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"MIREN COMO NOS HABLAN DEL PARAÍSO"

Habermas vs. Ratzinger


Ilán Semo
La Jornada


Hace más de un año, Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger entablaron un debate a raíz de las reflexiones que precedieron la tristemente célebre (y fallida) Constitución europea. El texto original de la Carta Magna proponía un recuento de identidades que querían responder a la pregunta de lo que significa "ser europeo" en el siglo XXI. En uno de sus artículos se decía que la "historia europea (se hallaba) indisolublemente vinculada a la historia de la cristiandad". En cualquier libro convencional de historia la afirmación habría pasado como un simple y evidente lugar común. Pero ya colocada en un texto constitucional, la formulación fue vista como un dardo provocador de Roma. Judíos, musulmanes, hindúes, africanos y modernos europeos no cristianos se sintieron excluidos, ofendidos y protestaron. Ellos también habrían sido -y hoy más aún- parte de la identidad europea, si es que existe algo que efectivamente identifique a todos los europeos. Una hipótesis que aún queda por demostrarse.

Habermas y Ratzinger retomaron la discusión y la llevaron a un terreno distinto, digamos más deliberativo y prolífico. El diálogo mismo entre un filósofo secular, fiel a los postulados de la Ilustración, heredero de la teoría crítica, y un teólogo hecho a la vida institucional del Vaticano, que pasa de la apertura al repliegue, representa un hecho en sí, un hecho que redefine los márgenes de escucha de ambas tradiciones: la apertura de un espacio de reflexión compartida ahí donde estábamos acostumbrados a la algarabía de los ataques mutuos y las escaladas acusatorias.

A un año de distancia, la Constitución europea quedó atrás. Ratzinger se hizo Papa y parece menos dispuesto a escuchar, pero las preguntas que propició la discusión quedan abiertas como síntoma de lo que se ha dejado de decir sobre la relación entre los mundos de la "fe" y la "razón". Algunas de las más visibles son: ¿cuál es el estatuto de la religión en una sociedad que se aparta rápidamente de los paradigmas de la modernidad?, ¿cuál es la relación entre fe y política, ahí donde la política ha perdido el ímpetu del gran relato?, ¿cómo regular democráticamente las relaciones entre creyentes y no creyentes a la luz del fanatismo religioso?, ¿qué significa el pluralismo de creencias en una condición intercultural como la Europa actual?, ¿la ciencia y la religión tienen algo que compartir?

Habermas parte de un hecho sociológico: en Occidente, a dos siglos de la aparición de La crítica de la razón pura, de Kant, la Ilustración atrajo el consenso en todas las esferas de la subjetividad social. La Iglesia ha tenido que adaptarse a las interpretaciones científicas del mundo, al Estado secular, al pluralismo político y, sobre todo, al desgaste paulatino de la antigua homologación entre el creyente y el hombre de fe. La mayoría de los europeos siguen siendo religiosos, pero no profesan ninguna religión particular. Por su parte, la "razón" ha perdido su inocencia: los campos de concentración, la bomba atómica, el hipercontrol cibernético y las perspectivas de la clonación humana son sus criaturas y sus monstruos. Y se pregunta: ¿necesita el Estado liberal un correctivo ético que sirva de autoconciencia del lado oscuro de la modernidad? La respuesta de Haberlas es tajante: no. El "republicanismo kantiano", la idea de una sociedad regulada exclusivamente por la ley, es suficiente. Es preciso, sí, radicalizar la materialización de esta idea, llevarla a nuevas consecuencias, sobre todo a la esfera que escapa con tanta facilidad al "dictado de la ley", es decir, la esfera del mercado, pero todo intento de colocarse con algún tipo de verdad en la mano por encima de la sociedad cercena la posibilidad misma de la sociedad democrática. Hay cambios, por supuesto. La religión representa hoy una fuerza moral y material que puede contribuir a fomentar nuevas formas de solidaridad y convivencialidad, siempre que se rijan por su propia aspiración de formar una parte normativa de la sociedad, es decir, un componente democrático de ella.

Ratzinger dice coincidir con esta visión, aunque no parece muy convencido. Para el Papa, la fe sigue siendo la respuesta a la pregunta sobre los "límites del hombre", una concepción que se remonta al siglo XVIII; pero sobre todo una respuesta a la formación de un "nuevo consenso" que inhabilite el "terrorismo cotidiano" que domina actualmente la vida de las sociedades contemporáneas. Ratzinger se refiere no al Gran Terrorismo que atenta por motivos políticos y fundamentalistas, sino a los crímenes de cada día que "escapan por completo a la posibilidad del control". Es en la esfera de la "ética" donde la sociedad de hoy debe sufrir modificaciones profundas, que sólo la religión puede proporcionar. Ratzinger parece volver a la idea de que la Iglesia debe asumir lo que compete esencialmente a la esfera pública en un territorio tan delicado como el de la "moralización de la sociedad".

Sin embargo, toda la discusión forma parte de una suerte de cese al fuego entre ambas tradiciones. Un intento de mutua auscultación frente a dos grandes decepciones: la decepción provocada por la religión desde el siglo XIX, y la más nueva que afecta al frente de la Ilustración, cuyos límites parecen también eminentes, y eminentemente enunciados por sus críticos, no religiosos, sino tan seculares como la misma modernidad: Nietzsche, Heidegger, Schmitt y Strauss, sobre los cuales disertan abundantemente el filósofo y el teólogo.