Fue una derrota inapelable: de la izquierda, de los movimientos sociales, del
pensamiento y la Iglesia progresista, de la sociedad civil. El abrumador
resultado del referendo sobre la venta de armas realizado el pasado domingo
(64 por ciento contra la prohibición y 36 por ciento a favor) no debe verse
sólo como un fracaso del gobierno de Luiz Inacio Lula da Silva. De alguna
manera es el triunfo de lo que un sociólogo brasileño define como
"totalitarismo socialmente construido": un aterrador consenso sobre el papel
de la violencia contra los pobres como principal "mediación" de los conflictos
sociales.
Los datos son estremecedores: 100 personas mueren en Brasil cada día por armas
de fuego; 40 por ciento son jóvenes de 14 a 25 años, en su inmensa mayoría
negros, o sea, pobres que viven en la periferia de las grandes ciudades. Son
entre 35 y 40 mil personas al año, una tasa de 21 homicidios cada 100 mil
habitantes. Con 3 por ciento de la población mundial Brasil aporta 11 por
ciento de las víctimas de homicidios; hay unos 18 millones de armas en el
país, menos de 4 millones de éstas son legales, la mitad en el estado de Sao
Paulo. "El Estado brasileño perdió el control sobre el uso de armas", señala
el diputado petista Eduardo Greenhalgh, defensor de la prohibición, quien
compara las muertes por armas con la guerra: "Un Vietman por año", concluye.
En diciembre de 2003 el gobierno consiguió aprobar en el parlamento el
Estatuto del Desarme por el cual se impusieron rigurosas condiciones a la
compra legal y se recogieron 464 mil armas -con indemnizaciones que oscilan
entre 50 y 150 dólares-, que luego fueron estruidas por las fuerzas armadas.
El referendo se convocó porque el parlamento se partió en dos ante la
propuesta prohibicionista: por la venta libre se pronunciaron los diputados
vinculados con la industria armamentística y la mayoría de la derecha. Con la
prohibición se alineó la izquierda (menos el trotskista PSTU), pero también
algunos parlamentarios del centro y hasta de la derecha, pasando por la
socialdemocracia del alcalde de San Pablo, José Serra, y el ex presidente
Fernando Henrique Cardoso. Sería inadecuado hacer hincapié en una coincidencia
izquierda-derecha, que oscurece las tendencias que laten en la polémica sobre
la seguridad.
El Frente por un Brasil sin Armas fue apoyado por buena parte de la socidad
civil, el movimiento sindical, varias organizaciones no gubernamentales, los
sin tierra, la Iglesia y todos aquellos que toman partido por un "Estado de
derecho". En la vereda opuesta, el Frente por el Derecho a la Legítima Defensa
(nombre que define a sus miembros), encabezado por militares retirados,
fabricantes y vendedores de armas, latifundistas de ultraderecha agrupados en
la Unión Democrática Republicana, la "bancada de la bala" enemiga de los sin
tierra. En suma, los defensores de los privilegios y del Brasil "campeón
mundial de la desigualdad".
Según el último coeficiente Gini difundido por el PNUD, Brasil es uno de los
ocho países más desiguales del mundo, sólo superado en el continente por
Guatemala: el 10 por ciento más rico controla 47 por ciento de la renta,
mientras al 10 por ciento más pobre corresponde sólo 0.7 por ciento. Pero los
más ricos no sufren la inseguridad: en Sao Paulo el personal armado al
servicio de empresas privadas tiene más efectivos que la policía militar.
Aunque el sí ganó en todo Brasil y en todos los sectores sociales, fue
superior en el sur, la región más rica, y tuvo en Porto Alegre su mayor
votación, alcanzando 84 por ciento. Puede estimarse que las clases medias
votaron masivamente por la venta libre, asustadas ante la oleada de violencia
urbana. El principal argumento fue el derecho a defenderse ante la
ineficiencia del Estado.
Aunque parece evidente que el descontento con la gestión de Lula y con las
políticas de seguridad influyó en la votación, la magnitud de los resultados
indica que quienes proclaman el "derecho a defenderse" con armas cuentan con
amplia y sólida base social. No se trata, como señala el sociólogo José
Claudio Souza Alves -quien realizó un documentado estudio en la zona más
caliente de Brasil, la Baixada Fluminense, cerca de Río de Janeiro-, de que
"el Estado haya sido corrompido por el crimen: el Estado es el crimen",
asegura. En su opinión se trata de un "crimen politizado", toda vez que en la
Baixada "los grandes asesinos son ahora alcaldes". En esa región de 4 millones
de habitantes, que ostenta índices de homicidios similares a países en guerra
(74 homicidos cada 100 mil habitantes), el Estado es el gran ausente: la mitad
de la población no tiene saneamiento y las bandas criminales prestan muchas
veces los servicios que corresponderían al Estado.
En Brasil la criminalización de la pobreza es una forma de "domesticación de
la violencia de los pobres", que las elites sienten como amenaza, según
observa el sociólogo Francisco de Oliveira. En paralelo, la violencia es una
estrategia de consolidación de grupos políticos y económicos que
controlan-construyen el poder estatal a escala local. El caso no es muy
diferente al de los paramilitares colombianos. Los escuadrones de la muerte y
grupos de exterminio son financiados por comerciantes y casi siempre
integrados por policías militares o militares retirados; están aliados al
narcotráfico y al juego ilegal, pero sus brazos llegan a la justicia y al
sistema político. La llamada "bancada de la bala" resume una alianza en la que
la violencia es instrumentalizada para consolidar los privilegios.
Con el referendo parece despertar una ola conservadora que ahora irá por la
pena de muerte y la reducción de la edad penal. La seguridad jugará su papel
en las elecciones presidenciales del próximo año, favoreciendo a la derecha,
que busca resolver los conflictos sociales militarizando la sociedad. Puede
ser buen momento para preguntarse dónde quedó la ola progresista que conmovió
a Brasil hace apenas tres años. Y, sobre todo, quiénes, cómo y por qué la
dilapidaron. La prohibición de la venta de armas, como dicen los sin tierra,
no puede separarse de la transformación de la sociedad.