País Vasco
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Negociación con ETA
Juan Francisco Martín Seco
Estrella Digital
Hace ya, me atrevería a decir, años que absurdamente la polémica nacionalista y
su correlato el terrorismo acaparan la actualidad y el debate en nuestro país,
desplazando a segundo término los verdaderos problemas políticos y sociales.
Pero no por mucho que se hable de ello las cosas están más claras y los
discursos son más coherentes. Ciñéndonos al tema de ETA, ciertos planteamientos
son difíciles de entender. Por ejemplo, nunca he comprendido esa afirmación
repetida por unos y por otros de que con los terroristas no se negocia. Por una
parte, la Historia nos muestra con profusión que todos los gobiernos y todos los
países lo han hecho si han tenido necesidad; y, por otra parte, el término
negociar no remite a ningún ámbito moral o ético, sino mercantil en sentido
amplio, de poder y de fuerza; se negocia cuando ambas partes tienen algo que
ofrecer y ninguna de ellas tiene capacidad suficiente para imponer a la otra su
voluntad.
Al terrorismo, suele declararse pomposamente, se le derrota. Es evidente, pero
cuando la derrota es imposible o, se prevé para ella un plazo demasiado largo,
de producirse, resulta lógico pensar en la negociación como solución
alternativa. Por ello, más o menos abiertamente, todos los gobiernos han
intentado establecer algún tipo de diálogo cuando la ocasión ha sido propicia;
otra cosa muy distinta es lo que se esté dispuesto a ceder en esa negociación.
Tampoco logro entender esa otra afirmación de que con los terroristas sólo se
puede negociar después de que hayan abandonado las armas. No lo entiendo, porque
si ya han abandonado las armas, ¿para qué negociar? Es precisamente el fin de la
lucha armada lo que hay que consensuar. La lógica del razonamiento es tan
elemental que cabe sospechar que en el fondo todos mienten cuando declaran tal
cosa. Y es también lógico pensar que ese abandono de las armas difícilmente va a
producirse sin contrapartida, contrapartida que como mínimo consistiría en la
excarcelación progresiva de presos y en la concesión de algún tipo de amnistía.
¿Alguien puede creer seriamente que ETA abandone voluntariamente las armas
mientras sus presos continúan en la cárcel? ¿Por qué no somos claros entonces y
decimos las cosas como son? No parece que la mayoría de los españoles estuviesen
en contra de una negociación en estos términos. Es más, desde el punto de vista
moral y legal tiene su lógica. En una concepción moderna del Derecho Penal, las
penas impuestas en la sentencia, a pesar de denominarse así, no tienen
principalmente una finalidad punitiva sino de reinserción. Y pocas dudas parece
haber de que, abandonada la lucha armada, los detenidos se reinsertarían a la
vida civil sin demasiada dificultad.
Hasta aquí no parece que haya nada raro ni reprochable. Se comprende que los que
han sentido en sus carnes el zarpazo del terrorismo tengan objeciones; pero
asumir políticamente estas objeciones y ampararse en ellas para desprestigiar el
posible diálogo carece de lógica y de consistencia. Y, lo que es aún peor, esta
posición extrema (de oponerse a todo diálogo y negociación y de negarse a la
posible excarcelación de presos en un futuro) puede privar de razón a quienes la
mantengan e inhabilitarles para oponerse y censurar una negociación realizada en
términos más resbaladizos. Porque la confusión puede provenir también de este
otro extremo.
Parece que todo el mundo coincide en que no puede pagarse un precio político, y
que en ningún caso se deben pactar con los terroristas los aspectos
institucionales; pero la cuestión deviene en sofisma, casi en engaño, cuando al
mismo tiempo se habla de dos mesas paralelas, una en la que se sentaría ETA y en
la que se discutiría la entrega de las armas y la excarcelación de los presos, y
otra en la que se reunirían todas las fuerzas políticas para determinar el
futuro del País Vasco. De poco sirve que ETA no esté presente en esta última
mesa, si desde la paralela vigila su marcha y está dispuesta a condicionarla. Y
aquí sí, aquí pueden surgir ya las objeciones serias.
Sin duda es una exageración identificar, como se ha hecho en ocasiones,
nacionalismo con terrorismo, pero tampoco se puede olvidar que por
procedimientos distintos ambos persiguen iguales objetivos y que siempre existe
la tentación, por supuesto de forma no confesada, de que el nacionalismo
aproveche la presión que realiza el terrorismo para conseguir estos objetivos.
En el frontispicio programático de ambos aparece el derecho de
autodeterminación, aun cuando se disfrace bajo otras expresiones menos claras
como la de "ámbito vasco de decisión", y que por lo visto también se ha
trasladado a Cataluña, no ya sólo en el lenguaje de los nacionalistas sino en el
del propio PSP cuando su presidente afirma que "eso sólo compete decidirlo a los
catalanes". En definitiva, con lo que se está jugando es con el concepto de
soberanía. Saber si la soberanía radica en la totalidad de ciudadanos que
conformamos el Estado español o, por el contrario, si se puede trocear en
múltiples compartimentos según interese a las clases políticas de turno.
Planteado así el problema, la negociación es mucho más cuestionable y resulta
comprensible que sean muchos los que se opongan a pagar este precio, afirmando
que para este viaje no hacían falta tales alforjas y que nos podíamos haber
ahorrado veinticinco años de terrorismo. La crítica es tanto más lógica cuanto
que la actitud adoptada por el Gobierno y por el propio partido socialista en el
Estatuto de Cataluña no presagia precisamente desenlaces felices. Pero para
hacerla hay que cargarse de razón, y ésta se pierde cuando desde una postura
cerril uno se opone a toda salida dialogada del terrorismo.