Zapatismo
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El costo del desprecio
Editorial La Jornada
Las comunidades indígenas de Chiapas que se levantaron en armas el primero de
enero de 1994 habían hecho anteriormente muchos intentos por llamar la atención,
en forma pacífica, sobre su situación exasperante: el desdén oficial, la
represión sistemática, el saqueo de sus tierras y sus recursos, la marginación y
la insalubridad y, sobre todo, la anulación de su identidad por el México
público y privado que aspiraba la aspiración sigue en pie a ingresar al primer
mundo sin reparar que muchos de sus habitantes vivían y aun viven en un país
insensible y áspero, con elites que se encaraman en una montaña de miseria para
imitar los patrones (políticos, culturales, de consumo) de Estados Unidos y
Europa occidental. Durante la salvaje "modernización" salinista, y desde mucho
antes, los pueblos indios del sureste se reunieron, formularon llamados a la
conciencia nacional y marcharon a la capital de la República para denunciar el
ahondamiento creciente de una fractura histórica entre el país de unos cuantos,
que lo tenía todo y que lo sigue teniendo, hoy más concentrado que hace 11
años y la nación de los más, que hasta la fecha no tiene nada.
No fueron escuchados. El gobierno, y con él las clases acomodadas y un buen
sector de las medias, vivían una borrachera de modernidad que parecía cubrir los
sufrimientos esenciales de mayorías sin casa, sin tierra, sin escuela, sin
hospitales, sin voz ni voto. Esos pueblos indios decidieron jugarse, entonces,
lo único que les quedaba, la dignidad, para hacerse escuchar por el resto de
México y por el mundo. Irrumpieron en plena celebración por la entrada en vigor
del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, para recordar que uno de los
socios en ese instrumento internacional era un país generoso con los capitales
extranjeros, con los altos funcionarios y con los acaudalados nacionales, pero
implacable y depredador con sus propios desamparados. Las autoridades
respondieron, inicialmente, con una feroz represión militar contra los alzados,
pero tras unos días de combates la sociedad hizo escuchar su voz y exigió el
cese de las hostilidades.
Los rebeldes, a su vez, escucharon el mensaje de la ciudadanía movilizada,
revisaron sobre la marcha sus estrategias y sus convicciones, y decidieron darle
una oportunidad a la negociación pacífica. El salinismo, por su parte, no tuvo
más remedio que detener los operativos militares e iniciar un vasto ejercicio de
simulación política a fin de exhibir una imagen mínimamente presentable ante la
opinión pública internacional. Priísta al cabo, inició negociaciones, no para
atender las raíces del conflicto, sino para ensayar la corrupción y la
cooptación de los alzados, y acabó naufragando en su propia descomposición y en
las pugnas entre el entonces comisionado para la paz, Manuel Camacho, y el
candidato sustituto, Ernesto Zedillo.
Cuando éste asumió la Presidencia hizo como que continuaba las negociaciones y
se dedicó a preparar, en las sombras, un golpe de mano contra la dirigencia
rebelde; el 9 de febrero de 1995, mientras mantenía la ficción de los contactos,
hizo avanzar al Ejército a las comunidades zapatistas, giró órdenes de
aprehensión contra la dirigencia indígena y a punto estuvo de hundir al país en
una confrontación sangrienta y generalizada. La sociedad civil se movilizó
nuevamente y logró imponer una mínima racionalidad que se tradujo en la Ley para
el Diálogo y la Negociación en Chiapas y la constitución de la Comisión de
Concordia y Pacificación (Cocopa) del Congreso de la Unión. Se restablecieron
las negociaciones, esta vez en San Andrés Larráinzar, y los representantes
gubernamentales y los rebeldes lograron conformar un documento fundamental para
realizar modificaciones constitucionales en materia de derechos y cultura
indígenas que, de haber prosperado, habría sentado las bases para sanar la
fractura entre el Estado y los pueblos indios. Pero el gobierno de Zedillo
volvió a traicionar, desconoció lo firmado por sus propios enviados en San
Andrés y se empeñó en la vía de la contrainsurgencia: cercar a las comunidades,
hostigar a sus habitantes, armar grupos paramilitares de choque, provocar a los
zapatistas.
Esa estrategia criminal dio por resultado el desplazamiento de pueblos enteros
que hubieron de internarse en la selva a pasar hambre y enfermedades, la
violación de innumerables mujeres por efectivos militares y parapoliciales, la
destrucción de viviendas, el robo de las escasísimas pertenencias de las
comunidades, el acoso permanente. La política zedillista hacia los insurgentes
culminó con la matanza de Acteal, organizada y dirigida por mandos policiales y
militares, y cuyos principales responsables políticos son Zedillo y su
secretario de Gobernación de entonces, Emilio Chuayffet. La paciencia de los
alzados no se agotó ni siquiera con el asesinato de mujeres embarazadas ni con
el allanamiento y la destrucción de sus comunidades por la tropa ni con la falta
de palabra del Ejecutivo federal. Se mantuvieron fieles a la demanda de paz de
la sociedad y esperaron tiempos mejores.
Vicente Fox llegó a la Presidencia precedido por su promesa demagógica y absurda
de que resolvería "en 15 minutos" (así lo dijo) el conflicto de Chiapas. En los
primeros tiempos de su gobierno las condiciones para avanzar en una solución
real al problema parecieron propicias. El mandatario envió al Congreso, como
iniciativa propia, la propuesta de reformas legales elaborada por la Cocopa con
base en los acuerdos de San Andrés. En señal de buena voluntad, los zapatistas
enviaron a la capital a una parte de sus dirigentes. Pronto pudo percibirse que
la clase política del país no estaba a la altura de las circunstancias. Hubo
voces racistas escandalizadas por la posibilidad de que los representantes
indígenas usaran la tribuna del Palacio Legislativo de San Lázaro. Se hizo
evidente que Fox no había realizado ningún trabajo político antes de enviar la
iniciativa legal y que, así, la condenaba al fracaso. Finalmente, los
legisladores aprobaron una vergonzosa parodia de lo acordado en San Andrés y la
Suprema Corte de Justicia de la Nación desechó, una a una, las inconformidades
interpuestas contra el engendro de modificaciones legales. El titular del
Ejecutivo, por su parte, dio por culminados los "15 minutos" y declaró que el
conflicto estaba resuelto. Desde entonces (2001) parece creerlo así.
La contrainsurgencia se ha disimulado, pero no ha cesado. En fechas recientes se
ha sabido de la reactivación de grupos paramilitares orientados y financiados
por la oligarquía chiapaneca tradicional, por las autoridades locales y las
federales. La esfera política del país ha confundido la prudencia de los
zapatistas con la extinción de su alzamiento y de las causas que le dieron
origen. El desprecio del México oficial a los indios alzados ha llegado a tal
punto que los supone inexistentes.
El empecinamiento de los tres poderes de la Unión, de los partidos, del
gobierno estatal, de los emporios mediáticos por volver invisibles a los
indígenas chiapanecos dura ya más de cuatro años, pero todo tiene límite.
Las causas de la rebelión de 1994 están presentes y vigentes, aunque no
aparezcan en los noticiarios, con el agravio añadido del tiempo: cuatro años más
de miseria, ninguneo, provocaciones, cancelación de esperanzas personales y
colectivas de dignidad, justicia, democracia, educación, salud y desarrollo
respetuoso. Nadie puede reprochar a los zapatistas que no hayan tenido
paciencia, contención y voluntad de paz. No son ellos, sino el México oficial,
el que alienta, con su insensibilidad, su ceguera y su falta de sentido, la
desestabilización y la amenaza de la violencia. Tal vez el sureste del país esté
próximo a una nueva explosión indeseable y de consecuencias impredecibles pero
necesariamente graves. Es posible que la sociedad deba salir de nueva cuenta a
las calles a despertar a las autoridades de su prolongada siesta sexenal, a
decirles que en Chiapas se gesta un nuevo estallido y que la responsabilidad
corresponde, una vez más, al gobierno.