Mapuches
Juan Diego García
Desde la prisión y tras 60 días, 34 dirigentes mapuches están en huelga de
hambre para protestar porque a sus reivindicaciones se ha respondido con una
brutal represión, incluyendo la aplicación de la ley antiterrorista que somete
civiles a la justicia militar, anula garantías procesales y triplica las
condenas. Ante la dificultad para definir el terrorismo, todo queda a la
arbitrariedad de un juez que bien puede conceptuar que se trata de un simple
problema de orden público o aplicar esta normativa de la dictadura militar
chilena, intocada por los gobiernos de la democracia.
Los indígenas están presos por incidentes ocurridos en la defensa de su Nación
Mapuche, el último reducto que la "civilización" les ha dejado en el profundo
sur de Chile. Pero hasta allá llegan los tentáculos del "progreso" en forma de
centrales hidroeléctricas y explotaciones mineras, forestales y similares que
envenenan ríos, talan bosques milenarios, polucionan la atmósfera, ahuyentan la
caza y la pesca, esterilizan suelos y desplazan a la población, convertida así
en paria en su propia tierra, asalariados de miseria de multinacionales y
finqueros o residentes incógnitos en los cinturones de marginación de las
grandes urbes. Ante la incuria y la complicidad de las autoridades frente a la
voracidad de las empresas, los mapuches se han lanzado a la lucha con bloqueos,
manifestaciones y otras formas de protesta que, como siempre, terminan en duros
enfrentamientos con la policía, encarcelamientos, muertes y persecución. A sus
reivindicaciones tradicionales por la tierra los huelguistas agregan ahora la
exigencia de un juicio civil para sus líderes y la derogación de la ley
antiterrorista. Ignorados por los monopolios mediáticos intentan romper el cerco
de silencio y conseguir la simpatía de la población para torcer la mano poderosa
del estado. De momento han conseguido movilizar importantes sectores de la
sociedad chilena y comienza a generarse un movimiento internacional de
solidaridad.
La movilización social ha conseguido, por ahora, que hasta las autoridades y los
parlamentarios reconozcan la necesidad imperiosa de eliminar la ley
antiterrorista heredada de la dictadura. Pero el proceso jurídico marcha con una
lentitud incompatible con la urgencia de 35 personas cuya vida corre peligro
(incluyendo a niños indígenas, igualmente acusados de terrorismo). En un
ejercicio de cinismo sin límites, desde algunos sectores se propone que se
amnistíe a los mapuches al tiempo que se haga lo mismo con los torturadores de
la dictadura que están condenados o en proceso de serlo. Por supuesto los
indígenas rechazan una propuesta de tales características que los igualaría a
quienes si son efectivamente peligrosos terroristas. Solo exigen un juicio
civil, justo y público de tal manera se conozcan las razones que les han llevado
a oponerse a proyectos que las autoridades presentan como indispensables para el
progreso, mientras descalifican a quien se oponen tildándolos de obstáculo al
bienestar y enemigo de la civilización.
Aunque el objetivo de eliminar la ley antiterrorista ya es de por si loable, lo
es mucho más poner de manifiesto las limitaciones del modelo económico vigente y
la forma como se entiende el progreso y el desarrollo. Oponiéndose a la
destrucción de su comunidad tradicional (en todos los sentidos) los indígenas
chilenos están poniendo en tela de juicio el proyecto de sociedad que se ofrece
como fórmula para alcanzar la democracia política, el bienestar material, la
cohesión social y el acceso a la cultura de la modernidad. Aunque no resulte
explícito en la reivindicación, aunque no sea la intención conciente de los
afectados, el conflicto obliga a considerar factores globales y de largo plazo
que superan con creces el estrecho marco de los cálculos empresariales y de la
miopía e irresponsabilidad (cuando no de la corrupción) de las autoridades que
permiten estos proyectos. Más allá del cálculo de beneficios inmediatos resulta
pertinente preguntarse. ¿Cuáles son los costes reales de esos proyectos? Una
central hidroeléctrica inundando grandes territorios, la extracción de petróleo
y de gas, y en general de recursos minerales, así como la tala masiva de
bosques, la construcción de grandes obras de infraestructura o la explotación
comercial de la biodiversidad se justifican ante la ciudadanía como empresas
indispensables para el progreso, como iniciativas de alta racionalidad económica
que armonizan las ganancias de la empresa con los intereses del país. Pero las
cuentas reales no respaldan tan optimistas aseveraciones, pues si es cierto que
las empresas obtienen ganancias considerables no se puede afirmar la mismo para
el conjunto del país, para comenzar, porque se descargan sobre la comunidad
costes claves que la empresa no asume y se afectan recursos para ésta y futuras
generaciones.
Con independencia entonces de las formas folclóricas que acompañan muchas veces
tales movilizaciones populares contra una represa, una explotación minera o los
permisos de saqueo que se otorgan generosamente a las multinacionales, resulta
esencial considerar los beneficios reales que se derivan de tales proyectos, en
unos casos porque son dañinos en alto grado, en otros, por la manera como se
realizan. La minería del oro, por ejemplo, cuando es realizada de manera
artesanal perjudica ríos y suelos en una medida que se potencia enormemente
cuando la explotación es industrial. La extracción de petróleo, por su parte,
encierra peligros semejantes aunque es posible limitar estos efectos si se
obliga a las empresas a extremar las medidas de seguridad. Las grandes represas
hidroeléctricas, símbolo del desarrollo económico en otras épocas, son hoy
objeto de una consideración más cuidadosa habida cuenta de los daños que
provocan en el medioambiente, la destrucción de otros recursos y lo limitado de
su vida útil. La gran explotación agrícola, otro de los símbolos del modelo
económico actual, recibe objeciones no menos graves y por razones similares:
aquello que es ganancia neta para las empresas supone pérdidas –muchas veces
irreparables- de recursos (agua, suelo, biodiversidad, bosques, dependencia de
los grandes monopolios de la energía, la industria química y los productores de
semillas, etc.) y algo no menos importante: la salud de la población.
¿Quién asume el coste efectivo de agotar un recurso? ¿Quién responde por los
efectos perniciosos sobre la salud de ésta y las futuras generaciones? ¿ A quién
se piden responsabilidades por los daños medioambientales? ¿En qué quedaría el
balance optimista entre inversión y beneficios si se amplía el horizonte del
cálculo y se toman en consideración todos los costes, en particular esos que se
ocultan en la contabilidad de las empresas? Si resulta poco práctico un debate
sobre propuestas de muy escasa realidad (un regreso a la vida rural y el
abandono del industrialismo, por ejemplo) y se asume que el consumismo actual
resulta inconveniente e insostenible (además de inalcanzable para la inmensa
mayoría de la población mundial) se impone entonces la búsqueda de un modelo
diferente de sociedad y de economía, resolviendo la disyuntiva que ofrece, de
una parte, la estrategia que se fundamenta en el "desarrollo de las fuerzas
productivas" como condición indispensable para progresar sobre bases ciertas y,
por otra, el camino que proponen el "buen vivir" de los indígenas como única
manera de alcanzar la armonía social y el equilibrio con el medio ambiente.
Y, algo central para estos países abocados a una desenfrenada exportación de
materias primas y alimentos a las economías centrales del capitalismo: agotar
recursos claves que comprometen el futuro desarrollo constituye un suicidio como
colectividad nacional. Al final, como en los peores tiempos del colonialismo
aquí quedarán los socavones vacíos, los mineros con silicosis y un panorama de
desolación y tristeza. Los escasos beneficios para el país estarán generando
intereses en bancos extranjeros en las cuentas numeradas de los funcionarios
corruptos, tan solícitos cuando se trata de vender el país.
Los actuales mapuches son dignos sucesores de Lautaro, Colocolo,Tucapel, Rengo y
en particular del gran Caupolicán que para ganar la jefatura militar contra los
españoles soportó sin desfallecer por dos días con sus noches un pesado tronco
sobre sus hombros. Tal como lo canta Alonso de Ercilla en La Araucaria:
Con un desdén y muestra confiada,
asiendo el tronco duro y nudoso,
como si fuera vara delicada,
se lo pone en el hombro poderoso:
la gente enmudecía maravillada
de ver el cuerpo fuerte tan nudoso.
Fuente: lafogata.org