"MIREN COMO NOS HABLAN DEL PARAÍSO" |
Luces y sombras de un esfuerzo restaurador
Balance del pontificado de Juan Pablo II
(extractos)
Por François Houtart *
El largo pontificado de Juan Pablo II se propuso como
objetivos la restauración de la Iglesia -tras la conmoción que significó el
Concilio Vaticano II- y un fortalecimiento de su presencia social. Esa campaña
restauradora, para la cual recurrió entre otros a los buenos oficios del Opus
Dei, se libró en un doble frente: la lucha contra el comunismo y su "religión
de Estado", el ateísmo (combate que de paso arrasó a la Teología de la
Liberación latinoamericana, acusada de marxismo), y el enfrentamiento con la
secularidad occidental. La condena eclesiástica del capitalismo salvaje no
impide que el Vaticano mantenga su alianza con los poderes económicos y
políticos de Occidente.
La imagen de un hombre anciano, cansado y enfermo, que a pesar de todo sigue
asumiendo una tarea demoledora, despierta un sentimiento de respeto, de
simpatía o de piedad. El afecto de inmensas multitudes en tantos países del
mundo no deja de ser impresionante. Una personalidad que reúne amplios
conocimientos, el dominio de numerosos idiomas, una conducta deportiva, un
verdadero coraje físico, una profunda espiritualidad, una gran convicción y
una amistad fiel, genera admiración. Sin embargo, un balance exige otras
perspectivas, otro tipo de análisis.
Evocar algunas de las grandes líneas del pontificado de Juan Pablo II no es
una tarea simple, habida cuenta del casi cuarto de siglo que pasó al frente de
la Iglesia católica, sus aproximadamente cien viajes internacionales, una
docena de encíclicas, innumerables discursos, un sinfín de entrevistas con
personalidades, cientos de beatificaciones y canonizaciones. Y todo eso en una
época histórica que vio al Consenso de Washington orientar la economía mundial
hacia el neoliberalismo y sus catástrofes sociales, la caída del Muro de
Berlín, la generalización del pensamiento único y la aparición de los
movimientos de protesta a escala mundial, sin hablar del ataque terrorista
contra Estados Unidos y las guerras que reforzaron el poder del sistema
mundial dominante.
Al acceder a la cabeza de la Iglesia católica, Juan Pablo II se impuso una
doble misión: restaurar una Iglesia conmocionada luego del Concilio Vaticano
II, y fortalecer su presencia en la sociedad, para que pueda llevar a cabo su
tarea evangelizadora.
El cardenal Karol Wojtyla fue un activo miembro del Concilio Vaticano II.
Partidario de modernizar la imagen de la Iglesia católica, apoyó muchas
reformas adoptadas por la asamblea de obispos. Sin embargo, desde su Polonia
natal observa con inquietud las consecuencias del Concilio sobre una Iglesia
que se reformaba profundamente, no sin traumatismos y conflictos internos.
Cercano al Opus Dei, que lo había cobijado en ocasión de varios de sus viajes
al exterior, Wojtyla no sólo ve con malos ojos ciertos excesos litúrgicos (por
ejemplo, la introducción de textos o de músicas profanas), sino también muchas
aplicaciones concretas de las decisiones conciliares. Lo confortaba en sus
convicciones su pertenencia al catolicismo polaco, sólido pero a menudo
simplista en su contenido, vigoroso en su espiritualidad -marcada por el culto
de la Virgen María- rígido en su moral, culturalmente hegemónico en su
sociedad, cimiento de la nación y alma de la resistencia al comunismo. Todo
ello debía llevar al elegido por el cónclave a una restauración doctrinal,
moral e institucional de la Iglesia católica.
En el plano doctrinario, él mismo o los órganos de la Santa Sede abordaron
prácticamente todos los temas: la fe, el magisterio o la autoridad doctrinaria
de la jerarquía eclesiástica, la colegiación entre los obispos para el
funcionamiento de la Iglesia universal, la liturgia, el sacerdocio, el papel
de las mujeres en la Iglesia, el ecumenismo o las relaciones entre las
Iglesias cristianas, las religiones no cristianas, la doctrina social... Las
precisiones interesantes alternan con las advertencias, los llamados de
atención doctrinarios y hasta las condenas explícitas: frenos y medidas
disciplinarias cada vez más apremiantes, en lugar de un acompañamiento
pastoral, en un difícil proceso de reformas, para que la Iglesia pueda
transmitir mejor el mensaje del Evangelio en un mundo complejo.
Así fue como se interrumpieron las adaptaciones litúrgicas iniciadas en varias
Iglesias locales de Asia y sobre todo de la India, destinadas a lograr una
expresión cultural más adecuada de la fe. El documento Dominus Jesus, referido
a la función salvadora universal de Jesús, puso fin a la tentativa de repensar
la relación con las grandes religiones de Oriente: ciertos responsables
religiosos o políticos de Asia interpretaron ese texto como una justificación
del proselitismo en sociedades que recuperaban penosamente su identidad
cultural, fundamentalmente a través de la religión. Varios teólogos fueron
condenados, se les prohibió enseñar o publicar, y uno de ellos, el srilankés
Tissa Balasuriya, fue excomulgado por haber publicado un libro demasiado
ambiguo sobre la virginidad de María y sobre el concepto de pecado original.
En lo que se refiere a las relaciones con las demás confesiones cristianas y
con las otras religiones, ciertamente se produjeron algunas manifestaciones
impresionantes, como los encuentros de Asís (Italia) en 1986 y 2002; el ayuno
del último día del Ramadán en 2001, etc. Pero la intransigencia doctrinaria y
los obstáculos puestos a una colaboración más institucional -fundamentalmente
con el Consejo Ecuménico de Iglesias- establecieron límites infranqueables a
ciertos avances. Los pedidos de perdón por las faltas cometidas por miembros
de la Iglesia católica (durante las Cruzadas, la Inquisición o por
comportamientos racistas o antisemitas), nunca cuestionaron la responsabilidad
de la propia institución .
La colegiación episcopal, uno de los puntos fuertes del Concilio Vaticano II,
quedó claramente subordinada por Juan Pablo II a la autoridad romana. Los
sínodos generales o continentales se transformaron muchas veces en oficina de
registro de la línea pontifical o en lugar de desahogo sin grandes
consecuencias. El Papa debía aprobar el documento final de esos sínodos antes
de su publicación, y en varios casos el texto fue incluso modificado.
La Teología de la Liberación fue objeto de una represión específica. Nacida en
América Latina, logró adeptos también en África, sobre todo entre los teólogos
protestantes, en Asia, en India, en las Filipinas y en Corea del Sur.
Reflexión sobre Dios, como toda teología, tomaba como punto de partida la
situación de los pobres y de los oprimidos, explicitando así su carácter
contextual, lo que otras corrientes se niegan generalmente a hacer, velando
así la relatividad del discurso.
Inspirada en el Evangelio, la Teología de la Liberación exigía, en la
complejidad de las situaciones sociales contemporáneas, la mediación de un
análisis social para establecer correctamente su punto de partida. Pero ese
pensamiento excedía ampliamente el campo de la ética social. A través de los
ojos de los explotados hallaba el sentido de la persona de Jesús, colocado en
el contexto histórico de la Palestina de su tiempo. Esa teología desarrollaba
una espiritualidad y unas expresiones litúrgicas que daban cuenta de la vida
de los pobres, y proyectaba una mirada severa sobre una Iglesia muy a menudo
comprometida con los poderes opresores. Hablaba de liberación en presente,
como expresión del amor de Dios por su pueblo. En síntesis, era peligrosa,
tanto para el orden social como para el eclesiástico.
La reacción romana fue muy dura. Le resultaba fácil acusar a esa corriente
teológica de marxista, por basarse en la existencia de estructuras de clase.
Semejante perspectiva, decía el cardenal Joseph Ratzinger, responsable de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, llevaba directamente al ateísmo. Por
lo tanto, a numerosos teólogos se les prohibió la docencia y la publicación.
Los centros educativos recibieron la orden de prohibir toda enseñanza que
hablara de la Teología de la Liberación, que acabó refugiada en centros de
estudios o de formación ecuménicos y en las universidades laicas. En 1996, el
propio Juan Pablo II, de viaje en Nicaragua, declaró que la Teología de la
Liberación no tenía razón de ser dado que el marxismo había muerto.
En las cuestiones morales, es conocida la insistencia del Papa en el respeto
de la vida, su oposición radical al aborto, a la contracepción, al divorcio, a
la eutanasia, pero también a la pena de muerte. Es cierto que el positivismo
científico, los poderes económicos genocidas y el relativismo de cierto
pensamiento posmoderno ponen en peligro la vida. Sin embargo, la negativa
pontifical a tomar en cuenta las condiciones sociales o psicológicas concretas
de los seres humanos, el aferrarse a una filosofía de la naturaleza superada
por los conocimientos contemporáneos y las consecuencias dramáticas de ciertas
posiciones dogmáticas como en el caso del sida en África llevaron a la Iglesia
católica a perder buena parte de su credibilidad.
La doctrina social sigue siendo un punto de atención privilegiado para Juan
Pablo II. Son innumerables los documentos sobre ese tema. En nombre del
Evangelio, el Papa condena con mucha dureza los abusos y excesos del
capitalismo, llegando a denunciar, durante su visita a Cuba, al neoliberalismo
y sus efectos perversos. Pero si en la encíclica Centesimus Annus condena al
socialismo en su esencia, por ser portador del ateísmo, en cambio estigmatiza
el capitalismo salvaje por sus prácticas y no por su lógica. En el mismo
documento, la referencia a una "economía social de mercado" omite indicar que
los mismos agentes económicos de ese modelo adoptan prácticas "salvajes" en
los países del Sur o del Este de Europa. De allí que los frecuentes e
insistentes llamados a la "mundialización de la solidaridad" no desemboquen en
la denuncia de las causas profundas de la pobreza y la desigualdad. Por otra
parte, la designación hace dos años de Michel Camdessus, ex director del Fondo
Monetario Internacional, como consejero de la Comisión Justicia y Paz, uno de
los instrumentos de elaboración y de difusión de su doctrina social
-instaurada por Vaticano II- permite dudar de que ese organismo pueda ser
portavoz de los pobres y los oprimidos...
Para llevar a buen puerto su proyecto fundamental -la restauración doctrinal y
moral- Juan Pablo II necesitaba de una institución portadora de tal proyecto.
Su política de designaciones episcopales se orienta en tal sentido. En muchas
diócesis los nuevos obispos comenzaron, bajo la inspiración de la Santa Sede,
a controlar los centros de formación, a desmantelar el trabajo pastoral de sus
predecesores, a introducir congregaciones religiosas u organizaciones
católicas conservadoras. En América Latina, el Consejo Episcopal
Latinoamericano (CELAM), a la vanguardia de los cambios (que en 1968 organizó
la Conferencia de Medellín -Colombia- para la aplicación del Concilio Vaticano
II en el continente), fue poco a poco transformado en un órgano de
restauración. Las conferencias episcopales fueron reorientadas por medio de
nuevas nominaciones. Cientos de diócesis en todo el mundo sufrieron penosas
transiciones pastorales que muchas veces desembocaron en dramas personales
entre quienes habían creído en una Iglesia profética y en una institución más
humana. Sólo ciertas diócesis con una cristiandad más antigua y con una
autonomía preservada pudieron frenar la imparable ola de nominaciones
conservadoras.
(Extractos del texto, más adelante el autor se refiere a las campañas anti
evangélicas y al rol del Papa en relación al comunismo y a la globalización.
Texto completo en la versión impresa de Le Monde Diplomatique de junio de
2002, edición chilena)
*François Houtart es Director del Centro Tricontinental, Lovaina la Nueva
(Bélgica).
¿Quién reemplazará a Juan Pablo II?
Pujas de sucesión en El Vaticano (Texto completo)
Por Giancarlo Zizola*
Sin llegar a ser un precónclave, el Consistorio extraordinario realizado en
Roma en mayo de 2001 inauguró la discusión sobre la sucesión del Papa de la
Iglesia católica, Juan Pablo II (81 años, elegido en 1978), y puso en marcha
el mecanismo electoral en el Vaticano. En realidad, el objetivo de ese
Consistorio era la confrontación de programas antes que una competencia entre
candidatos. Pero todo confirma que ya comenzaron las maniobras preelectorales
para suceder al Papa en la conducción de más de 1.000 millones de católicos.
El pasado 21 de febrero el Colegio de cardenales sufrió una reorganización
definitiva con la nominación de 44 nuevos miembros. El refuerzo de la
representación romana, con 10 cardenales, y el salto cuantitativo de los
latinoamericanos, con 11 nuevos capelos, muestran la ambivalencia del
pontificado, entre romanidad y mundialismo. El Sacro Colegio pasó a tener 185
miembros -récord histórico-, 135 de los cuales pueden votar, al no haber
superado el límite de los 80 años. El Papa no cayó en la trampa de la ley
electoral, que prevé un máximo de 120 electores: hizo sus cuentas y calculó
que para la fecha de la elección, el mecanismo del límite de edad dejará fuera
de carrera a por lo menos 15 cardenales. Ello restablecerá el techo electoral
canónico y evitará problemas de superpoblación en el hospicio de Santa Martha,
residencia de los electores.
En el Colegio de cardenales, ya casi íntegramente designado por Juan Pablo II,
se percibía el desarrollo de la tendencia internacionalista de los
consistorios de Juan XXIII y de Pablo VI, y también un aumento del lugar
ocupado por la "Tercera Iglesia": de apenas dos cardenales no europeos (sobre
62) en 1903, se llegó a 23 bajo Juan XXIII, y a 57 en el pontificado de Pablo
VI. Al cabo de la octava horneada de Juan Pablo II, el cuerpo electoral se
distribuye de la siguiente manera: 65 cardenales europeos (48%), 16 de Estados
Unidos y Canadá, 24 latinoamericanos, 13 africanos, 13 asiáticos y 4 de
Oceanía.
En función de esos cálculos, la "Tercera Iglesia" pasa a 54 cardenales
electores, lo que representa el 40% del Colegio, a la vez que se invierte la
curva de la proporción italiana, que acusó el golpe del primer Papa no
italiano 1 de los últimos cinco siglos: 24 de los cardenales electores son
italianos, es decir, el 17,8%; contra el 25% a comienzos del actual
pontificado, en 1978, y el 61% a principios del siglo XX. Probablemente se
trate de un golpe definitivo a la hegemonía italiana, que puede abrir la vía
al posible advenimiento de un Papa procedente de fuera de las fronteras
peninsulares, y quizás de las europeas.
¿Un Papa latinoamericano?
Sin embargo, el criterio geopolítico perdió su valor absoluto en la
designación del sucesor en el trono de Pedro. La elección del nuevo jefe
espiritual de cerca de 1.018 millones de católicos no depende de manera
determinante de la pertenencia nacional. En el seno de la misma curia romana
no existe la homogeneidad de puntos de vista necesaria para una disciplina de
grupo y de voto en el cónclave susceptible, llegado el caso, de hacer inclinar
la balanza.
Cabría hablar más bien de una eventual solidaridad transversal entre grupos
nacionales, romanos y continentales, sobre las cuestiones cruciales vinculadas
con el futuro de la Iglesia. Si se tienen en cuenta las consecuencias
secundarias de la ruptura con la tradición de un papado italiano, hay que
dejar de lado los pronósticos nominales clásicos, que nunca resultaron
exactos, a favor de un análisis de los problemas actuales y de las
orientaciones de los electores.
Los reformistas sustentan un programa de cambios: modificación del Sínodo de
los Obispos, cambios en el seno de la curia, descentralización a favor de las
Iglesias locales, nuevas formas de ejercicio de la supremacía pontificia. El
proyecto incluye la convocatoria de un nuevo Concilio Ecuménico y, de todas
formas, un desarrollo prudente del diálogo interreligioso y de la penetración
del Evangelio en los "nuevos mundos". Los partidarios de la reforma quisieran
unir ese proyecto al atractivo simbólico de un Papa latinoamericano y colocar
en el trono de Pedro a un hombre capaz de representar la alternativa
espiritual de la Iglesia de los pobres ante la dominación mundial del dinero.
La personalidad que emerge en esa perspectiva es la del arzobispo de
Tegucigalpa, Honduras, Oscar Andrés Rodríguez Maradiaga (nacido en 1942), un
salesiano que reúne un amplio abanico de competencias: habla cinco idiomas; es
pianista y compositor; diplomado en psicoterapia en Innsbruck; titular de un
doctorado de teología moral y de otro de filosofía; profesor de física,
matemáticas, ciencias naturales y química; rector del Instituto Salesiano de
Filosofía; obispo auxiliar de Tegucigalpa con sólo 36 años y luego arzobispo,
en 1993. Secretario general y luego presidente del Consejo Episcopal
Latinoamericano (CELAM), logró la estima general, incluso de los teólogos de
la liberación 2, sobre todo por su espíritu conciliador. En Roma se hizo
conocer como miembro del Consejo Cor Unum y del Consejo de Justicia y Paz.
Elegido por el Sínodo de los obispos como secretario general (1994-2001), fue
secretario del Sínodo de América, estuvo a cargo de la redacción del documento
post-sínodo Ecclesia in America, diagnóstico crítico de la doctrina neoliberal
y programa para la Iglesia en el hemisferio. Si de su pequeña Honduras fuera
llamado a la Santa Sede, es seguro que hará de ese texto una carta de acción
de la Iglesia, no sólo para el continente americano, sino también en el
contexto del creciente conflicto entre el Imperio global y la masa de los
excluidos.
El principal argumento a favor de un candidato latinoamericano es el valor
simbólico de ese primer salto transatlántico del papado, además del
reconocimiento otorgado a una cristiandad que reúne más de la mitad de los
católicos. En la misma línea se prevé la eventualidad de una candidatura
africana, por ejemplo la del cardenal nigeriano Francis Arinze, pionero de la
penetración del mensaje evangélico en África y presidente del Consejo
Pontificio para el diálogo interreligioso.
En el campo reformista aún no se logró un acuerdo estratégico preciso. La
solución latinoamericana es considerada prematura por quienes piensan que la
prioridad consiste en llenar el vacío entre la utopía de Juan Pablo II y el
sistema central, concentrando los esfuerzos en una real recuperación del
control del aparato de gobierno. El nombre que circula es el de Giovanni
Battista Re, a quien el propio Papa demostró su preferencia al colocarlo a la
cabeza de la lista de los 44 cardenales, lo que en el lenguaje del Vaticano lo
designa como delfín. Nacido en 1934 en Brescia, Italia, hizo carrera en la
secretaría de Estado, siendo luego designado secretario de la Congregación de
los Obispos y posteriormente sustituto de Juan Pablo II, de quien es el hombre
de confianza. Giovanni Battista Re podría reunir los votos de los electores
interesados más que en un Papa carismático, en uno preocupado por el futuro de
la Santa Sede, en un hombre capaz de reparar las fracturas internas, de
consagrarse a la reforma de la curia y de devolver a las Iglesias locales lo
que les quitó la política de centralización de la década de 1990.
El principal candidato del ala reformista sigue siendo el cardenal Carlo María
Martini, un jesuita. Sus cualidades espirituales, su visión universal de los
problemas, sus convicciones ecuménicas e interreligiosas, su experiencia
pastoral en la más grande diócesis del mundo, unidas a la lucidez y la
prudencia con que preconizó una reforma colegiada del papado en el último
consistorio, le valieron la estima de numerosos cardenales. Incluso los
cardenales conservadores, como Francis Eugene George, de Chicago, le hicieron
saber que no dudarían en darle su voto a pesar de que en 2002 tendrá 75 años y
que dejará entonces de estar a cargo de la Iglesia de Milán para volver a
consagrarse a sus queridos estudios bíblicos en Jerusalén. No sería la primera
vez que el cónclave fuera a buscar a un Papa a una ermita.
En la historia de los cónclaves se verifica a menudo la paradoja según la cual
"quien entra Papa sale cardenal". Por lo tanto, no se puede excluir que la
candidatura de Martini continúe despertando cierta consideración, no a pesar
de su debilidad, sino a causa de ella. En cuanto al problema de su edad, la
alternancia entre un pontificado largo y uno corto, sin ser absoluta, continúa
gozando de cierta racionalidad estadística: luego del largo reinado de Juan
Pablo II, los cardenales se verán sin duda más inclinados a encontrarle
ventajas a un pontificado corto, de reestructuración y reequilibrio, y
preferirían entonces un cardenal de cierta edad, con tal de que sea sano. Es
lo que ocurrió en 1958, cuando la elección recayó en el "viejo" Roncalli,
convertido en Juan XXIII: los electores optaron por un "pontificado de
transición" luego de los 19 años de pontificado de Pío XII.
Ante la eventualidad, que parece más probable, de que Martini no logre el
apoyo ni de los dos tercios ni de la mitad más uno de los votantes, ya circula
un nombre de reemplazo, el del cardenal Dionigi Tettamanzi, de Génova,
considerado como una solución intermedia entre reformistas y moderados. Nacido
en 1934 en Milán, este teólogo de la moral que exploró las fronteras de la
bioética y de la ética económica en la era de la mundialización, se mantuvo
siempre en posiciones reformistas prudentes, con una tendencia a virar
fácilmente siguiendo el viento del poder de la curia. Posee una indudable
experiencia, tanto pastoral, en tanto arzobispo de Ancona, como gubernamental,
en tanto secretario de la Conferencia Episcopal italiana y colaborador en la
redacción de las encíclicas morales del Papa, antes de su traslado a Génova en
1995. En el plano internacional se hizo conocer por su intervención pro
reformista en el Sínodo Europeo de 1999, que le significó el primer lugar
entre los italianos en la elección para los cargos en la secretaría general.
Su lectura positiva de la crisis de la cristiandad y su convicción de que la
primacía de lo espiritual exige otro ciclo de reformas en la Iglesia, lo
acercaron a las posiciones de Martini. Muy amigo y ex compañero de clase de
Re, también podría obtener su apoyo en el cónclave y, naturalmente,
convertirlo en su secretario de Estado.
Frente a esta posibilidad, se organiza una alianza marcada por el signo de la
restauración en torno al secretario de Estado, Angelo Sodano, que encarna la
más política de las candidaturas. Nacido en Isola d'Asti en 1927, Sodano
desarrolló una carrera diplomática en el Chile de Pinochet, por lo que podrá
contar con ciertos sectores del cuerpo electoral que buscan una personalidad
pragmática, de tendencia conservadora, experimentada en situaciones de extrema
urgencia, más aun teniendo en cuenta que el Colegio de cardenales podría tener
que manejar un eventual renunciamiento de Juan Pablo II.
Pero fuera de él mismo o de un eventual candidato latinoamericano de su
elección, Sodano podría también impulsar otras soluciones "pastorales". Por
ejemplo, suscitar un consenso en torno al nuevo arzobispo de Turín, Severino
Poletto (nacido en Treviso en 1933) y designado obispo de Asti (ciudad natal
de Sodano) en 2000. No sólo por sus cualidades espirituales y pastorales, por
otra parte mal conocidas, sino también por sus vinculaciones con el secretario
de Estado.
Ante tal hipótesis no habría que subestimar el peso electoral de una posible
coalición entre grandes electores de la curia -como Josef Ratzinger y Sodano-
y el ala integrista representada por los cardenales latinoamericanos
romanizados: el prefecto de la Congregación del clero, Darío Castrillón Hoyos,
ex normalizador del CELAM; el presidente del Consejo Pontificio de la Familia,
Alfonso López Trujillo -ambos deben sus puestos a Sodano- y el prefecto de la
Congregación para el culto divino, Jorge Arturo Medina, un teólogo chileno
amigo de Ratzinger desde la época del Concilio Vaticano II, conocido por sus
cruzadas morales contra la liberalización sexual y contra la Concertación
gubernamental chilena. En tal caso la perspectiva latinoamericana sería
recuperada a favor de un programa conservador.
En el campo italiano, tal perfil se encarna en la persona del arzobispo de
Bolonia, el cardenal Giacomo Biffi (nacido en 1928), conocido por su
desacuerdo con el mea culpa de la Iglesia sobre sus errores históricos y por
su crítica del diálogo interreligioso. La candidatura de Biffi busca apoyos en
el campo del integrismo y en movimientos como "Comunión y liberación", y el
Opus Dei. Esta coalición, aun siendo heterogénea, se aglutina en torno a un
programa de restauración autoritaria, que sostiene que el diálogo ecuménico e
interreligioso debe estar condicionado a la reafirmación de la preeminencia de
la verdad exclusiva de la Iglesia romana y de su poder ético-político en el
mundo.
Otra candidatura, menos conflictiva aunque igualmente situada bajo el signo de
la restauración, sería la del cardenal Christoph Schonborn, un dominico,
brillante arzobispo de Viena y redactor del Nuevo Catecismo de la Iglesia
católica. Desprovisto de las asperezas de identidad de Biffi y del rigor de
acero de su padrino Ratzinger, y hasta abierto al diálogo, Schonborn
garantizaría una interpretación sugestiva a las expectativas no sólo del ala
intransigente, sino también de sectores conservadores católicos más amplios.
Pero su relativa juventud -nació en 1945- no juega en su favor, como tampoco
su pertenencia al campo alemán, que se tornó demasiado incómodo para muchos.
En cualquier caso, se plantea el tema de las opciones fundamentales a las que
se enfrenta la Iglesia. Aun cuando los cardenales son más sensibles a la
prudencia que a la audacia, no se puede descartar que muchos de ellos deseen
ofrecer a la Iglesia un profeta, como lo hicieron sus colegas -sin saberlo- al
elegir a Juan XXIII. Un Papa que no busque el poder sino el lenguaje del
corazón, que privilegie la interioridad sobre las apariencias, que se dirija,
no a las masas, sino a las conciencias. Un soberano pontífice que respete el
derecho natural a la búsqueda -aunque eso lleve a poner en tela de juicio las
verdades humanas- afirmando a la vez los principios eternos y que prefiera la
persuasión a la coerción. Un Papa que se rodee de obispos para gobernar la
Iglesia y que sepa hacerla respirar con las esperanzas de los más pobres,
pronunciando respecto de los poderosos palabras de justicia inflexibles. Un
pastor que abra nuevos espacios a los carismas de las diferentes Iglesias
cristianas. En fin, un Papa que incite a los cristianos a extender "la buena
nueva" a otras culturas, consciente de que el Evangelio tiene otra vida más
allá de la vivida en Occidente.
Tal vez ese Papa ya esté en la sala de espera de la Iglesia católica. Pero
resulta difícil saber si el próximo cónclave logrará descubrirlo...
Notas: _ 1. Juan Pablo II, entronizado en 1978, es el primer Papa no italiano
desde Adriano VI (1522-1523).
2. El movimiento de la Teología de la Liberación reúne esencialmente
eclesiásticos latinoamericanos que justifican la lucha, incluso violenta,
contra la corrupción, la dictadura y la miseria social que padece parte de la
población del Sur.
*Giancarlo Zizola, periodista y ensayista italiano, autor de Le Successeur,
Desclée de Brouwer, París, 1996.
Texto publicado en Le Monde Diplomatique, Edición Chilena, septiembre 2001.
Ver también extractos del artículo de François Normand "El Poder del Opus Dei":
http://www.lemondediplomatique.cl/a...