"MIREN COMO NOS HABLAN DEL PARAÍSO" |
Sin llegar a ser un precónclave, el Consistorio
extraordinario realizado en Roma en mayo de 2001 inauguró la discusión sobre
la sucesión del Papa de la Iglesia católica, Juan Pablo II (81 años, elegido
en 1978), y puso en marcha el mecanismo electoral en el Vaticano. En realidad,
el objetivo de ese Consistorio era la confrontación de programas antes que una
competencia entre candidatos. Pero todo confirma que ya comenzaron las
maniobras preelectorales para suceder al Papa en la conducción de más de 1.000
millones de católicos.
El pasado 21 de febrero el Colegio de cardenales sufrió una reorganización
definitiva con la nominación de 44 nuevos miembros. El refuerzo de la
representación romana, con 10 cardenales, y el salto cuantitativo de los
latinoamericanos, con 11 nuevos capelos, muestran la ambivalencia del
pontificado, entre romanidad y mundialismo. El Sacro Colegio pasó a tener 185
miembros -récord histórico-, 135 de los cuales pueden votar, al no haber
superado el límite de los 80 años. El Papa no cayó en la trampa de la ley
electoral, que prevé un máximo de 120 electores: hizo sus cuentas y calculó
que para la fecha de la elección, el mecanismo del límite de edad dejará fuera
de carrera a por lo menos 15 cardenales. Ello restablecerá el techo electoral
canónico y evitará problemas de superpoblación en el hospicio de Santa Martha,
residencia de los electores.
En el Colegio de cardenales, ya casi íntegramente designado por Juan Pablo II,
se percibía el desarrollo de la tendencia internacionalista de los
consistorios de Juan XXIII y de Pablo VI, y también un aumento del lugar
ocupado por la "Tercera Iglesia": de apenas dos cardenales no europeos (sobre
62) en 1903, se llegó a 23 bajo Juan XXIII, y a 57 en el pontificado de Pablo
VI. Al cabo de la octava horneada de Juan Pablo II, el cuerpo electoral se
distribuye de la siguiente manera: 65 cardenales europeos (48%), 16 de Estados
Unidos y Canadá, 24 latinoamericanos, 13 africanos, 13 asiáticos y 4 de
Oceanía.
En función de esos cálculos, la "Tercera Iglesia" pasa a 54 cardenales
electores, lo que representa el 40% del Colegio, a la vez que se invierte la
curva de la proporción italiana, que acusó el golpe del primer Papa no
italiano 1 de los últimos cinco siglos: 24 de los cardenales electores son
italianos, es decir, el 17,8%; contra el 25% a comienzos del actual
pontificado, en 1978, y el 61% a principios del siglo XX. Probablemente se
trate de un golpe definitivo a la hegemonía italiana, que puede abrir la vía
al posible advenimiento de un Papa procedente de fuera de las fronteras
peninsulares, y quizás de las europeas.
¿Un Papa latinoamericano?
Sin embargo, el criterio geopolítico perdió su valor absoluto en la
designación del sucesor en el trono de Pedro. La elección del nuevo jefe
espiritual de cerca de 1.018 millones de católicos no depende de manera
determinante de la pertenencia nacional. En el seno de la misma curia romana
no existe la homogeneidad de puntos de vista necesaria para una disciplina de
grupo y de voto en el cónclave susceptible, llegado el caso, de hacer inclinar
la balanza.
Cabría hablar más bien de una eventual solidaridad transversal entre grupos
nacionales, romanos y continentales, sobre las cuestiones cruciales vinculadas
con el futuro de la Iglesia. Si se tienen en cuenta las consecuencias
secundarias de la ruptura con la tradición de un papado italiano, hay que
dejar de lado los pronósticos nominales clásicos, que nunca resultaron
exactos, a favor de un análisis de los problemas actuales y de las
orientaciones de los electores.
Los reformistas sustentan un programa de cambios: modificación del Sínodo de
los Obispos, cambios en el seno de la curia, descentralización a favor de las
Iglesias locales, nuevas formas de ejercicio de la supremacía pontificia. El
proyecto incluye la convocatoria de un nuevo Concilio Ecuménico y, de todas
formas, un desarrollo prudente del diálogo interreligioso y de la penetración
del Evangelio en los "nuevos mundos". Los partidarios de la reforma quisieran
unir ese proyecto al atractivo simbólico de un Papa latinoamericano y colocar
en el trono de Pedro a un hombre capaz de representar la alternativa
espiritual de la Iglesia de los pobres ante la dominación mundial del dinero.
La personalidad que emerge en esa perspectiva es la del arzobispo de
Tegucigalpa, Honduras, Oscar Andrés Rodríguez Maradiaga (nacido en 1942), un
salesiano que reúne un amplio abanico de competencias: habla cinco idiomas; es
pianista y compositor; diplomado en psicoterapia en Innsbruck; titular de un
doctorado de teología moral y de otro de filosofía; profesor de física,
matemáticas, ciencias naturales y química; rector del Instituto Salesiano de
Filosofía; obispo auxiliar de Tegucigalpa con sólo 36 años y luego arzobispo,
en 1993. Secretario general y luego presidente del Consejo Episcopal
Latinoamericano (CELAM), logró la estima general, incluso de los teólogos de
la liberación 2, sobre todo por su espíritu conciliador. En Roma se hizo
conocer como miembro del Consejo Cor Unum y del Consejo de Justicia y Paz.
Elegido por el Sínodo de los obispos como secretario general (1994-2001), fue
secretario del Sínodo de América, estuvo a cargo de la redacción del documento
post-sínodo Ecclesia in America, diagnóstico crítico de la doctrina neoliberal
y programa para la Iglesia en el hemisferio. Si de su pequeña Honduras fuera
llamado a la Santa Sede, es seguro que hará de ese texto una carta de acción
de la Iglesia, no sólo para el continente americano, sino también en el
contexto del creciente conflicto entre el Imperio global y la masa de los
excluidos.
El principal argumento a favor de un candidato latinoamericano es el valor
simbólico de ese primer salto transatlántico del papado, además del
reconocimiento otorgado a una cristiandad que reúne más de la mitad de los
católicos. En la misma línea se prevé la eventualidad de una candidatura
africana, por ejemplo la del cardenal nigeriano Francis Arinze, pionero de la
penetración del mensaje evangélico en África y presidente del Consejo
Pontificio para el diálogo interreligioso.
En el campo reformista aún no se logró un acuerdo estratégico preciso. La
solución latinoamericana es considerada prematura por quienes piensan que la
prioridad consiste en llenar el vacío entre la utopía de Juan Pablo II y el
sistema central, concentrando los esfuerzos en una real recuperación del
control del aparato de gobierno. El nombre que circula es el de Giovanni
Battista Re, a quien el propio Papa demostró su preferencia al colocarlo a la
cabeza de la lista de los 44 cardenales, lo que en el lenguaje del Vaticano lo
designa como delfín. Nacido en 1934 en Brescia, Italia, hizo carrera en la
secretaría de Estado, siendo luego designado secretario de la Congregación de
los Obispos y posteriormente sustituto de Juan Pablo II, de quien es el hombre
de confianza. Giovanni Battista Re podría reunir los votos de los electores
interesados más que en un Papa carismático, en uno preocupado por el futuro de
la Santa Sede, en un hombre capaz de reparar las fracturas internas, de
consagrarse a la reforma de la curia y de devolver a las Iglesias locales lo
que les quitó la política de centralización de la década de 1990.
El principal candidato del ala reformista sigue siendo el cardenal Carlo María
Martini, un jesuita. Sus cualidades espirituales, su visión universal de los
problemas, sus convicciones ecuménicas e interreligiosas, su experiencia
pastoral en la más grande diócesis del mundo, unidas a la lucidez y la
prudencia con que preconizó una reforma colegiada del papado en el último
consistorio, le valieron la estima de numerosos cardenales. Incluso los
cardenales conservadores, como Francis Eugene George, de Chicago, le hicieron
saber que no dudarían en darle su voto a pesar de que en 2002 tendrá 75 años y
que dejará entonces de estar a cargo de la Iglesia de Milán para volver a
consagrarse a sus queridos estudios bíblicos en Jerusalén. No sería la primera
vez que el cónclave fuera a buscar a un Papa a una ermita.
En la historia de los cónclaves se verifica a menudo la paradoja según la cual
"quien entra Papa sale cardenal". Por lo tanto, no se puede excluir que la
candidatura de Martini continúe despertando cierta consideración, no a pesar
de su debilidad, sino a causa de ella. En cuanto al problema de su edad, la
alternancia entre un pontificado largo y uno corto, sin ser absoluta, continúa
gozando de cierta racionalidad estadística: luego del largo reinado de Juan
Pablo II, los cardenales se verán sin duda más inclinados a encontrarle
ventajas a un pontificado corto, de reestructuración y reequilibrio, y
preferirían entonces un cardenal de cierta edad, con tal de que sea sano. Es
lo que ocurrió en 1958, cuando la elección recayó en el "viejo" Roncalli,
convertido en Juan XXIII: los electores optaron por un "pontificado de
transición" luego de los 19 años de pontificado de Pío XII.
Ante la eventualidad, que parece más probable, de que Martini no logre el
apoyo ni de los dos tercios ni de la mitad más uno de los votantes, ya circula
un nombre de reemplazo, el del cardenal Dionigi Tettamanzi, de Génova,
considerado como una solución intermedia entre reformistas y moderados. Nacido
en 1934 en Milán, este teólogo de la moral que exploró las fronteras de la
bioética y de la ética económica en la era de la mundialización, se mantuvo
siempre en posiciones reformistas prudentes, con una tendencia a virar
fácilmente siguiendo el viento del poder de la curia. Posee una indudable
experiencia, tanto pastoral, en tanto arzobispo de Ancona, como gubernamental,
en tanto secretario de la Conferencia Episcopal italiana y colaborador en la
redacción de las encíclicas morales del Papa, antes de su traslado a Génova en
1995. En el plano internacional se hizo conocer por su intervención pro
reformista en el Sínodo Europeo de 1999, que le significó el primer lugar
entre los italianos en la elección para los cargos en la secretaría general.
Su lectura positiva de la crisis de la cristiandad y su convicción de que la
primacía de lo espiritual exige otro ciclo de reformas en la Iglesia, lo
acercaron a las posiciones de Martini. Muy amigo y ex compañero de clase de
Re, también podría obtener su apoyo en el cónclave y, naturalmente,
convertirlo en su secretario de Estado.
Frente a esta posibilidad, se organiza una alianza marcada por el signo de la
restauración en torno al secretario de Estado, Angelo Sodano, que encarna la
más política de las candidaturas. Nacido en Isola d'Asti en 1927, Sodano
desarrolló una carrera diplomática en el Chile de Pinochet, por lo que podrá
contar con ciertos sectores del cuerpo electoral que buscan una personalidad
pragmática, de tendencia conservadora, experimentada en situaciones de extrema
urgencia, más aun teniendo en cuenta que el Colegio de cardenales podría tener
que manejar un eventual renunciamiento de Juan Pablo II.
Pero fuera de él mismo o de un eventual candidato latinoamericano de su
elección, Sodano podría también impulsar otras soluciones "pastorales". Por
ejemplo, suscitar un consenso en torno al nuevo arzobispo de Turín, Severino
Poletto (nacido en Treviso en 1933) y designado obispo de Asti (ciudad natal
de Sodano) en 2000. No sólo por sus cualidades espirituales y pastorales, por
otra parte mal conocidas, sino también por sus vinculaciones con el secretario
de Estado.
Ante tal hipótesis no habría que subestimar el peso electoral de una posible
coalición entre grandes electores de la curia -como Josef Ratzinger y Sodano-
y el ala integrista representada por los cardenales latinoamericanos
romanizados: el prefecto de la Congregación del clero, Darío Castrillón Hoyos,
ex normalizador del CELAM; el presidente del Consejo Pontificio de la Familia,
Alfonso López Trujillo -ambos deben sus puestos a Sodano- y el prefecto de la
Congregación para el culto divino, Jorge Arturo Medina, un teólogo chileno
amigo de Ratzinger desde la época del Concilio Vaticano II, conocido por sus
cruzadas morales contra la liberalización sexual y contra la Concertación
gubernamental chilena. En tal caso la perspectiva latinoamericana sería
recuperada a favor de un programa conservador.
En el campo italiano, tal perfil se encarna en la persona del arzobispo de
Bolonia, el cardenal Giacomo Biffi (nacido en 1928), conocido por su
desacuerdo con el mea culpa de la Iglesia sobre sus errores históricos y por
su crítica del diálogo interreligioso. La candidatura de Biffi busca apoyos en
el campo del integrismo y en movimientos como "Comunión y liberación", y el
Opus Dei. Esta coalición, aun siendo heterogénea, se aglutina en torno a un
programa de restauración autoritaria, que sostiene que el diálogo ecuménico e
interreligioso debe estar condicionado a la reafirmación de la preeminencia de
la verdad exclusiva de la Iglesia romana y de su poder ético-político en el
mundo.
Otra candidatura, menos conflictiva aunque igualmente situada bajo el signo de
la restauración, sería la del cardenal Christoph Schonborn, un dominico,
brillante arzobispo de Viena y redactor del Nuevo Catecismo de la Iglesia
católica. Desprovisto de las asperezas de identidad de Biffi y del rigor de
acero de su padrino Ratzinger, y hasta abierto al diálogo, Schonborn
garantizaría una interpretación sugestiva a las expectativas no sólo del ala
intransigente, sino también de sectores conservadores católicos más amplios.
Pero su relativa juventud -nació en 1945- no juega en su favor, como tampoco
su pertenencia al campo alemán, que se tornó demasiado incómodo para muchos.
En cualquier caso, se plantea el tema de las opciones fundamentales a las que
se enfrenta la Iglesia. Aun cuando los cardenales son más sensibles a la
prudencia que a la audacia, no se puede descartar que muchos de ellos deseen
ofrecer a la Iglesia un profeta, como lo hicieron sus colegas -sin saberlo- al
elegir a Juan XXIII. Un Papa que no busque el poder sino el lenguaje del
corazón, que privilegie la interioridad sobre las apariencias, que se dirija,
no a las masas, sino a las conciencias. Un soberano pontífice que respete el
derecho natural a la búsqueda -aunque eso lleve a poner en tela de juicio las
verdades humanas- afirmando a la vez los principios eternos y que prefiera la
persuasión a la coerción. Un Papa que se rodee de obispos para gobernar la
Iglesia y que sepa hacerla respirar con las esperanzas de los más pobres,
pronunciando respecto de los poderosos palabras de justicia inflexibles. Un
pastor que abra nuevos espacios a los carismas de las diferentes Iglesias
cristianas. En fin, un Papa que incite a los cristianos a extender "la buena
nueva" a otras culturas, consciente de que el Evangelio tiene otra vida más
allá de la vivida en Occidente.
Tal vez ese Papa ya esté en la sala de espera de la Iglesia católica. Pero
resulta difícil saber si el próximo cónclave logrará descubrirlo...
Notas: _ 1. Juan Pablo II, entronizado en 1978, es el primer Papa no italiano
desde Adriano VI (1522-1523).
2. El movimiento de la Teología de la Liberación reúne esencialmente
eclesiásticos latinoamericanos que justifican la lucha, incluso violenta,
contra la corrupción, la dictadura y la miseria social que padece parte de la
población del Sur.
*Giancarlo Zizola, periodista y ensayista italiano, autor de Le Successeur,
Desclée de Brouwer, París, 1996.
Texto publicado en Le Monde Diplomatique, Edición Chilena, septiembre 2001.
Ver también extractos del artículo de François Normand "El Poder del Opus Dei":