Es una costumbre casi consagrada no hablar mal de los muertos. Y es menos
costumbre, pero sucede de vez en cuando, mitificar a las personas. Por eso, la
mayor parte de lo que se oye del Papa es bueno. Y la mayor parte de los
comentaristas, fieles y medios de comunicación lo están tratando no como una
figura humana sino como un personaje de leyenda al que se le adorna con todas
las virtudes. Un juicio más sereno, sin embargo, debería tomar distancia de la
persona que acaba de morir al frente de la Iglesia, después de haber mandado
sobre ella durante más de veintiséis años. Es lógico, desde luego, que los que
profesan la fe católica alaben sus cualidades. Y a buen seguro que desde tal
perspectiva les parecerá un profeta, un misionero, un representante de Cristo
que ha hecho visible a la Iglesia como pocos; y, especialmente, que ha tomado el
camino del sacrificio para, así, ser manifestación de una de las características
de las que quiso rodearse la Iglesia desde el principio: el martirio.
Para una mirada externa la situación es diferente. Es admirable, sin duda, una
persona de carácter firme y tal carácter lo ha acreditado este Papa. Como es de
admirar la coherencia entre lo que se piensa y lo que se hace. Y tal coherencia
ha estado presente, no menos, en este hombre que ha mantenido en todo momento
una defensa sin fisuras de los dogmas vaticanos. A propósito del hombre, y
dejando de lado si hizo tanto teatro o deporte como sus biógrafos (más bien,
hagiógrafos) se encargan de resaltar, sí es cierto que escribió, además de las
consabidas Cartas y Epístolas, un par de libros de filosofía. Uno es un
diccionario y otro, un comentario a un filósofo hoy casi desconocido pero que a
principios del siglo pasado despertaba entusiasmo. Los dos libros son flojos
pero son muestra de un individuo que no crece al abrigo de la burocracia
vaticana. Lo cual no obsta para que creciera en una Polonia cuyo catolicismo no
ha solido sobresalir por su apertura y modernidad.
En un paso más, el personaje comienza a tomar tintes paradójicos. Por un lado
dialoga, se desplaza a cualquier rincón del mundo, habla sin cesar de la paz y
se opone a la invasión de Irak contra los designios del Imperio Americano.
Difícil sería no estar de acuerdo con él en este punto aunque exagerado sería
añadir, como lo ha hecho más de uno, que nos encontramos ante un auténtico
revolucionario. Uno de sus antecesores, Juan XXIII fue más lejos con menos
ruido. Porque, y aquí empiezan las sombras, en este Papa ha habido mucho ruido y
menos nueces. Y algunas de las nueces eran imposibles de comer.
Se rodeó pronto de la parte más fundamentalista de los movimientos cristianos
del momento. En un mundo cada vez más secularizado, se apoyó y dinamizó los
grupos que, llenos de espíritu, se ocupan poco y mal de la carne. Endureció la
doctrina católica de la mano férrea de Razinger, con lo que los teólogos
normales se convirtieron en disidentes pecadores y hasta renegados. Y si no que
se lo pregunten a Boff. Se opuso con todas sus fuerzas al preservativo, que es
una de las medios más eficaces para evitar, especialmente en África, el
devastador Sida. Una feminista católica ha afirmado que en lo que atañe a la
mujer se quedó en el siglo V. Los gays no creo que le celebren con muchas palmas
y su concepto del matrimonio se parece al que predicó, lleno de machismo, Pablo
de Tarso. Y un capítulo especial merece la cerrazón ante los avances de la
biomedicina, una de cuyas promesas más esperanzadoras son las células madre. Con
la obsesión contra el aborto todo ha quedado estigmatizado como si de un
vendaval de maldad se tratara. La vida y la muerte permanecían así encerradas en
una visión antigua, anquilosada pero tremendamente beligerante. Todo esto, y
algunas cosas más, son sombras. Esperemos que el tiempo permita hablar de ellas
con el respeto que toda persona merece pero con la sinceridad que las cosas
también merecen.
No sabemos quien le sustituirá. De nuevo he de decir que a los que ven la
situación desde fuera no tiene por qué importarles mucho. En cualquier caso uno
supone que habrá algún cambio, parecido al que ha sucedido con Rouco Varela.
¿Por qué? Porque cualquier institución tiene necesidad de adaptarse para
sobrevivir. Esto lo saben bien los teóricos de la evolución. Lo que se margina y
es incapaz de asentarse en la corriente de la vida acaba desapareciendo. Y la
Iglesia tiene, en este sentido, una larga experiencia de adaptación. No
olvidemos que después de Pío XII muchos pensaron que todo quedaba atado y bien
atado. Y no fue así. Siguió un Concilio que, aunque quedó lejos de lo que
algunos desearon, viró en una dirección distinta a la herencia inmediata
recibida. Por mi parte apuesto por un Papa italiano. Un Papa de transición y que
irá posibilitando una comunidad cristiana menos escorada a los aires
neofundamentalistas que tanto han mandado en los últimos tiempos. Y con una
mirada objetiva y sin entrar ni salir en la fe de los creyentes, lo mejor para
una cultura de paz, de progreso y de justicias es que quien tiene el poder lo
utilice mirando más a los débiles que a la ley. ¿No hizo eso Jesús de Nazaret?