"MIREN COMO NOS HABLAN DEL PARAÍSO" |
Con el imperio, contra la Iglesia de los pobres
Augusto Zamora R.
El Mundo
Entre 1977 y 1979 fueron asesinados cinco sacerdotes en El Salvador, seguidores
de la Teología de la Liberación y miembros activos de la Iglesia de los Pobres,
que trabajaban con las comunidades y sectores más oprimidos y reprimidos del
país. Monseñor Oscar Arnulfo Romero, Arzobispo de El Salvador, viajó a El
Vaticano en agosto de ese año, con un dossier minucioso sobre la brutal
represión que venían sufriendo la Iglesia y el pueblo salvadoreños. El Papa Juan
Pablo II se negó a ver el dossier y a hablar del tema. Monseñor Romero regresó
abatido pues había creído, hasta su entrevista, que al Papa le ocultaban
información. En marzo de 1980, Monseñor Romero era asesinado mientras celebraba
misa. Ese mismo año, cuatro religiosas norteamericanas morían también
asesinadas, luego de ser torturadas y violadas por el Ejército salvadoreño. El
Vaticano condenó los crímenes pero no emitió condena alguna contra el régimen
que los propiciaba. El silencio se hizo norma.
De enero de 1980 a febrero de 1985, 23 religiosos fueron asesinados en
Guatemala. Con ellos, decenas de miles de civiles, en el mayor baño de sangre
sufrido por la región en las últimas décadas. Se repetía el guión. Condena opaca
y formal y silencio ante la dictadura criminal. La Jerarquía departía con
generales y oligarcas, mientras sacerdotes, religiosos y comunidades cristianas
de base eran sistemáticamente perseguidas o muertas.
En Nicaragua había triunfado en julio de 1979 la revolución sandinista. Con ella
llegó al poder, por vez primera en la historia latinoamericana, la Iglesia de
los Pobres. Cuatro sacerdotes fueron designados ministros. El padre Miguel
D´Escoto, ministro del Exterior, Ernesto Cardenal, ministro de Cultura, Fernando
Cardenal, ministro de Educación y Edgar Parrales, ministro de Bienestar Social.
El Vaticano se revolvió indignado. Todo lo que era silencio en El Salvador y
Guatemala, se hizo estridencia contra la revolución sandinista y sus curas
ministros. El Papa exigió a los sacerdotes que abandonaran los cargos y empezó
una persecución sistemática contra los que apoyaban a la revolución. Curas y
monjas progresistas eran obligadas a abandonar Nicaragua para ser sustituidos
por otros reaccionarios. Cuando Juan Pablo II visita Nicaragua en 1983, el padre
Ernesto Cardenal se arrodilla ante el Papa, quien responde agitando una mano
condenatoria. La foto da la vuelta al mundo. En la misa pública, el Papa se
niega a orar por los asesinados por la contra. Sus actos se tornan políticos y
la visita, preparada con tal celo por el gobierno sandinista que había
construido una plaza especial para la misa papal, deriva en una completa
ruptura.
En una reunión con el presidente Ronald Reagan, según relata el periodista Bob
Woodward, se oficializa una alianza informal entre el Vaticano y EEUU, para
combatir la "amenaza comunista" en Centroamérica. En Nicaragua, las iglesias se
convierten en nidos de la contrarrevolución y los obispos en dirigentes
políticos. La cruzada anticomunista del Papa barrerá Centroamérica y la Iglesia
Católica se dividirá en dos sectores irreconciliables, la iglesia oficial y la
popular. Ganará la oficial, a un costo estremecedor en vidas y bienes. La
Iglesia de los Pobres es barrida por la suma de las purgas vaticanas y la
represión de las dictaduras. El epílogo será el asesinato de siete jesuitas en
la Universidad Centroamericana de El Salvador, en 1989. La Iglesia Católica cae
en grave descrédito y el vacío espiritual es llenado por la más peligrosa y
destructora arma de que dispone EEUU: las sectas religiosas.
Promovidas por EEUU y protegidas por las oligarquías y las fuerzas armadas, como
arma de combate ideológico contra la teología de la liberación, las sectas
protestantes se propagan como hongos por la geografía centroamericana. Su
difusión es más avasalladora en los países donde los movimientos progresistas y
populares eran más fuertes: Guatemala, El Salvador y, tras la derrota electoral
del sandinismo, Nicaragua. Las sectas enraízan en las zonas más pobres y entre
la población más analfabeta, convirtiéndose en una calamidad, pues su fanatismo
religioso embrutece a sus seguidores, agudizando atraso y subdesarrollo y
haciéndolos presa fácil de políticos ultraderechistas, tanto o más fanáticos que
ellos.
El resultado ha sido un descenso dramático del número de católicos que, como
pasa en Guatemala, son hoy la mitad de la población. En Nicaragua se acerca
vertiginosamente a esa cifra, en tanto los católicos comprometidos siguen
condenados a las catacumbas. Como Papa llegado del frío, Juan Pablo II no fue
capaz de comprender la tragedia que afligía a la región centroamericana ni al
resto de Latinoamérica.
La cruzada contra la Iglesia de los Pobres le llevó a someter en 1984 al padre
Leonardo Boff al ex Santo Oficio, que le condenó en 1985 al silencio y a la
privación de todos sus cargos. Gustavo Gutiérrez fue obligado a "revisar" sus
obras, en un proceso similar al sufrido por Galileo. Los obispos defensores de
la Teología de la Liberación eran recluidos en diócesis minúsculas y excluidos
de facto de la Iglesia oficial, como los obispos brasileños Helder Camara y
Pedro Casaldáliga. La Diócesis de Río de Janeiro, a cargo de Paulo Evaristo Arns,
fue dividida en cinco. Y así. Alrededor de 500 teólogos fueron represaliados por
defender una teología que situaba a Dios al lado de los oprimidos.
La cruzada anticomunista tuvo éxito, al precio de derrumbar a la propia Iglesia
Católica y de privar de esperanza a unos pueblos necesitados perentoriamente de
ella. En la alianza fraguada en los 80, sólo EEUU ganó. Centroamérica sigue
condenada.
Augusto Zamora R. es profesor de Derecho Internacional Público y Relaciones
Internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid