Hacia una nueva agenda continental
Raúl Zibechi
En los años 90 la principal problemática que enfrentaba la región estaba
relacionada con la primera ofensiva neoliberal privatizadora que desmanteló las
capacidades de regulación de los estados nacionales. Fueron los movimientos
sociales y algunas fuerzas de izquierda las que se destacaron en la denuncia y
el enfrentamiento al nuevo modelo inspirado en el Consenso de Washington.
Existieron en esos años varias propuestas a la hora de combatir la oleada
neoliberal: desde las calles o desde las instituciones, en base a métodos
tradicionales o desbordando los marcos institucionales y legales, buscando
ocupar el poder estatal o pugnando por crear nuevos contrapoderes no estatales.
Aunque muchas de estas formas de acción se combinaron y no fueron en modo alguno
excluyentes, finalmente su fue imponiendo la tendencia a la ocupación del
aparato estatal como forma principal de combatir el neoliberalismo. Esta
tendencia comenzó a consolidarse en 1998 con el triunfo electoral de Hugo Chávez
en Venezuela y fue creciendo hasta el momento actual en que existen por lo menos
siete gobiernos que, con diferentes énfasis, se reclaman no neoliberales. Es
cierto que las trayectorias y las realidades de Argentina, Bolivia, Brasil,
Ecuador, Nicaragua, Uruguay y Venezuela son bien diferentes, pero parece
evidente que todos estos gobiernos son consecuencia de las resistencias que en
los 90 desarrollaron los pueblos para impedir la consolidación del modelo.
La tendencia en curso tiende a consolidarse toda vez que en los países con
gobiernos neoliberales crecen fuerzas que se orientan la izquierda. En 2008
Paraguay puede tener, por primera vez en su historia, un presidente progresista
que no pertenezca al Partido Colorado. En Colombia se ha quebrado el tradicional
bipartidismo conservador-liberal a manos del Polo Democrático. Pese al triunfo
de Alan García en Perú se mantienen activos los movimientos y nadie descarta un
cambio de rumbo. Incluso en Chile, el paraíso del neoliberalismo continental,
comienzan a detectarse cambios en momentos en que la Concertación Demorática,
que gobierna desde 1990, tiene enormes dificultades para manejar la continuidad
del modelo sin introducir cambios de fondo.
Dos tareas ineludibles
A grandes rasgos, podemos decir que la primera década del siglo XXI registra un
claro viraje hacia algo diferente del neoliberalsimo salvaje que conocemos desde
hace ya 20 años. Este verdadero cambio de época conlleva una nueva agenda
política para la región, que recién está comenzando a ser diseñada por la propia
realidad. Esta nueva agenda contempla dos puntos, aunque seguramente habrá más,
que parecen ineludibles: cómo salir del neoliberalismo y qué tipo de sociedad ir
levantando en su lugar y, en paralelo, cómo crear nuevas formas de poder tomando
como punto de partida las prácticas de los movimientos sociales.
Podría decirse algo más: que son precisamente los gobiernos que encaran estas
dos tareas los que verdaderamente están buscando ir más allá de la situación
heredada. Por ahora, los de Venezuela, Bolivia y Ecuador. No obstante, en los
siete países mencionados se han venido tomando medidas, con mayor o menor
consistencia, que buscan limitar los efectos más negativos del neoliberalismo.
En casi todos los países se combinan decisiones que implican continuidades con
otras que suponen cambios. En los países del Cono Sur, que son los que presentan
más continuidades respecto al período anterior, se cobinan medidas de mayor
protección a los trrabajadores y de recuperación de algunos roles reguladores
del Estado con otras, como la liberación de los cultivos transgénicos y el
impulso al complejo forestación-celulosa, que implican una clara orientación
neoliberal.
Quién más lejos ha ido hasta ahora en la dirección de abandonar el modelo ha
sido fuera de duda Venezuela. En el terreno económico, existe una clara
tendencia a fortalecer el papel del Estado con la progresiva concentración de la
propiedad en sus manos. Algo similar está intentando Bolivia con la re-compra de
dos importantes refinerías a Petrobras, además de otros pasos en esa dirección
que suponen en defintiiva la recuperación de los recursos naturales. Fuera de
duda son pasos positivos, necesarios y saludables. Sería importante que todos
los gobiernos que se proclaman progresistas y de izquierda siguieran esos pasos,
que suponen ganar en dignidad y soberanía nacional.
Los problemas, sin embargo, no terminan ahí sino que esas medidas deberían ser
el punto de partida de un profundo debate sobre el tipo de sociedad que se
pretende construir. La estatización supone la centralización de la propiedad y
la gestión y, por lo tanto, el fortalecimiento del aparato estatal, lo que
supone un fuerte crecimiento de la burocracia. La ampliación de la gestión
estatal implica que se benefician ciertos sectores ligados a ella, por lo que se
hace necesario discutir el segundo punto de la agenda: la cuestión del poder.
Las experiencias del pasado –en sus versiones socialista y desarrollista-
indican que los gestores del aparato estatal se convierten antes o después en
los que detentan el control del poder, aún en el caso improbable de que lo hagan
en beneficio de las mayorías.
Los pasos que se dan hoy serán decisivos porque están diseñando el mañana. Hasta
ahora, sólo los movimientos sociales tienen experiencias concretas de
construcción de contrapoderes o, si se prefiere, de poderes no estatales, que no
son calco y copia del centralismo estatista. En algunos países, de modo muy
particular en Bolivia y Ecuador, existen potentes movimientos desde mucho antes
de la llegada a palacio de Evo Morales y Rafael Correa. Ahí pueden –sólo pueden-
consolidarse y expandirse experiencias que hasta ahora se han verificado a
escala local y territorial, experiencias puntuales si se quiere, pero que pueden
marcar el rumbo de formas de hacer –que de eso se trata- diferentes a las ya
conocidas. Falta por ver si el aparato estatal, en manos ahora de personas
afines a los movimientos, puede representar un paso adelante en la expansión de
estas experiencias o, como ha sucedido en tantas otras ocasiones, su ocaso, ya
sea por la vía de la cooptación o de la aniquilación burocrática.