A lo largo del año 2008 van cobrando forma algunas tendencias que ya se venían
perfilando pero que, colocadas en su debido contexto, adquieren la forma de una
nueva coyuntura regional. Los actores principales son los gobiernos progresistas
de Sudamérica, la política del régimen de George W. Bush y las grandes
multinacionales. Por desagradable que resulte, debe reconocerse que desde la
llegada al gobierno de Lula, Tabaré Vázquez, Néstor Kirchner, pero también Evo
Morales, Hugo Chávez y Rafael Correa, el protagonismo de los movimientos
sociales y populares ha decaído significativamente.
Todo indica que estamos en un momento de inflexión. La ofensiva especulativa del
capital financiero, una máquina enloquecida y fuera de control que no puede
detenerse, pero que funciona destruyendo seres humanos y medio ambiente, está
jugando un papel determinante desde comienzos de la década actual en el rediseño
del mapa regional. Ante su potencia, los propios estados se han revelado actores
frágiles que las más de las veces se limitan a pavimentar su expansión. Apenas
un ejemplo: el gobierno uruguayo contempla, sin el menor entusiasmo, el avance
incontenible de los cultivos de soya sin aplicar la menor política reguladora,
lo que convierte al país en un nuevo y potencialmente gran exportador soyero.
Mientras eso sucede, debe implementar la importación de papas, manzanas,
zanahorias, boniatos, ajos y cebollas porque los agricultores uruguayos ya no
pueden siquiera abastecer el mercado interno.
No es muy distinto lo que sucede en los demás países del Mercosur, donde los
diferentes monocultivos siguen avanzando y destruyendo las economías campesinas
que aseguran el plato de comida diario. Incluso cuando un gobierno como el de
Cristina Fernández implementa elevadas retenciones a los exportadores de soya,
superiores a 40 por ciento, los impuestos que pagan las multinacionales mineras
se limitan a un ridículo 5 por ciento. No es sencillo confrontarse con el
capital financiero, capaz de provocar crisis incluso en los grandes centros
imperiales. Pero lo cierto es que durante media década los gobiernos
progresistas se limitaron a acompañar el crecimiento del capital especulativo en
la región, cuando no lo fomentaron. Ahora tiene la suficiente fuerza como para
bloquear los más pequeños cambios, como lo está demostrando el caso argentino.
No es la falta de alternativas lo que ha impedido a estos gobiernos poner freno
a la especulación multinacional, sino el temor a las crisis sociales y políticas
que es capaz de generar. Lo cierto es que viene siendo el capital financiero el
encargado principal de diseñar el futuro de nuestros países, muy por encima de
los estados nacionales impotentes y decrépitos. Si a esta ofensiva multinacional
se suma la agresiva política de la administración Bush, el panorama es
ciertamente desalentador. Desde la implementación del Plan Colombia, Estados
Unidos ha conseguido neutralizar los principales proyectos de integración, que
avanzan con demasiada lentitud y no consiguen generar una masa crítica que los
coloque en un camino sin retorno. Tanto la Unasur como la ALBA han mostrado
pocos avances cuando nos acercamos al fin de la década más "progresista" que
conoció la región en mucho tiempo.
Pero la política de Washington no se limita a impedir la integración. Es mucho
más agresiva. Va encontrando formas y modos de colocar a la defensiva a los
gobiernos más audaces. A través del apoyo a movimientos separatistas amenaza con
la división de Bolivia, Venezuela y Ecuador, donde los movimientos con epicentro
en Santa Cruz, el estado petrolero de Zulia y la provincia de Guayas, capital
Guayaquil, se han convertido en focos desestabilizadores. Los estrategas del
imperio descartan golpes de Estado y la división de estos países parece poco
probable. Sin embargo, estos movimientos han mostrado -de modo muy particular en
Bolivia- su capacidad de bloquear los cambios por los que una generación de
movimientos sociales luchó con tesón. Estamos ante nuevas estrategias, que
aplican una suerte de "desestabilización de masas" al servicio de las elites que
estimula la acumulación del capital.
Que los tres gobiernos mencionados se encuentren a la defensiva a la hora de
implementar cambios no es ninguna casualidad sino el fruto tangible de una
estrategia que está mostrando buenos dividendos. Ella incluye la polarización
hasta extremos peligrosos, como viene sucediendo en los últimos meses en
Bolivia. Las elites han aprendido a manejar los mismos métodos de lucha de los
movimientos, generando grados de confusión y parálisis en organizaciones que
hasta hace pocos años mostraban un empuje capaz de destituir gobiernos
neoliberales.
No todo, por cierto, es achacable a la alianza entre el capital especulativo y
el imperio. Sólo una decidida política de movilización social hubiera podido
desarticular esta alianza depredadora. Pero aun para los gobiernos más
comprometidos con los cambios, como el de Evo Morales, la apuesta a la
movilización social no ha sido ni consistente ni permanente. Hasta ahora han
optado por la negociación, pese a los escasos resultados obtenidos. Por otro
lado, son las propias políticas de los gobiernos progresistas las que han
facilitado la ofensiva del capital, al no ponerle límites.
Cuando nos acercamos a la fase final de la era progresista, se impone una amplia
evaluación de un periodo que comenzó con grandes esperanzas de cambio. Uno de
los elementos a tener en cuenta es el papel del Estado en una estrategia de
cambio social. Buena parte de estos gobiernos asumieron en un periodo de
profunda crisis del Estado, que lo inhabilita como instrumento capaz de
modificar el estado de cosas a favor de los de abajo. No es solamente un debate
teórico acerca de la conveniencia de la toma del poder estatal. Se relaciona, en
esta coyuntura, con el tipo de mecanismos necesarios para torcerle el brazo a
los poderosos, única forma
Fuente: lafogata.org