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"MIREN COMO NOS HABLAN DEL PARAÍSO"


Falleció el sábado 2 de abril de 2005 el jefe de la iglesia católica, Juan Pablo II (Karol Wojtila)
Reproducimos dos artículos de Le Monde Diplomatique, de junio de 2002 y septiembre de 2001, que entregan antecedentes sobre el balance de su papado y el tema de la sucesión.
Ver también extractos del artículo de François Normand "El Poder del Opus Dei":
http://www.lemondediplomatique.cl/a...


Luces y sombras de un esfuerzo restaurador
Balance del pontificado de Juan Pablo II
(extractos)

Por François Houtart *

El largo pontificado de Juan Pablo II se propuso como objetivos la restauración de la Iglesia -tras la conmoción que significó el Concilio Vaticano II- y un fortalecimiento de su presencia social. Esa campaña restauradora, para la cual recurrió entre otros a los buenos oficios del Opus Dei, se libró en un doble frente: la lucha contra el comunismo y su "religión de Estado", el ateísmo (combate que de paso arrasó a la Teología de la Liberación latinoamericana, acusada de marxismo), y el enfrentamiento con la secularidad occidental. La condena eclesiástica del capitalismo salvaje no impide que el Vaticano mantenga su alianza con los poderes económicos y políticos de Occidente.
La imagen de un hombre anciano, cansado y enfermo, que a pesar de todo sigue asumiendo una tarea demoledora, despierta un sentimiento de respeto, de simpatía o de piedad. El afecto de inmensas multitudes en tantos países del mundo no deja de ser impresionante. Una personalidad que reúne amplios conocimientos, el dominio de numerosos idiomas, una conducta deportiva, un verdadero coraje físico, una profunda espiritualidad, una gran convicción y una amistad fiel, genera admiración. Sin embargo, un balance exige otras perspectivas, otro tipo de análisis.
Evocar algunas de las grandes líneas del pontificado de Juan Pablo II no es una tarea simple, habida cuenta del casi cuarto de siglo que pasó al frente de la Iglesia católica, sus aproximadamente cien viajes internacionales, una docena de encíclicas, innumerables discursos, un sinfín de entrevistas con personalidades, cientos de beatificaciones y canonizaciones. Y todo eso en una época histórica que vio al Consenso de Washington orientar la economía mundial hacia el neoliberalismo y sus catástrofes sociales, la caída del Muro de Berlín, la generalización del pensamiento único y la aparición de los movimientos de protesta a escala mundial, sin hablar del ataque terrorista contra Estados Unidos y las guerras que reforzaron el poder del sistema mundial dominante.
Al acceder a la cabeza de la Iglesia católica, Juan Pablo II se impuso una doble misión: restaurar una Iglesia conmocionada luego del Concilio Vaticano II, y fortalecer su presencia en la sociedad, para que pueda llevar a cabo su tarea evangelizadora.
El cardenal Karol Wojtyla fue un activo miembro del Concilio Vaticano II. Partidario de modernizar la imagen de la Iglesia católica, apoyó muchas reformas adoptadas por la asamblea de obispos. Sin embargo, desde su Polonia natal observa con inquietud las consecuencias del Concilio sobre una Iglesia que se reformaba profundamente, no sin traumatismos y conflictos internos. Cercano al Opus Dei, que lo había cobijado en ocasión de varios de sus viajes al exterior, Wojtyla no sólo ve con malos ojos ciertos excesos litúrgicos (por ejemplo, la introducción de textos o de músicas profanas), sino también muchas aplicaciones concretas de las decisiones conciliares. Lo confortaba en sus convicciones su pertenencia al catolicismo polaco, sólido pero a menudo simplista en su contenido, vigoroso en su espiritualidad -marcada por el culto de la Virgen María- rígido en su moral, culturalmente hegemónico en su sociedad, cimiento de la nación y alma de la resistencia al comunismo. Todo ello debía llevar al elegido por el cónclave a una restauración doctrinal, moral e institucional de la Iglesia católica.
En el plano doctrinario, él mismo o los órganos de la Santa Sede abordaron prácticamente todos los temas: la fe, el magisterio o la autoridad doctrinaria de la jerarquía eclesiástica, la colegiación entre los obispos para el funcionamiento de la Iglesia universal, la liturgia, el sacerdocio, el papel de las mujeres en la Iglesia, el ecumenismo o las relaciones entre las Iglesias cristianas, las religiones no cristianas, la doctrina social... Las precisiones interesantes alternan con las advertencias, los llamados de atención doctrinarios y hasta las condenas explícitas: frenos y medidas disciplinarias cada vez más apremiantes, en lugar de un acompañamiento pastoral, en un difícil proceso de reformas, para que la Iglesia pueda transmitir mejor el mensaje del Evangelio en un mundo complejo.
Así fue como se interrumpieron las adaptaciones litúrgicas iniciadas en varias Iglesias locales de Asia y sobre todo de la India, destinadas a lograr una expresión cultural más adecuada de la fe. El documento Dominus Jesus, referido a la función salvadora universal de Jesús, puso fin a la tentativa de repensar la relación con las grandes religiones de Oriente: ciertos responsables religiosos o políticos de Asia interpretaron ese texto como una justificación del proselitismo en sociedades que recuperaban penosamente su identidad cultural, fundamentalmente a través de la religión. Varios teólogos fueron condenados, se les prohibió enseñar o publicar, y uno de ellos, el srilankés Tissa Balasuriya, fue excomulgado por haber publicado un libro demasiado ambiguo sobre la virginidad de María y sobre el concepto de pecado original.
En lo que se refiere a las relaciones con las demás confesiones cristianas y con las otras religiones, ciertamente se produjeron algunas manifestaciones impresionantes, como los encuentros de Asís (Italia) en 1986 y 2002; el ayuno del último día del Ramadán en 2001, etc. Pero la intransigencia doctrinaria y los obstáculos puestos a una colaboración más institucional -fundamentalmente con el Consejo Ecuménico de Iglesias- establecieron límites infranqueables a ciertos avances. Los pedidos de perdón por las faltas cometidas por miembros de la Iglesia católica (durante las Cruzadas, la Inquisición o por comportamientos racistas o antisemitas), nunca cuestionaron la responsabilidad de la propia institución .
La colegiación episcopal, uno de los puntos fuertes del Concilio Vaticano II, quedó claramente subordinada por Juan Pablo II a la autoridad romana. Los sínodos generales o continentales se transformaron muchas veces en oficina de registro de la línea pontifical o en lugar de desahogo sin grandes consecuencias. El Papa debía aprobar el documento final de esos sínodos antes de su publicación, y en varios casos el texto fue incluso modificado.
La Teología de la Liberación fue objeto de una represión específica. Nacida en América Latina, logró adeptos también en África, sobre todo entre los teólogos protestantes, en Asia, en India, en las Filipinas y en Corea del Sur. Reflexión sobre Dios, como toda teología, tomaba como punto de partida la situación de los pobres y de los oprimidos, explicitando así su carácter contextual, lo que otras corrientes se niegan generalmente a hacer, velando así la relatividad del discurso.
Inspirada en el Evangelio, la Teología de la Liberación exigía, en la complejidad de las situaciones sociales contemporáneas, la mediación de un análisis social para establecer correctamente su punto de partida. Pero ese pensamiento excedía ampliamente el campo de la ética social. A través de los ojos de los explotados hallaba el sentido de la persona de Jesús, colocado en el contexto histórico de la Palestina de su tiempo. Esa teología desarrollaba una espiritualidad y unas expresiones litúrgicas que daban cuenta de la vida de los pobres, y proyectaba una mirada severa sobre una Iglesia muy a menudo comprometida con los poderes opresores. Hablaba de liberación en presente, como expresión del amor de Dios por su pueblo. En síntesis, era peligrosa, tanto para el orden social como para el eclesiástico.
La reacción romana fue muy dura. Le resultaba fácil acusar a esa corriente teológica de marxista, por basarse en la existencia de estructuras de clase. Semejante perspectiva, decía el cardenal Joseph Ratzinger, responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe, llevaba directamente al ateísmo. Por lo tanto, a numerosos teólogos se les prohibió la docencia y la publicación. Los centros educativos recibieron la orden de prohibir toda enseñanza que hablara de la Teología de la Liberación, que acabó refugiada en centros de estudios o de formación ecuménicos y en las universidades laicas. En 1996, el propio Juan Pablo II, de viaje en Nicaragua, declaró que la Teología de la Liberación no tenía razón de ser dado que el marxismo había muerto.
En las cuestiones morales, es conocida la insistencia del Papa en el respeto de la vida, su oposición radical al aborto, a la contracepción, al divorcio, a la eutanasia, pero también a la pena de muerte. Es cierto que el positivismo científico, los poderes económicos genocidas y el relativismo de cierto pensamiento posmoderno ponen en peligro la vida. Sin embargo, la negativa pontifical a tomar en cuenta las condiciones sociales o psicológicas concretas de los seres humanos, el aferrarse a una filosofía de la naturaleza superada por los conocimientos contemporáneos y las consecuencias dramáticas de ciertas posiciones dogmáticas como en el caso del sida en África llevaron a la Iglesia católica a perder buena parte de su credibilidad.
La doctrina social sigue siendo un punto de atención privilegiado para Juan Pablo II. Son innumerables los documentos sobre ese tema. En nombre del Evangelio, el Papa condena con mucha dureza los abusos y excesos del capitalismo, llegando a denunciar, durante su visita a Cuba, al neoliberalismo y sus efectos perversos. Pero si en la encíclica Centesimus Annus condena al socialismo en su esencia, por ser portador del ateísmo, en cambio estigmatiza el capitalismo salvaje por sus prácticas y no por su lógica. En el mismo documento, la referencia a una "economía social de mercado" omite indicar que los mismos agentes económicos de ese modelo adoptan prácticas "salvajes" en los países del Sur o del Este de Europa. De allí que los frecuentes e insistentes llamados a la "mundialización de la solidaridad" no desemboquen en la denuncia de las causas profundas de la pobreza y la desigualdad. Por otra parte, la designación hace dos años de Michel Camdessus, ex director del Fondo Monetario Internacional, como consejero de la Comisión Justicia y Paz, uno de los instrumentos de elaboración y de difusión de su doctrina social -instaurada por Vaticano II- permite dudar de que ese organismo pueda ser portavoz de los pobres y los oprimidos...
Para llevar a buen puerto su proyecto fundamental -la restauración doctrinal y moral- Juan Pablo II necesitaba de una institución portadora de tal proyecto. Su política de designaciones episcopales se orienta en tal sentido. En muchas diócesis los nuevos obispos comenzaron, bajo la inspiración de la Santa Sede, a controlar los centros de formación, a desmantelar el trabajo pastoral de sus predecesores, a introducir congregaciones religiosas u organizaciones católicas conservadoras. En América Latina, el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), a la vanguardia de los cambios (que en 1968 organizó la Conferencia de Medellín -Colombia- para la aplicación del Concilio Vaticano II en el continente), fue poco a poco transformado en un órgano de restauración. Las conferencias episcopales fueron reorientadas por medio de nuevas nominaciones. Cientos de diócesis en todo el mundo sufrieron penosas transiciones pastorales que muchas veces desembocaron en dramas personales entre quienes habían creído en una Iglesia profética y en una institución más humana. Sólo ciertas diócesis con una cristiandad más antigua y con una autonomía preservada pudieron frenar la imparable ola de nominaciones conservadoras.
(Extractos del texto, más adelante el autor se refiere a las campañas anti evangélicas y al rol del Papa en relación al comunismo y a la globalización. Texto completo en la versión impresa de Le Monde Diplomatique de junio de 2002, edición chilena)
*François Houtart es Director del Centro Tricontinental, Lovaina la Nueva (Bélgica).

¿Quién reemplazará a Juan Pablo II?
Pujas de sucesión en El Vaticano (Texto completo)
Por Giancarlo Zizola*
Sin llegar a ser un precónclave, el Consistorio extraordinario realizado en Roma en mayo de 2001 inauguró la discusión sobre la sucesión del Papa de la Iglesia católica, Juan Pablo II (81 años, elegido en 1978), y puso en marcha el mecanismo electoral en el Vaticano. En realidad, el objetivo de ese Consistorio era la confrontación de programas antes que una competencia entre candidatos. Pero todo confirma que ya comenzaron las maniobras preelectorales para suceder al Papa en la conducción de más de 1.000 millones de católicos.
El pasado 21 de febrero el Colegio de cardenales sufrió una reorganización definitiva con la nominación de 44 nuevos miembros. El refuerzo de la representación romana, con 10 cardenales, y el salto cuantitativo de los latinoamericanos, con 11 nuevos capelos, muestran la ambivalencia del pontificado, entre romanidad y mundialismo. El Sacro Colegio pasó a tener 185 miembros -récord histórico-, 135 de los cuales pueden votar, al no haber superado el límite de los 80 años. El Papa no cayó en la trampa de la ley electoral, que prevé un máximo de 120 electores: hizo sus cuentas y calculó que para la fecha de la elección, el mecanismo del límite de edad dejará fuera de carrera a por lo menos 15 cardenales. Ello restablecerá el techo electoral canónico y evitará problemas de superpoblación en el hospicio de Santa Martha, residencia de los electores.
En el Colegio de cardenales, ya casi íntegramente designado por Juan Pablo II, se percibía el desarrollo de la tendencia internacionalista de los consistorios de Juan XXIII y de Pablo VI, y también un aumento del lugar ocupado por la "Tercera Iglesia": de apenas dos cardenales no europeos (sobre 62) en 1903, se llegó a 23 bajo Juan XXIII, y a 57 en el pontificado de Pablo VI. Al cabo de la octava horneada de Juan Pablo II, el cuerpo electoral se distribuye de la siguiente manera: 65 cardenales europeos (48%), 16 de Estados Unidos y Canadá, 24 latinoamericanos, 13 africanos, 13 asiáticos y 4 de Oceanía.
En función de esos cálculos, la "Tercera Iglesia" pasa a 54 cardenales electores, lo que representa el 40% del Colegio, a la vez que se invierte la curva de la proporción italiana, que acusó el golpe del primer Papa no italiano 1 de los últimos cinco siglos: 24 de los cardenales electores son italianos, es decir, el 17,8%; contra el 25% a comienzos del actual pontificado, en 1978, y el 61% a principios del siglo XX. Probablemente se trate de un golpe definitivo a la hegemonía italiana, que puede abrir la vía al posible advenimiento de un Papa procedente de fuera de las fronteras peninsulares, y quizás de las europeas.
¿Un Papa latinoamericano?
Sin embargo, el criterio geopolítico perdió su valor absoluto en la designación del sucesor en el trono de Pedro. La elección del nuevo jefe espiritual de cerca de 1.018 millones de católicos no depende de manera determinante de la pertenencia nacional. En el seno de la misma curia romana no existe la homogeneidad de puntos de vista necesaria para una disciplina de grupo y de voto en el cónclave susceptible, llegado el caso, de hacer inclinar la balanza.
Cabría hablar más bien de una eventual solidaridad transversal entre grupos nacionales, romanos y continentales, sobre las cuestiones cruciales vinculadas con el futuro de la Iglesia. Si se tienen en cuenta las consecuencias secundarias de la ruptura con la tradición de un papado italiano, hay que dejar de lado los pronósticos nominales clásicos, que nunca resultaron exactos, a favor de un análisis de los problemas actuales y de las orientaciones de los electores.
Los reformistas sustentan un programa de cambios: modificación del Sínodo de los Obispos, cambios en el seno de la curia, descentralización a favor de las Iglesias locales, nuevas formas de ejercicio de la supremacía pontificia. El proyecto incluye la convocatoria de un nuevo Concilio Ecuménico y, de todas formas, un desarrollo prudente del diálogo interreligioso y de la penetración del Evangelio en los "nuevos mundos". Los partidarios de la reforma quisieran unir ese proyecto al atractivo simbólico de un Papa latinoamericano y colocar en el trono de Pedro a un hombre capaz de representar la alternativa espiritual de la Iglesia de los pobres ante la dominación mundial del dinero.
La personalidad que emerge en esa perspectiva es la del arzobispo de Tegucigalpa, Honduras, Oscar Andrés Rodríguez Maradiaga (nacido en 1942), un salesiano que reúne un amplio abanico de competencias: habla cinco idiomas; es pianista y compositor; diplomado en psicoterapia en Innsbruck; titular de un doctorado de teología moral y de otro de filosofía; profesor de física, matemáticas, ciencias naturales y química; rector del Instituto Salesiano de Filosofía; obispo auxiliar de Tegucigalpa con sólo 36 años y luego arzobispo, en 1993. Secretario general y luego presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), logró la estima general, incluso de los teólogos de la liberación 2, sobre todo por su espíritu conciliador. En Roma se hizo conocer como miembro del Consejo Cor Unum y del Consejo de Justicia y Paz. Elegido por el Sínodo de los obispos como secretario general (1994-2001), fue secretario del Sínodo de América, estuvo a cargo de la redacción del documento post-sínodo Ecclesia in America, diagnóstico crítico de la doctrina neoliberal y programa para la Iglesia en el hemisferio. Si de su pequeña Honduras fuera llamado a la Santa Sede, es seguro que hará de ese texto una carta de acción de la Iglesia, no sólo para el continente americano, sino también en el contexto del creciente conflicto entre el Imperio global y la masa de los excluidos.
El principal argumento a favor de un candidato latinoamericano es el valor simbólico de ese primer salto transatlántico del papado, además del reconocimiento otorgado a una cristiandad que reúne más de la mitad de los católicos. En la misma línea se prevé la eventualidad de una candidatura africana, por ejemplo la del cardenal nigeriano Francis Arinze, pionero de la penetración del mensaje evangélico en África y presidente del Consejo Pontificio para el diálogo interreligioso.
En el campo reformista aún no se logró un acuerdo estratégico preciso. La solución latinoamericana es considerada prematura por quienes piensan que la prioridad consiste en llenar el vacío entre la utopía de Juan Pablo II y el sistema central, concentrando los esfuerzos en una real recuperación del control del aparato de gobierno. El nombre que circula es el de Giovanni Battista Re, a quien el propio Papa demostró su preferencia al colocarlo a la cabeza de la lista de los 44 cardenales, lo que en el lenguaje del Vaticano lo designa como delfín. Nacido en 1934 en Brescia, Italia, hizo carrera en la secretaría de Estado, siendo luego designado secretario de la Congregación de los Obispos y posteriormente sustituto de Juan Pablo II, de quien es el hombre de confianza. Giovanni Battista Re podría reunir los votos de los electores interesados más que en un Papa carismático, en uno preocupado por el futuro de la Santa Sede, en un hombre capaz de reparar las fracturas internas, de consagrarse a la reforma de la curia y de devolver a las Iglesias locales lo que les quitó la política de centralización de la década de 1990.
El principal candidato del ala reformista sigue siendo el cardenal Carlo María Martini, un jesuita. Sus cualidades espirituales, su visión universal de los problemas, sus convicciones ecuménicas e interreligiosas, su experiencia pastoral en la más grande diócesis del mundo, unidas a la lucidez y la prudencia con que preconizó una reforma colegiada del papado en el último consistorio, le valieron la estima de numerosos cardenales. Incluso los cardenales conservadores, como Francis Eugene George, de Chicago, le hicieron saber que no dudarían en darle su voto a pesar de que en 2002 tendrá 75 años y que dejará entonces de estar a cargo de la Iglesia de Milán para volver a consagrarse a sus queridos estudios bíblicos en Jerusalén. No sería la primera vez que el cónclave fuera a buscar a un Papa a una ermita.
En la historia de los cónclaves se verifica a menudo la paradoja según la cual "quien entra Papa sale cardenal". Por lo tanto, no se puede excluir que la candidatura de Martini continúe despertando cierta consideración, no a pesar de su debilidad, sino a causa de ella. En cuanto al problema de su edad, la alternancia entre un pontificado largo y uno corto, sin ser absoluta, continúa gozando de cierta racionalidad estadística: luego del largo reinado de Juan Pablo II, los cardenales se verán sin duda más inclinados a encontrarle ventajas a un pontificado corto, de reestructuración y reequilibrio, y preferirían entonces un cardenal de cierta edad, con tal de que sea sano. Es lo que ocurrió en 1958, cuando la elección recayó en el "viejo" Roncalli, convertido en Juan XXIII: los electores optaron por un "pontificado de transición" luego de los 19 años de pontificado de Pío XII.
Ante la eventualidad, que parece más probable, de que Martini no logre el apoyo ni de los dos tercios ni de la mitad más uno de los votantes, ya circula un nombre de reemplazo, el del cardenal Dionigi Tettamanzi, de Génova, considerado como una solución intermedia entre reformistas y moderados. Nacido en 1934 en Milán, este teólogo de la moral que exploró las fronteras de la bioética y de la ética económica en la era de la mundialización, se mantuvo siempre en posiciones reformistas prudentes, con una tendencia a virar fácilmente siguiendo el viento del poder de la curia. Posee una indudable experiencia, tanto pastoral, en tanto arzobispo de Ancona, como gubernamental, en tanto secretario de la Conferencia Episcopal italiana y colaborador en la redacción de las encíclicas morales del Papa, antes de su traslado a Génova en 1995. En el plano internacional se hizo conocer por su intervención pro reformista en el Sínodo Europeo de 1999, que le significó el primer lugar entre los italianos en la elección para los cargos en la secretaría general. Su lectura positiva de la crisis de la cristiandad y su convicción de que la primacía de lo espiritual exige otro ciclo de reformas en la Iglesia, lo acercaron a las posiciones de Martini. Muy amigo y ex compañero de clase de Re, también podría obtener su apoyo en el cónclave y, naturalmente, convertirlo en su secretario de Estado.
Frente a esta posibilidad, se organiza una alianza marcada por el signo de la restauración en torno al secretario de Estado, Angelo Sodano, que encarna la más política de las candidaturas. Nacido en Isola d'Asti en 1927, Sodano desarrolló una carrera diplomática en el Chile de Pinochet, por lo que podrá contar con ciertos sectores del cuerpo electoral que buscan una personalidad pragmática, de tendencia conservadora, experimentada en situaciones de extrema urgencia, más aun teniendo en cuenta que el Colegio de cardenales podría tener que manejar un eventual renunciamiento de Juan Pablo II.
Pero fuera de él mismo o de un eventual candidato latinoamericano de su elección, Sodano podría también impulsar otras soluciones "pastorales". Por ejemplo, suscitar un consenso en torno al nuevo arzobispo de Turín, Severino Poletto (nacido en Treviso en 1933) y designado obispo de Asti (ciudad natal de Sodano) en 2000. No sólo por sus cualidades espirituales y pastorales, por otra parte mal conocidas, sino también por sus vinculaciones con el secretario de Estado.
Ante tal hipótesis no habría que subestimar el peso electoral de una posible coalición entre grandes electores de la curia -como Josef Ratzinger y Sodano- y el ala integrista representada por los cardenales latinoamericanos romanizados: el prefecto de la Congregación del clero, Darío Castrillón Hoyos, ex normalizador del CELAM; el presidente del Consejo Pontificio de la Familia, Alfonso López Trujillo -ambos deben sus puestos a Sodano- y el prefecto de la Congregación para el culto divino, Jorge Arturo Medina, un teólogo chileno amigo de Ratzinger desde la época del Concilio Vaticano II, conocido por sus cruzadas morales contra la liberalización sexual y contra la Concertación gubernamental chilena. En tal caso la perspectiva latinoamericana sería recuperada a favor de un programa conservador.
En el campo italiano, tal perfil se encarna en la persona del arzobispo de Bolonia, el cardenal Giacomo Biffi (nacido en 1928), conocido por su desacuerdo con el mea culpa de la Iglesia sobre sus errores históricos y por su crítica del diálogo interreligioso. La candidatura de Biffi busca apoyos en el campo del integrismo y en movimientos como "Comunión y liberación", y el Opus Dei. Esta coalición, aun siendo heterogénea, se aglutina en torno a un programa de restauración autoritaria, que sostiene que el diálogo ecuménico e interreligioso debe estar condicionado a la reafirmación de la preeminencia de la verdad exclusiva de la Iglesia romana y de su poder ético-político en el mundo.
Otra candidatura, menos conflictiva aunque igualmente situada bajo el signo de la restauración, sería la del cardenal Christoph Schonborn, un dominico, brillante arzobispo de Viena y redactor del Nuevo Catecismo de la Iglesia católica. Desprovisto de las asperezas de identidad de Biffi y del rigor de acero de su padrino Ratzinger, y hasta abierto al diálogo, Schonborn garantizaría una interpretación sugestiva a las expectativas no sólo del ala intransigente, sino también de sectores conservadores católicos más amplios. Pero su relativa juventud -nació en 1945- no juega en su favor, como tampoco su pertenencia al campo alemán, que se tornó demasiado incómodo para muchos.
En cualquier caso, se plantea el tema de las opciones fundamentales a las que se enfrenta la Iglesia. Aun cuando los cardenales son más sensibles a la prudencia que a la audacia, no se puede descartar que muchos de ellos deseen ofrecer a la Iglesia un profeta, como lo hicieron sus colegas -sin saberlo- al elegir a Juan XXIII. Un Papa que no busque el poder sino el lenguaje del corazón, que privilegie la interioridad sobre las apariencias, que se dirija, no a las masas, sino a las conciencias. Un soberano pontífice que respete el derecho natural a la búsqueda -aunque eso lleve a poner en tela de juicio las verdades humanas- afirmando a la vez los principios eternos y que prefiera la persuasión a la coerción. Un Papa que se rodee de obispos para gobernar la Iglesia y que sepa hacerla respirar con las esperanzas de los más pobres, pronunciando respecto de los poderosos palabras de justicia inflexibles. Un pastor que abra nuevos espacios a los carismas de las diferentes Iglesias cristianas. En fin, un Papa que incite a los cristianos a extender "la buena nueva" a otras culturas, consciente de que el Evangelio tiene otra vida más allá de la vivida en Occidente.
Tal vez ese Papa ya esté en la sala de espera de la Iglesia católica. Pero resulta difícil saber si el próximo cónclave logrará descubrirlo...
Notas: _ 1. Juan Pablo II, entronizado en 1978, es el primer Papa no italiano desde Adriano VI (1522-1523).
2. El movimiento de la Teología de la Liberación reúne esencialmente eclesiásticos latinoamericanos que justifican la lucha, incluso violenta, contra la corrupción, la dictadura y la miseria social que padece parte de la población del Sur.
*Giancarlo Zizola, periodista y ensayista italiano, autor de Le Successeur, Desclée de Brouwer, París, 1996.
Texto publicado en Le Monde Diplomatique, Edición Chilena, septiembre 2001.
Ver también extractos del artículo de François Normand "El Poder del Opus Dei":
http://www.lemondediplomatique.cl/a...