Compañeras
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Aborto: Siempre es lo mismo, ella es la culpable
Cuerpos clandestinos
Sebastián Hacher
La Haine
Esta ahí tirada, rota por dentro y por fuera. Querría descansar, dormir por un
año o dos, y despertarse sabiendo que todo fue un sueño mal soñado. Tal vez lo
fue y lo siga siendo, nunca se sabe.
La vecina dice que no quiere ir al médico; tiene miedo de que le abran una
causa.
Ya casi no habla. Está despierta pero sumida en su pesadillla personal,
temblando sobre ese catre mugriento, símbolo y celda de su martirio cotidiano. A
la vecina se nubla la vista, quizás para no desmayarse frente a ella, e inventa
algo para ayudar un poco. Nadie sabe muy bien que, pero algo hay que hacer. Si
por lo menos tuvieramos una matrona, algo más se podría intentar; un yuyo, un
remedio de esos que a veces se consigue o por lo menos un manosanta que rece por
nosotros.
Desde aquella vez, cuando quemó el rancho de acá a la vuelta, todo fue de mal en
peor. Se ganó un poco de respeto y quizás de temor en el barrrio, pero también
se sintió mas sola, tan sola como en realidad siempre estuvo. Ahora esa soledad
se hace notar en todo; en las miradas que se inclinan a su paso o en los
murmullos silenciosamente arrojados para rodear su nombre.
Hasta las calles desparejas parecen callar algún secreto cuando la ven llegar.
Siempre es de la misma forma. Ella es la culpable, o por lo menos eso piensan
los que en este preciso instante estan comentando sus desgracias junto a los
braceros donde calientan el agua para el mate. Son esos que en cada ronda
engañan sus estómagos y sus cabezas con el mismo azúcar. Si ella pudiera pensar
ahora, si el dolor no le estuviera partiendo el alma y el cuerpo, seguramente
sentiría sus miradas, sus risitas irónicas o sus comentarios de harpías
falsamente indignadas. Hijos de puta, diría con con los dientres apretados,
mientras las pupilas de los otros se le clavan en la espalda como escalofrios.
Hijos de puta, susurrraría para sus adentros antes de maldecirse a si misma.
Ya no le quedan mas lágrimas. Cada hijo fue un llanto convertido en cicatrices
pequeñas que aprendió a amar con locura. De los seis que carga por el mundo, uno
se fue por desnutrición, llevado a quién sabe que instituto, amamantado por
quién sabe que otros pechos fecundos.
Por los otros se desgarra de hambre todos los días, para que no les falte un
pedazo de algo con que alimentarse.
Dicen que el don de llorar lo perdió el día que aprendió a odiar con todo su
cuerpo. O tal vez la noche que las nubes la ampararon para prender fuego el
rancho, sin importar quién estaba adentro y quién miraba por las rendijas de la
intimidad de sus vecinos. Total, igual iban a comentar, igual la iban a
perseguir las miradas, los silencios y los secretos gritados entre el barro y la
mugre.
Ella no era de hacer esas cosas, pero aquella noche no podía hacer otra cosa,
porque el ritual de la venganza era el único patrimonio de los sueños que le
quedaban. No era simplemente tomar revancha, era pura oscuridad, y el fuego una
forma arrojar al cielo los fantasmas que la persiguen.
No, ella no era de hacer esas cosas y tampoco estas. Dice la vecina que por eso
no se escucharon gritos cuando se undió el alambre oxidado en el vientre. Fue
todo muy rápido; un golpe seco, un balbuceo triste, y tirarse en el catre a
esperar la muerte o que vuelvan los sueños que se convirtieron en pesadilla.
Así la encontraron cuando estaba por desangrase.
Ahora la llevan al hospital: no queda otra, hay que correr el riesgo. La cargan
en un coche, y viaja recostada sobre las piernas de alguien que tiene como única
fortuna lágrimas para regalar al mundo.
Ella descansa sobre el regazo, casi duerme.
En el camino abre los ojos y pide que le lean un cuento, de esos que cada sábado
por la mañana escucha casi tan atenta como los hijos que le quedan.
Con los ojos abiertos repite: quiero que me leas un cuento. Y por pimera vez en
muchos años, ese cuerpo clandestino vuelve a ser el de una niña. Aunque mas no
sea por un instante.
Buenos Aires, 12 de Agosto del 2004