Estados Unidos: El fracaso propio y ajeno
Noam Chomsky
Clarín
Según una clasificación ya canónica en los Estados Unidos para justificar el
uso de la fuerza en el plano mundial, los estados fracasados no pueden lidiar
con su seguridad, su economía y la democratización de sus instituciones. Chomsky
refuta este concepto.
La selección de temas que deberían ocupar los primeros lugares en la agenda de
preocupaciones por el bienestar humano y por sus derechos es, naturalmente, un
asunto subjetivo. Pero hay unas pocas opciones que parecen inevitables, ya que
se ligan con las expectativas de una supervivencia decente. Entre ellas se
encuentran al menos estas tres: la guerra nuclear, un desastre ambiental y el
hecho de que el gobierno del principal poder mundial actúa de tal modo que
aumenta la probabilidad de estas catástrofes.
Es importante enfatizar el "gobierno", porque la población está en desacuerdo.
Esto lleva a mencionar un cuarto tema que debería preocupar profundamente a los
estadounidenses, y al mundo: la marcada división entre la opinión pública y la
política pública, una de las razones del temor, que no puede dejarse de lado, de
que "el ''sistema'' estadounidense en su totalidad sufre un problema real que
augura "el fin de sus históricos valores de igualdad, libertad y democracia con
sentido", como observa Gar Alperovitz en America Beyond Capitalism.
El "sistema" está comenzando a tener algunos de los rasgos de los estados
malogrados, para adoptar una noción actualmente de moda, aplicada por lo general
a los estados considerados una amenaza potencial a nuestra seguridad (como Irak)
o necesitados de nuestra intervención para rescatar a la población de una
amenaza interna grave (como Haití). La definicion de estados malogrados es
mínimamente científica. Pero todos estos estados comparten ciertos atributos
primarios. Son incapaces o no quieren proteger a sus ciudadanos de la violencia
y tal vez aun de la destrucción. Se consideran a sí mismos más allá del alcance
de la ley nacional o internacional, por lo tanto libres de concretar actos de
agresión y de violencia. Y si tienen formas democráticas, sufren de un serio
"déficit democrático" que priva a sus instituciones de sustancia real.
Una de las tareas más arduas que cualquiera puede emprender, y una de las más
importantes, es mirarse honestamente al espejo. Si nosotros lo hiciéramos,
tendríamos muy poca dificultad en encontrar los rasgos de los estados malogrados
directamente en nuestro país. Ese reconocimiento de la realidad debería ser
causa de gran preocupación para quienes se desvelan por sus países y por las
generaciones futuras —"países" en plural—, primero a raíz del enorme alcance del
poder de los Estados Unidos, pero también porque los problemas no están
localizados en el espacio y el tiempo, aun cuando haya importantes variaciones,
de particular relevancia para los ciudadanos de los Estados Unidos.
El "déficit democrático" estuvo claramente ilustrado en las elecciones del 2004.
Los resultados llevaron a la exaltación en ciertos círculos, a la desesperación
en otros y a una gran preocupación sobre una "nación dividida". Colin Powell
informó a la prensa que el "presidente George W. Bush ha ganado un mandato del
pueblo estadounidense para continuar su ''agresiva'' política exterior". Esto
está muy alejado de la verdad. Está también muy alejado de lo que la población
cree. Después de las elecciones, Gallup preguntó si Bush "debía enfatizar los
programas que apoyan los dos partidos" o si "tiene un mandato para avanzar con
la agenda del partido republicano", como Powell y otros sostuvieron. El 63 por
ciento eligió la primera opción, el 29 por ciento la última. Las elecciones no
confirieron un mandato para nada. De hecho, prácticamente no tuvieron lugar, en
el verdadero sentido del termino "elección".
La historia ha dado muchas pruebas de la falta de atención de Washington a las
leyes y normas internacionales, que alcanza hoy nuevas alturas. Concedámoslo:
siempre hubo pretextos, pero eso vale para cualquier estado que recurre a la
fuerza a voluntad.
Durante los años de la Guerra Fría estuvo disponible el marco de referencia de
la "defensa contra la agresión comunista" para movilizar el apoyo nacional e
incontables intervenciones en el exterior. Al final, el recurso a la amenaza
comunista se empezó a desgastar. Alrededor de 1979 "los soviéticos estaban
influyendo" más allá de sus fronteras, "solamente al 6% de la población mundial
y al 5% del GNP mundial", según el Center for Defense Information. La imagen
central se estaba haciendo más difícil de evadir. El gobierno también enfrentaba
problemas a nivel nacional: especialmente el efecto civilizador del activismo de
la década del 60, que tuvo muchas consecuencias, entre ellas menor voluntad para
tolerar el recurso a la violencia. Bajo la presidencia de Ronald Reagan, la
administración buscó manejar los problemas con fervientes pronunciamientos sobre
el "imperio del mal" y sus tentáculos, a punto de estrangularnos.
Pero se necesitaban nuevos recursos. Los partidarios de Reagan declararon su
campaña mundial para destruir el terrorismo internacional apoyado por un estado
que el secretario de Estado de Reagan, George Shultz, denominó una "plaga
diseminada por los depravados opositores a la civilización misma" que intentan
"un retorno de la barbarie en la epoca moderna". La lista oficial de los estados
que patrocinaban el terrorismo, iniciada en el Congreso en 1977, fue elevada a
un lugar prominente en la politica y en la propaganda.
En 1994, el presidente Clinton amplió la categoría de "estados terroristas" para
incluir los "estados delincuentes". Unos pocos años más tarde se agregó al
repertorio otro concepto: los estados malogrados, frente a los cuales nosotros
debemos protegernos, y a los que debemos proteger, a veces destruyéndolos.
Más tarde llego el "eje del mal" del presidente George W. Bush, al que, para
defendernos, debemos destruir, siguiendo la voluntad del Señor tal como es
transmitida a este humilde servidor, escalando mientras tanto la amenaza del
terror y de la proliferación nuclear.
Pero la retórica siempre genera dificultades. El problema básico es que bajo
razonables interpretaciones del término, aun bajo definiciones oficiales las
categorías son demasiado amplias.
Hace falta disciplina para no reconocer los elementos de verdad en la
observación del historiador Arno Mayer, inmediatamente después de los ataques
terroristas del 11 de setiembre, de que, desde 1947, "Estados Unidos ha sido el
principal autor del estado terrorista que ataca primero", y de innumerables
otras acciones ''delictivas'' que han causado un inmenso daño "siempre en nombre
de la democracia, la libertad y la justicia".
Después de que Bush asumió la presidencia, la corriente dominante entre los
expertos comenzó a afirmar como un hecho que Estados Unidos "ha asumido muchos
de los propios rasgos de las ''naciones delincuentes'' contra las cuales ha
batallado" (David C. Hendrickson y Robert W. Tucker, Foreign Affairs, 2004).
La categoría estado malogrado fue invocada de manera reiterada por los
autodenominados "estados iluministas" en la década del 90. Eso los autorizaba a
recurrir a la fuerza con el supuesto objetivo de proteger a las poblaciones de
los estados malogrados, delincuentes y terroristas de un modo que podía ser
"ilegal pero legítimo", frase usada por la Comisión Independiente sobre Kosovo.
Cuando los temas principales del discurso político cambiaron de la "intervención
humanitaria" a la "guerra al terrorismo", tras el 11 de setiembre, se le dio al
concepto estado malogrado un alcance más amplio a fin de incluir a países como
Irak, que amenazaban supuestamente a los Estados Unidos con armas de destrucción
masiva y con el terrorismo internacional.
Con este uso más amplio, los estados malogrados no necesitaban ser débiles, cosa
que tiene mucho sentido. La Alemania nazi y la Rusia estalinista eran
escasamente débiles, pero con estándares razonables merecían la designación de
estados malogrados como ninguno en la historia. El concepto gana muchas
dimensiones, incluyendo el fracaso en proveer seguridad para la población, para
garantizar los derechos en el país y en el exterior, o para mantener en
funcionamiento (no simplemente de manera formal) las instituciones democráticas.
El concepto debe con seguridad incluir "estados proscriptos", que desechan con
desprecio las reglas del orden internacional y de sus instituciones,
cuidadosamente construidas a lo largo de los años, inicialmente por iniciativa
de los Estados Unidos.
El gobierno está eligiendo políticas que tipifican a los estados bandoleros, que
ponen seriamente en peligro a la población dentro del país y en el exterior y
socavan una democracia sustantiva. En aspectos cruciales, la adopción de
Washington de los atributos de los estados malogrados y bandoleros se proclama
con orgullo. No hay esfuerzo alguno por ocultar "la tensión entre un mundo que
todavía quiere un sistema legal internacional justo y sostenible, y una
superpotencia única que apenas parece preocuparse de que se halla al nivel de
Birmania, China, Irak y Corea del Norte en términos de su adhesion a una
concepción absolutista de la soberanía" por sí misma, mientras desecha como
anticuada la soberanía de otros, señala Michael Byers en War Law: Understanding
International Law and Armed Conflict.
Estados Unidos es muy parecido a otros países poderosos. Persigue los intereses
económicos y estratégicos de los sectores dominantes de la población local, con
una impresionante retórica sobre su excepcional dedicación a los más altos
valores. Esto es casi un universal histórico, y es la razón por la cual la gente
sensata presta poca atención a las declaraciones de las nobles intenciones de
los líderes, o a los elogios de sus seguidores.
Uno escucha comúnmente decir que los criticones se quejan por lo que está mal,
pero no presentan soluciones. Hay una traducción certera para esta acusación:
"Ellos presentan soluciones, pero a mí no me gustan". Aquí hay unas pocas
simples sugerencias para los Estados Unidos:
1) aceptar la jurisdicción del Tribunal Internacional de Justicia y de la Corte
Internacional;
2) firmar y cumplir los protocolos de Kyoto;
3) dejar que las Naciones Unidas lideren las crisis internacionales;
4) apelar a medidas diplomáticas y económicas antes que a las militares cuando
se confronten amenazas graves de terror;
5) mantenerse dentro de la interpretación tradicional de la Carta de las
Naciones Unidas: el uso de la fuerza es legítimo solamente cuando es ordenado
por el Consejo de Seguridad o cuando el país está bajo la amenaza de un ataque
inminente, de acuerdo con el Artículo 51;
6) renunciar al poder de veto en el Consejo de Seguridad, y tener "un respeto
decente por la opinión de la humanidad", tal como aconseja la Declaración de la
Independencia, incluso cuando los centros del poder no están de acuerdo;
7) reducir drásticamente los gastos militares y aumentar los gastos en salud,
educación, energía renovable y cosas similares.
Para la gente que cree en la democracia, éstas son sugerencias muy
conservadoras: parecen ser la opinión de la mayoría de la población de los
Estados Unidos, en muchos casos de la abrumadora mayoría, que se opone
radicalmente a la política pública; en la mayoría de los casos, en ambos
partidos.
Otra sugerencia cautelosa y útil es que los hechos, la lógica y los principios
elementales de la moral deben ser importantes. Los que se tomen el trabajo de
adherir a esta sugerencia se verán rapidamente conducidos a abandonar una buena
parte de la doctrina oficial, aunque seguramente es mas fácil repetir
invocaciones que sirven a nuestros exclusivos intereses.
Y hay otras simples verdades. De ningún modo dan respuesta a todos los
problemas. Pero nos hacen tomar cierta distancia para desarrollar respuestas mas
específicas y detalladas. Aun más importante, ellas abren la puerta para
implementarlas, pues son oportunidades que están a nuestro alcance si podemos
liberarnos de las ataduras de la doctrina y las ilusiones impuestas.
Aunque es natural que los sistemas doctrinarios intenten inducir el pesimismo y
la desesperación, la realidad es diferente. Ha habido un progreso sustancial en
los últimos años en la interminable cuestión de justicia y libertad, dejando un
legado que fácilmente puede ser llevado a un plano más alto que antes.
Las oportunidades para educación y organización abundan. Como en el pasado, no
es probable que autoridades benevolentes garanticen los derechos, o que éstos
provengan de acciones intermitentes, por participar de alguna manifestación o
por el hecho de apretar una palanca a la hora de las elecciones, como si en eso
consistiera exclusivamente la "política democrática".
Como siempre en el pasado, las tareas requieren un compromiso diario para crear
y recrear las bases destinadas al funcionamiento de una cultura democrática. Hay
muchos medios para promover la democracia en el país, llevándola a nuevas
dimensiones. Las oportunidades son muchas, y es probable que el fracaso en
captarlas tenga repercusiones ominosas: para el país, para el mundo y para las
generaciones futuras.