Reagan, Wojtyla y la "santa alianza"
(Parte II)
Por: Guillermo Sánchez Vicente y Juan Fernando
Sánchez Peñas*
Segunda y última entrega que desnuda los antecedentes de la connivencia del
papa Juan Pablo II, frente los avances belicistas y abusos las fuerzas de
ocupación bajo la orden del presidente norteamericano, George W. Bush. La
crisis del neoliberalismo. El resurgimiento de las 'guerras de baja
intensidad' y la puesta en marcha del 'complejo militar industrial', como
punta de lanza del codiciado control ideológico y político planetario.
Primera parte de la nota
Polonia
En 1980, unos meses antes de que Reagan iniciara su mandato, comenzó en
Polonia la huelga de trabajadores del puerto de Gdansk, liderada por Lech
Walesa y su sindicato Solidaridad. El papa polaco recientemente elegido apoyó
decididamente este primer movimiento democratizador de la Europa soviética.
Cuando Reagan asumió la presidencia en enero de 1981 ya se habían producido
los primeros contactos estratégicos entre el gobierno de Estados Unidos y Juan
Pablo II, a través de Zbigniew Brzezinski, asesor de seguridad nacional del
presidente Carter (con quien ya se había entrevistado Wojtyla en junio de
1980) y polaco de origen. La administración Reagan mantuvo a Brzezinski como
asesor para Polonia, lo cual implicaba un trato directo con el papa (Su
Santidad, pp. 271-274).
A los pocos días de su investidura, el 30 de enero de 1981, en una reunión con
su equipo de seguridad nacional, Reagan mostró entusiasmo por entablar
contacto con el papa a fin de apoyar a Solidaridad en Polonia. Se estableció
una red de apoyo económico a través de la CIA, los sindicatos estadounidenses
y las iglesias católicas polaco-norteamericanas. Radio Europa Libre, La Voz de
América y Radio Vaticana emitían programas que preparaban a la población de
Europa oriental para la oposición al régimen. En los años siguientes toneladas
de equipos de edición y fotocopiado fueron introducidos de contrabando en el
país.
Reagan esperaba ansioso los informes del papa que Walters y Casey traían de
sus visitas al Vaticano. A cambio, el papa recibía información procedente de
agentes secretos y satélites de la CIA. Los asuntos tratados, según los cables
confidenciales enviados a las autoridades estadounidenses tras cada visita,
eran múltiples: Polonia, América central, el terrorismo, el Chile de Pinochet,
China, la teología de la liberación, la salud de Brezhnev, el conflicto
palestino-israelí, la carrera armamentística, África, la política exterior del
gobierno francés... El asesor Richard Allen afirmó: 'Una de las cosas que se
aprenden sobre la Iglesia católica es que está organizada para recoger
información de los fieles [...]. Una agencia de información debería estar
organizada como el Vaticano'. Él mismo calificó esta relación Reagan-Wojtyla
como 'una de las más grandes alianzas secretas de todos los tiempos' (Su
Santidad, p. 284).
En 1981, en plena huelga de Solidaridad y con las tropas soviéticas
concentrándose en la frontera polaca (de lo cual la CIA informó al papa), el
Vaticano difundió el rumor de que si la URSS invadiera Polonia, el papa
viajaría a su país natal (p. 289). En una reunión entre Juan Pablo II y el
embajador soviético en Roma, Moscú se comprometió a no intervenir en seis
meses si el Vaticano frenaba a Solidaridad respecto a la convocatoria de
nuevas huelgas. Reagan y el papa dosificaron hábilmente sus declaraciones y
estrategias para, mediante el clásico procedimiento de dar 'una de cal y otra
de arena', irritar, apaciguar y finalmente desarmar a los soviéticos en cuanto
al caso polaco. La propia encíclica Laborem Exercens (1981) parece diseñada
para proporcionar un fundamento teórico a sindicatos como Solidaridad, que
'contó a partir de entonces con un documento papal hecho a la medida de sus
luchas' (p. 329).
'El 7 de junio de 1982, Reagan llegaba al Vaticano para celebrar una cumbre
entre esas dos superpotencias tan diferentes entre sí y que acabaría sellando
la secreta alianza entre ambas' (Su Santidad, p. 372). Ambos dirigentes se
sintieron intensamente identificados no sólo en sus objetivos estratégicos,
sino también en su visión del mundo y en su experiencia personal (los dos
habían sobrevivido 'milagrosamente' a sendos atentados meses atrás). Reagan
era un personaje peculiar, una curiosa combinación de visionario y pragmático.
Sin ninguna inclinación intelectual, tenía sin embargo unas pocas ideas
motrices, fundadas en gran medida en su intuición, que definían un proyecto y
que, con ayuda de sus colaboradores, consiguió realizar en gran medida. Una de
sus obsesiones era derrotar al 'Imperio del Mal' (el bloque comunista de
Europa) y reconducir a la URSS al seno de la 'civilización cristiana',
objetivo en el coincidía con Juan Pablo II. En la cumbre del Vaticano ambos
líderes comentaron la forma de rediseñar un nuevo orden mundial que superase
los errores de la Conferencia de Yalta de 1945 (p. 376).
El papa, en consonancia con las afirmaciones de Reagan según las cuales su
intención era buscar la paz mundial y la abolición definitiva de las armas
nucleares, declaró: 'En el momento actual de la historia del mundo, Estados
Unidos está llamado sobre todo a cumplir con su misión al servicio de la paz
mundial' (p. 378). El 17 de mayo de 1981, cuatro días después del atentado
contra el papa, Reagan había pronunciado un discurso 'profético': 'Los años
que nos esperan serán excepcionales para nuestro país, para la causa de la
libertad y para la difusión de la civilización. Occidente no contendrá al
comunismo, sino que lo trascenderá. No nos molestaremos en denunciarlo, lo
desecharemos como un capítulo triste y singular de la historia humana cuyas
últimas páginas se están escribiendo en estos mismos momentos' (p. 324). Tras
la cumbre de 1982, la 'Santa Alianza' quedó consolidada.
Poco después de la segunda visita papal a su país natal (junio de 1983) las
autoridades polacas levantaron la ley marcial que habían impuesto en diciembre
de 1981. El régimen prosoviético de Polonia tenía sus días contados; su
descomposición sería el pistoletazo de salida para la caída de los regímenes
comunistas de la Europa del Este. Como dijo Wojtyla a Mieczlaw Malinski, su
compañero de seminario en la clandestinidad, 'perestroika es una continuación
de Solidaridad. Sin Solidaridad no habría habido perestroika' (p. 477).
Gorbachov ha confirmado en varias ocasiones esta misma interpretación: 'Hoy
podemos decir que todo lo que ha ocurrido en Europa oriental no habría
sucedido sin la presencia de este papa, sin el gran papel -también político-
que ha sabido jugar en la escena mundial' ('Lo que le debemos a Juan Pablo
II', El Correo Español, 14.6.93; el líder ruso destaca también el esfuerzo de
Wojtyla 'por contribuir al desarrollo y crecimiento de una nueva civilización
en el mundo'). Independientemente de la valoración que se haga de estos
resultados políticos, cabe preguntarse qué relación tienen estas
conspiraciones y estrategias políticas con la figura de Jesús, cuyo vicario
pretende ser el papa de Roma.
Iberoamérica
La cruzada anticomunista de Reagan y Wojtyla atacó también a los regímenes
izquierdistas de América central. Pio Laghi, delegado papal en Washington, y
el cardenal de origen polaco John Krol (quien llegó a rezar públicamente en
dos convenciones del Partido Republicano), fueron los contactos en esas
operaciones.
En diciembre de 1982 el Congreso forzó al presidente a firmar la ley que
prohibía a la CIA y al Departamento de Defensa apoyar a las fuerzas
paramilitares de la Contra (cuyo objetivo era derrocar a los sandinistas en
Nicaragua), por lo que la administración Reagan organizó otros mecanismos
(ilegales) de financiación de los contras, lo cual condujo finalmente al
escándalo Irán-Contra (muy poco recordado estos días entre tanto homenaje
laudatorio al difunto). Reagan buscó la alianza con la jerarquía de la Iglesia
Católica Romana nicaragüense (a la que la CIA denominaba 'la Entidad'), que
estaba enfrentada a los sectores pro sandinistas de la llamada 'Iglesia del
Pueblo'. Ya en 1981 la CIA canalizó secretamente su apoyo económico y sus
informes secretos sobre el gobierno a la jerarquía católica, en especial al
arzobispo Miguel Obando; cuando en 1983 la Comisión de Inteligencia del
Congreso de los Estados Unidos descubrió estas transferencias, presionó a
Casey para que dejara de realizarlas, pero la CIA siguió desviando grandes
sumas a 'la Entidad' a través del teniente coronel Oliver North, miembro del
Estado Mayor del Consejo Nacional de Seguridad (Su Santidad, pp. 380, 381).
Casey y Clark, a través de Pio Laghi, alentaron al Vaticano a organizar una
visita papal a Nicaragua, en la que quedara clara la condena a la iglesia
popular y el apoyo a la jerarquía; para Estados Unidos también era importante
que el papa no condenara a los contras (calificados por Reagan como
'combatientes por la libertad'). Fue entonces cuando tuvo lugar el famoso
episodio del encuentro del papa en el aeropuerto de Managua con el sacerdote
Ernesto Cardenal, miembro del gobierno sandinista, a quien Wojtyla retiró la
mano mientras le reprendía públicamente. En las apariciones públicas del papa
la muchedumbre se dividió entre los que apoyaban sus discursos (centrados en
el tema de la autoridad eclesiástica) y los partidarios de la 'Iglesia del
Pueblo' y del gobierno sandinista.
El viaje papal continuó en El Salvador, Costa Rica, Guatemala y Haití, países
en los que Juan Pablo II habló de derechos humanos de forma genérica pero,
para satisfacción del gobierno estadounidense, no pronunció ni una sola
palabra contra los gobiernos autoritarios apoyados por Washington.
Otro de los intereses comunes de la 'Santa Alianza' fue el modelo de
transición diseñado para Chile: la Iglesia Católica Romana y Washington
impulsarían a Pinochet a convocar elecciones, asegurándole la inmunidad por
sus crímenes y el cargo de comandante de las Fuerzas Armadas. Para ello Juan
Pablo II contaba con su nuncio, Angelo Sodano, y designó a Juan Francisco
Fresno como arzobispo de Santiago; a diferencia de su antecesor Raúl S.
Henríquez, Fresno era complaciente con el régimen. En la visita papal a Chile
(abril de 1987), una vez más, el dictador no escuchó ninguna palabra de
reprobación de labios del papa (Su Santidad, pp. 484-488; ver también Juan
José Tamayo, 'Los hombres de Pinochet en el Vaticano', El País, 2.3.99).
El legado de Reagan
La religiosidad personal de Reagan está rodeada de algunos interrogantes;
incluso hay quien afirma que era masón (como lo fueron y un gran número de
presidentes y políticos de su país a lo largo de la historia). Su padre era
católico, por lo que al nacer fue 'bautizado' en esa iglesia, pero luego
creció en la iglesia de su madre, los Discípulos de Cristo (protestante). Rara
vez se le vio asistir a servicios religiosos u orar en público durante su
mandato. Cuando en un debate presidencial se le preguntó si era un born-again
Christian (como se conoce a los evangélicos 'nacidos de nuevo', es decir, que
declaran haberse entregado a Jesús), se negó a responder directamente a la
pregunta.
Eso sí, su posición en asuntos religiosos quedó clara en muchas de sus
declaraciones, que coinciden de lleno con los planteamientos de la 'derecha
cristiana' (incluyendo ya en ésta las corrientes católicas conservadoras).
Defendió el derecho de los niños a orar públicamente en las escuelas al inicio
de la jornada 'de la misma manera que el Congreso mismo comienza cada sesión
diaria con una oración de apertura' y se manifestó en contra de eliminar las
palabras 'In God We Trust' de los documentos públicos. Repitió el mito de
'somos una nación guiada por Dios' ('we are a nation under God') y consideraba
que 'en los años 60 esto comenzó a cambiar. Comenzamos a dar grandes pasos
hacia la secularización de nuestra nación y a retirar la religión de su lugar
de honor'. Según Reagan, 'envenenamos nuestra sociedad cuando eliminamos sus
soportes teológicos'.
Las ideas teológicas de Reagan sobre el fin de los tiempos son también dignas
de consideración. Esperaba que en sus días se cumplieran los acontecimientos
narrados en Ezequiel 38 y 39, que él, siguiendo las corrientes
dispensacionalistas, identificaba con una guerra nuclear que se correspondería
con el bíblico Armagedón. El fundamentalista George Otis, presidente honorario
de Christians for Reagan, declaró que 'Reagan reconoce el hecho de que esta
nación tiene una oportunidad única de influir en la llegada de la Era del
Reino'. En 1980 afirmó: 'Puede que seamos la generación que vea el Armagedón',
y poco después le comentó a Jerry Falwell: 'Jerry, nos estamos dirigiendo
rápidamente hacia el Armagedón'.
No es de extrañar entonces que, una vez retirado Reagan de la política, y más
ahora con la heroificación tras su fallecimiento, los evangélicos
fundamentalistas (como Paul Kengor, autor de God and Ronald Reagan, o Tom
Freiling en su Reagan's God and Country) reivindiquen su figura, destacando
los aspectos de su gestión que lo identificaron a la 'derecha cristiana' y
minimizando, significativamente, otros datos como las frecuentes consultas
astrológicas de Nancy Reagan. Precisamente esta cierta indefinición religiosa
de Reagan se corresponde también con las tendencias de la Epoca Neorreligiosa
en que estamos inmersos, caracterizada por una emergencia notable de lo
religioso como factor decisivo en la política y la sociedad, el sincretismo
ideológico-espiritual, el discurso basado en la 'tolerancia' (en lugar de en
el respeto, base de la libertad religiosa) y, a la vez, un concepto de
autoridad fuerte y jerarquizado. Pero ni el marcado confesionalismo de las
declaraciones y políticas de Reagan, ni sus concepciones escatológicas tienen
respaldo en la Biblia.
El legado sociorreligioso de la era Reagan alcanza muchas de las tendencias y
mecanismos que funcionan hoy en Estados Unidos (y por tanto en todo el mundo),
y no sólo en la América de Bush junior, pues todos estos rasgos se han
desarrollado también bajo Clinton: la dilución de los límites entre la
religión y la política, la cesión de poder a Roma por razones de pragmatismo
geopolítico, la apelación a la identidad y los criterios religiosos como
resortes políticos, y la irrupción de los lobbies religiosos (católicos y
evangélicos) en las políticas nacionales e, incluso, internacionales (piénsese
en el caso de Israel).
La reedición de la 'Santa Alianza'
Unos veinte años después de Reagan, con el mismo papa y con similar líder
imperial (aunque aún más violento), como venimos señalando en
www.laexcepcion.com, asistimos a una peculiar reedición de la 'Santa Alianza'
en un contexto de guerra brutal que se pretende justificar como 'lucha contra
el terrorismo'. Ya en el discurso de Juan Pablo II, del 13 de enero de 2003,
cuando pronunció su famoso '¡NO A LA GUERRA!', Wojtyla añadía: 'Como recuerda
la Carta de la ONU y el Derecho internacional, no puede adoptarse [la guerra],
aunque se trate de asegurar el bien común, si no es en casos extremos y bajo
condiciones muy estrictas'. La 'condena' vaticana jamás fue un 'No a toda
guerra', sino a lo sumo 'No a esta guerra'. Su argumentación ha girado en
torno al concepto católico (y podemos decir que ajeno al evangelio) de 'guerra
justa'. Con motivo de los ataques iniciales, Juan Pablo II y sus subalternos
sólo expresaron su 'profundo dolor' y el deseo de que acabara, pero desde
entonces nunca pronunciaron ni una sola palabra de condena de la misma, ni
mucho menos contra los gobiernos que la están llevando a cabo, como bien pudo
comprobarse en la visita papal a España en mayo de 2003. De hecho, la supuesta
contundencia de la condena vaticana en ningún momento implicó acciones
realmente firmes, como habría sido un llamado a la objeción de conciencia de
los soldados católicos; o, ¿por qué no?, la propia presencia de Wojtyla en
Irak como 'escudo humano'.
El presidente del episcopado alemán, cardenal Lehmann, restaba importancia a
las diferencias de enfoque entre Roma y Washington (12.3.03), y el delegado
oficial de la 'Santa' Sede ante el Tribunal Penal Internacional exponía en sus
declaraciones posiciones 'sorprendentemente' cercanas a las de Estados Unidos
en numerosos puntos de política internacional, como el papel del Consejo de
Seguridad de la ONU y la posible aplicación de la pena de muerte.
Lejos de enfrentar al Vaticano y al gobierno de los Estados Unidos, la guerra
de Irak ha supuesto una gran oportunidad para un mayor acercamiento
diplomático, así como para una ratificación de la 'Santa Alianza'. El 3 de
marzo de 2003 la consejera de Bush Condoleeza Rice se encontró con cuatro
cardenales estadounidenses. Poco después el enviado del papa Pio Laghi se
entrevistaba con Bush. En las horas previas al estallido bélico, el secretario
de Estado norteamericano Colin Powell llamó por teléfono al arzobispo Tauran.
Poco después de la toma de Bagdad, John Bolton, subsecretario del Gobierno de
los Estados Unidos para la seguridad internacional, fue recibido por Tauran.
James Nicholson, embajador de Bush ante el Vaticano, consideraba por entonces
que 'las relaciones entre los Estados Unidos y la Santa Sede siguen siendo
buenas [...]. Fundamentalmente no nos hemos encontrado en contraste con las
declaraciones del Papa'. Y en una clara afirmación (difundida, sin comentario
alguno, por el propio Vaticano), destacaba: 'Por otra parte, no ha dicho
nunca: 'La guerra es inmoral'. La doctrina de la Iglesia considera la
hipótesis de una guerra justa' (9.4.03). En ninguna de estas ocasiones el
Vaticano ha informado de oposición alguna a la postura formulada por el
gobierno de Estados Unidos.
Cuando el Consejo de Seguridad de la ONU aprobaba el fin del embargo,
sancionando de este modo, sin discusión ni denuncia alguna, la violación del
derecho internacional que había supuesto la guerra, el Vaticano se sumó a las
celebraciones de dicho fin, sin efectuar tampoco esta vez la menor referencia
a las causas que habían acabado con el embargo (y, de paso, con la vida de
miles y miles de iraquíes). Previamente a la visita de Powell al papa en junio
de ese mismo año 2003, el secretario de Estado norteamericano dejó claro que
no tenía intención de pedir excusas al papa por la decisión de atacar Irak;
tampoco Juan Pablo II se las exigió. El diplomático manifestó también que
pensaba convencer al papa de que el pueblo iraquí había sido 'liberado'. El
encuentro estuvo marcado por la simbología militar, y el portavoz papal
explicó que el encuentro entre ambos se celebró en 'un clima verdaderamente
cordial'.
El conocimiento de las torturas estos últimos meses en Irak ha obligado al
Vaticano, que hasta entonces seguía de lo más calladito, a volver a
pronunciarse (por más que nadie puede ignorar que dichas torturas son sólo la
puntita del iceberg de la terrible tragedia iraquí). No en vano sabe que la
nueva situación creada a raíz del escándalo le da una posición de fuerza en
las negociaciones que, de manera discretísima, sostiene desde antes de la
invasión con la superpotencia americana. El papa no ha dejado perder la
ocasión que le brindaba el encuentro Estados Unidos-Vaticano, al que el
'pobre' emperador llegaba necesitado e implorante… en una nueva versión,
cierto que mitigada y adaptada a los tiempos, de la humillación de Canosa (en
el siglo XI, cuando el emperador Enrique IV fue a pedir audiencia del papa
Gregorio VII, el cual tuvo a bien hacerse esperar).
Esta visita, aparte de la lógica motivación electoral (el voto católico en la
convocatoria de noviembre…), seguramente habrá tenido mucho que ver con el
cambio de planes y lavado de cara que ahora el gobierno estadounidense
comprende necesitar con urgencia. Estuvo precedida de las recientes y duras
declaraciones del portavoz de dicha sede contra la presencia norteamericana en
Irak (ver, por ejemplo, 'El Papa pedirá a Bush un cambio radical de política
en Irak y Tierra Santa', en Zenit, 13.5.04). No podemos saber con exactitud lo
que el señor Wojtyla ha exigido al líder del mayor estado terrorista del
planeta, pero no hay duda de que tendrá que ver, por ejemplo, con las
aspiraciones vaticanas en 'Tierra Santa', para lo cual Bush se habrá tenido
que comprometer, de una vez por todas, en el cumplimiento de los requisitos de
la Hoja de Ruta: sin una mínima pacificación con cierta apariencia de 'justa'
del conflicto palestino-israelí, es impensable que la 'Santa' Sede pueda
sentar sus reales, según su más caro anhelo, en la bella Jerusalén. También es
de suponer que trataran la situación en Irak que suscita no poca inquietud en
el ánimo del papa. Esta inquietud no sólo tiene que ver con los católicos de
ese país, sino también con un proceso bélico que no acaba de resolverse. Y
que, además, con escándalos como el de las torturas, y matanzas como las de la
boda del 19.5.04 (con más de cuarenta muertos), sólo contribuye a deteriorar
aún más la imagen de la cristiandad occidental a los ojos del mundo musulmán,
malbaratando así en cierto grado los éxitos cosechados por Roma entre
crecientes sectores del mismo.
El panorama bajo el dominio de la nueva 'Santa Alianza' es sombrío pero,
gracias a Dios, aunque se llegue a imponer el totalitarismo neorreligioso
emergente, ni Reagan (entonces) y Bush (ahora), ni el papa y la 'derecha
cristiana' (entonces y ahora), tienen la última palabra sobre el destino del
mundo.
* Guillermo Sánchez Vicente y Juan Fernando Sánchez Peñas son responsables del
periódico digital www.laexcepcion.com