guerra, ocupada en la zafra cañera y en el comercio local.
La primera sensación es de inseguridad, quizá por el desorden reinante y,
seguramente, por los comentarios de los compañeros de ruta, que no dejan de co
mentar que sigue siendo plaza fuerte de los paramilitares. Manuel deja su
asiento a un par de guardias indígenas que lo ocupan en silencio, cargando sus
bastones de mando que ostentan pequeñas cintas de colores.
Hacia la cordillera
Saliendo de la ciudad rumbo a la cordillera, en un santiamén desaparecen los
cañaverales. Frondosas arboledas marcan el confín: los gigantescos samanes, el
árbol de la lluvia, de extensas copas redondeadas capaces de cobijar un campo de
fútbol, los floridos guayacanes, las monumentales ceibas verde cetrino,
tulipanes y gualandayes de flores violáceas, cachimbos, cámbulos repletos de
capullos rojos, higuerones y matapalos. Sobresalen las espigadas guaduas de
troncos redondos y finas hojas, los bambúes tan apreciados por los campesinos.
Sobre los arcenes, hileras de soldados observan los vehículos.
El ronquido del motor delata el desnivel. Las crestas se recortan sobre nubes y
neblinas y, allá abajo, a plomo, el río Palo recoge las aguas de las
cordilleras. Sólo se ven montañas, cimas detrás de cimas, paredes verdes
engalanadas por cascadas plateadas. En las laderas casi perpendiculares se
prenden los cultivos: los bananos protegen los cafetales del inclemente sol
ecuatorial, pero también los cultivos de pancoger, la yuca, el frijol y, más
arriba en tierras frías, la papa y el maíz. Un abigarrado vergel comparado con
la letanía monocorde del cañaveral.
Llegamos a un sitio que denominan El Tierrero, el último poblado del resguardo
indígena Huellas-Caloto. Giramos a la izquierda y dejamos el asfalto por una
trocha irregular pendiente arriba. Luego de unos cuantos bamboleos el carro
llega a El Damián, la vereda de la discordia, en el resguardo de Tacueyó.
Primera sorpresa: debajo de los bananos ya no se ven cafetales, sino
plantaciones de coca que crecen en las laderas soleadas a más de dos mil metros
de altitud.
Desde mediados de marzo se producen combates entre los guerrilleros de las FARC
y el ejército que se asentó, como suele hacerlo, en el punto más alto de la
montaña. En sus incursiones los militares hicieron volar una caleta de los
guerrilleros donde almacenaban explosivos y, dicen, acopios de marihuana. La
onda expansiva mató a un indígena nasa, hirió a catorce y derribó las viviendas
en un radio de más de cien metros. Desde ese momento los 800 pobladores de las
dos veredas vecinas, El Damián y La María, se refugiaron en la escuela rural
elegida hace tiempo como lugar de "asamblea permanente", centro de reunión en
casos de emergencia.
Sobre la escuela una gigantesca bandera blanca atada sobre una larguísima caña,
pretende disuadir a los armados. Más de la mitad son niños, el resto madres y
ancianos. Los varones salen durante el día a cuidar los cultivos y las gallinas,
eludiendo los combates. El director, joven e indeciso, agradece la visita y pide
que no se encienda el grabador. Ropa tendida y colchones sobre el suelo
desplazaron bancas y pupitres. Aunque los nasa desbordan las instalaciones desde
hace una semana, salones, baños y pasillos lucen aseados delatando una férrea
organización interna.
Una cartilla elaborada por la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del
Cauca señala que en caso de emergencias la población acude a los sitios de
asamblea permanente, espacios de "resistencia indígena definidos en asamblea,
espacios para la protección, la reflexión y el análisis comunitario". Añade que
se trata de resistir juntos "respetando la diversidad y la diferencia para que
la tierra del futuro sea un tejido de conciencias colectivas y de autonomías en
equilibrio y armonía con todos los seres de la vida".
En 2004 la guardia indígena recibió el Premio Nacional de Paz que otorga todos
los años un conjunto de instituciones: las Naciones Unidas y la Fundación Ebert,
además de los media El Tiempo, Caracol Radio y Televisión, y la
revista Semana. En efecto, se trata de una de las experiencias más
originales con que cuenta movimiento social alguno. "No somos ejércitos armados,
no somos guerrilla, simplemente somos comunidad al servicio de las comunidades",
se define a sí misma la propia guardia, empeñada en ser un instrumento de
defensa del territorio.
Para ello promueven la formación y la organización a través de la autoprotección
de las comunidades. Sus estrategias de resistencia consisten en promover la
soberanía alimentaria, las alertas tempranas, huertas comunitarias y, sobre
todo, procesos de formación entre los que incluyen asambleas permanentes de
reflexión y decisión y el fortalecimiento del derecho y de las autoridades
propias.
Protección comunitaria
Luis Alberto Mensa, 42 años, camina tan pausado que parece deslizarse sobre el
suelo de tierra. Lleva el bastón de mando como único signo de autoridad, como
todos los guardias que lo acompañan, pero es coordinador de todas las guardias
indígenas de la región. Asegura que "la guardia, que siempre existió entre los
nasa, se vino a oficializar para hacerse visible en el 2001 a raíz de una serie
de conflictos. Aquí la gente no creía que llegaría el conflicto armado porque
esta era una zona histórica de las FARC , pero entraron los paramilitares y nos
mataron mucha gente y las asambleas decidieron instalar guardias permanentes".
La estructura de la guardia es muy sencilla: cada vereda elige en asamblea diez
guardias y un coordinador; luego se elige un coordinador por resguardo y otra
para toda la región, siempre en acuerdo con los gobernadores de los cabildos.
Los guardias son elegidos por dos años pero buena parte deciden continuar. "En
toda la zona del Norte del Cauca tenemos 3,500 guardias correspondientes a los
18 cabildos. Hay jóvenes y mujeres, de 12 hasta 50 años. La formación es nuestro
aspecto más importante y la hacemos a través de talleres en los que se discute
derechos humanos y la ley nuestra, la ley originaria. Priorizamos la formación
política por sobre los ejercicios físicos. La guardia es muy importante para la
seguridad de la población y se ha convertido en un problema para los actores
armados", señala Luis Alberto.
Los talleres son obligatorios y duran tres días; participan abogados, jueces y
líderes comunitarios que relatan la historia, usos y costumbres del pueblo nasa.
Luego cada coordinador replica los mismos talleres en su vereda. Uno de los
aspectos centrales es el denominado "derecho propio", la justicia comunitaria
que orienta la actividad de la guardia indígena. "No tenemos nada que ver con
una policía, somos formadores de organización, somos protección de la comunidad
y defensa de la vida sin involucrarnos en la guerra". Sin embargo, tanto los
militares como la guerrilla los considera enemigos ya que dificultan el
reclutamiento y se interponen en sus acciones militares.
Floresmiro, 33 años, es coordinador de los 300 guardias del resguardo de Tacueyó.
"La guardia ha sido una escuela. Como convivimos con la insurgencia, a veces se
te pasa por la cabeza irte con ellos para tener un fusil. Los que se van es
porque les gustan la armas o porque tienen problemas con sus padres, pero los
más porque son hijos abandonados. En la guerrilla, o en el ejército, sienten que
mandan, que tienen poder".
Como la participación en la guardia es voluntaria y no remunerada, los vecinos
de la vereda y las autoridades colaboran en el mantenimiento de la huerta
familiar y en ocasiones hacen mingas para desbrozarla, sembrar o cosechar. "Acá
la formación es la clave. Trabajamos mucho la cosmovisión nasa que rechaza la
violencia, nos defendemos a través del alerta y la organización y nos
interponemos entre los armados, en grupos para que no ataquen a la comunidad.
Enseñamos a la gente lo que debe hacer en caso de emergencia. Convocamos a los
guardias por las emisoras o los celulares y movilizamos a la población por las
radios. En sólo cuatro horas juntamos a los 300 guardias de mi resguardo".
Luis Alberto propone caminar unos cientos de metros para conocer la caleta
volada por el ejército. Unos 40 guardias se ponen en marcha por una trocha
embarrada. En el camino encontramos dos "tatucos" sin estallar, granadas caseras
lanzadas a distancia por la guerrilla. Los guardias se juntan y deciden
colocarlas en algún lugar seguro para evitar que los niños las manipulen. Al
llegar al enorme hueco dejado por la explosión, a unos 100 metros aparecen tres
jóvenes guerrilleros debajo de los platanales. El jefe de la guardia no se
inmuta. "¿Dónde está el ejército?". "Allá", señala con el bastón hacia la
cresta. Unos y otros se observan, se vigilan, y cada pocos días se disparan, con
la misma calma con que la guardia indígena se pasea entre los dos ejércitos.
"La guardia es más educativa que represiva y contribuye a evitar que los jóvenes
se integren en los grupos armados", sostiene Manuel Ul, el joven coordinador de
la guardia de Huellas. Los jóvenes se quedan hechizados mirando el cráter
provocado por la explosión que dio origen a los enfrentamientos de marzo. Poco a
poco se encaminan hacia la escuela donde nos espera el almuerzo. El calor del
mediodía trasmuta la calma en una rara sensación de placidez. Rodeado de
guardias indios, es casi imposible no sentir una sensación de seguridad,
insólita en estas tierras.
Territorios indígenas : Un poder
alterno
La constitución de 1991 legalizó cientos de resguardos, o territorios, indígenas
que ocupan hasta una cuarta parte de la superficie del país. Según todos los
indicios, los del Norte del Cauca son los mejor organizados. Se trata de 14
resguardos que ocupan unas 191,000 hectáreas entre 1.200 y 4.000 metros sobre el
nivel del mar, en los que viven 110,000 personas: 85 % nasas ("gente" en lengua
autóctona), 5 % indígenas guambianos y 10 % afros y mestizos. En total son 25
,000 familias distribuidas en 304 veredas o comunidades rurales. Pero la tierra
es insuficiente: el 50% están muy erosionadas por las pendientes, el 20% son
bosques y sólo el 30% son tierras cultivables, de las cuales apenas 10 ,000
hectáreas son planas.
En esos territorios existen 18 cabildos, autoridad política indígena que convive
con los municipios del Estado colombiano. Los cabildos son administrados por
gobernadores nombrados por grandes asambleas y acompañados por alguaciles
elegidos en cada una de las veredas. El cabildo, es un poder territorializado
que debe convivir con otros poderes que pugnan por reducir su influencia:
básicamente, militares y guerrilla. Unos y otros se han cobrado miles de vidas
nasa en las tres últimas décadas, para apropiarse de una región rica en
minerales y cultivos de coca. Dicen los expertos que el ejército y los
paramilitares son responsables del 60 % de las muertes, correspondiendo el 40 %
a la guerrilla comunista, que se ha cebado especialmente en los médicos
indígenas.
En los resguardos indios del Norte del Cauca se registran otras disputas: por el
predominio de la justicia comunitaria—que busca recuperar la armonía y los
equilibrios internos—frente a la justicia estatal empeñada en separar a los que
delinquen; por hacer compatibles las dos medicinas, la de pastillas y la de
yuyos o plantas medicinales; por la educación en los valores de la cosmovisión
originaria, enfrentada a la educación en la competencia y el individualismo.
Pero también la comunicación es un territorio en disputa: en todo el Cauca hay
32 emisoras comunitarias con fuerte presencia indígena.
Uribe militariza la protesta
social: Delatar a los dirigentes
El 15 de marzo el presidente Alvaro Uribe
celebró el 192º Consejo Comunitario, una instancia en la que se reúne con las
"fuerzas vivas" de cada región. Esta vez sucedió en la colonial Popayán, capital
del Cauca, cuna de la aristocracia de la tierra. Rodeado de ganaderos y
agricultores, calificó de "delincuentes" a los indígenas que recuperan tierras
usurpadas desde la Conquista o robadas por los narcos en los últimos 20 años.
Peor aún, asimilando la lucha por la tierra al terrorismo, optó por ofrecer
recompensas a quienes delaten a los dirigentes de los movimientos sociales.
- ¿Hemos pagado alguna recompensa por información sobre invasores?
Sin esperar respuesta y ante el silencio del auditorio, siguió:
- Ofrezcámosla, si eso ha sido muy útil en el país.
Sabía que estaba poniendo precio a la cabeza de los indios que vienen
recuperando tierras desde 1971, fecha de la creación del Consejo Regional
Indígena del Cauca. Girando hacia los uniformados, que siempre lo acompañan,
elevó el tono:
- Los delincuentes terminan traicionándose, y la recompensa ayuda a que se
traicionen. Hay que romperlos con la recompensa, Mi General.
Terminó su alegato con un giro casi marcial:
- Las autoridades militares y de Policía quedan esta noche autorizadas para
ofrecer recompensas por estos casos y facilitar la judicialización.
Tres oleadas de violencia : Un
millón de muertos
Informes de organismos de derechos
humanos sostienen que las diversas oleadas de violencia han profundizado la
concentración de la tierra, al punto que el 30% de las mejores tierras del país
están hoy en manos de narcotraficantes y paramilitares.
Entre 1947 (un año antes del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán) y 2007 habrían
sido asesinadas un millón de personas. La primera oleada conocida como La
Violencia, se habría cobrado hasta 1955, cuando el general Rojas Pinilla decretó
una amnistía y el fin de las persecuciones entre conservadores y liberales, unas
600,000 víctimas que otras fuentes reducen a "sólo" 200,000.
Luego se produjo una era de relativa calma. Entre 1956 y 1988 habrían sido
asesinadas 100,000 personas, aún así una cifra muy elevada. Pero desde 1989,
cuando comenzaron a firmarse los acuerdos de paz y se formó la Unión Patriótica
(brazo electoral del Partido Comunista), hasta 2007, los muertos habrían sido
otros 200,000. Sin embargo, Human Right s Watch sostiene que entre 1998 y 2003
la violencia paramilitar habría provocado unas 200,000 muertes.