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Operación Masacre en Avellaneda

Dolores

Por J. M. Pasquini Durán ( "Página 12 ")

No fueron errores ni excesos, sino la trágica consecuencia de lógicas políticas. Los incidentes de ayer en Puente Pueyrredón que, al caer la tarde, contabilizaban dos muertos, varios heridos y decenas de presos, todos civiles, corresponden con puntualidad a las voces dentro y fuera del Gobierno que en las últimas semanas reclamaron un castigo ejemplar para la protesta popular callejera. En la instigación a la violencia coinciden promotores diversos, por motivos también múltiples. Están los impotentes para satisfacer las necesidades de los hambrientos y quieren apaciguarlos a tiros.
Hay estrategas de la tensión actuando para inclinar los miedos públicos a favor de algunos candidatos que, sin aterrorizar a los ciudadanos, no tendrían ninguna chance de regresar a funciones de gobierno. En la nómina deben figurar además los que buscan preservar las políticas del ajuste, exhaustas por sus propios fracasos y por el hastío generalizado en la sociedad. Los que quieren conservar sus lotes de privilegios a cualquier costo y los que temen perder las prebendas de las que abusaron desde sus representaciones institucionales. Los viejos y los nuevos autoritarios que sienten nostalgia por el orden de los cementerios. A cualquier ciudadano que piense un poco en este catálogo no le costará muchos esfuerzo ponerle nombres y apellidos. Juntos, son los que, en definitiva, instalarían otra dictadura si pudieran.
Si no pueden no es por falta de vocación o de aspirantes civiles y militares. Más aún: con las actuales políticas hemisféricas de la Casa Blanca, la democracia perdió su valor estratégico en nombre de la cruzada mundial contra el terrorismo. El principal obstáculo de los tiranos vocacionales es la desobediencia civil, la misma que en diciembre último tumbó presidentes con la única fuerza de su voluntad y la presencia en la calles. En ese momento también asesinaron manifestantes, pero ni así desarticularon la rebeldía. Por lo tanto, las chances de los retrógrados consisten en provocar el suficiente caos que les permita dar el zarpazo sin una resistencia masiva. Para eso, buscan dividir y confrontar entre sí a los distintos sectores de la civilidad. En ese plan, desprestigiar a los piqueteros, presentándolos como bandas de violentos dirigidos por demagogos sin escrúpulos o por células terroristas que ponen en peligro la seguridad del resto de la sociedad, es uno de los argumentos favoritos de los publicistas del autoritarismo. ¿Cuántos recuerdan las múltiples gestiones pacíficas de estas organizaciones en busca de soluciones por vía del diálogo? ¿Cuántos olvidan que las razones últimas de sus protestas son el desempleo y el hambre extremos, con todas sus secuelas? ¿Quién tiene en cuenta sus fatigas cotidianas para sobrevivir con toda la dignidad posible mediante la solidaridad y la cooperación?
Si para alguien esas no fueran razones suficientes, desde ayer hay motivos adicionales para estrechar filas en el movimiento popular. La represión alevosa y premeditada pretende quebrarles el espinazo a las entidades piqueteras, pero los propósitos que la alientan quieren, al final, controlar el poder del modo más absoluto para que nada cambie. Está claro que de las instituciones de la democracia poco se puede esperar en materia de resistencia. El prolongado silencio del Poder Ejecutivo, responsable de la seguridad de los ciudadanos, el receso del Legislativo, la ausencia de la palabra y de la acción de casi todas las cúpulas partidarias y sindicales, son signos que reafirman la debilidad estructural del régimen de transición para hacerse cargo de la realidad, sin contar que en su interior anidan voluntades cómplices o conciliadoras con los métodos represivos. En otras palabras, la sociedad depende de sus propias fuerzas y capacidades. Dicho así, suena como una tarea titánica, aunque no hace falta memoria muy larga para darse cuenta de que es difícil pero posible.
El movimiento popular de resistencia, en primer lugar los piqueteros tan vilmente agredidos, deberá mostrar la sabiduría y el coraje para mantenerse movilizado pero sin hacerles el juego a los violentos. Una vez más, hay que citar el ejemplo de los defensores de derechos humanos, sobre todo de los afectados directos, que supieron canalizar las energías de sus rabias y dolores en una pelea que todavía continúa, sin tomar la justicia en mano propia ni caer en la tentación de ficticios vanguardismos. Los peligros están a la vista, los dolores pueden ser insoportables, pero no hay peor batalla que la que se libra en el campo y en el momento que eligen los otros. Dado que no hay camino, para no caer hay que marchar con los ojos bien abiertos.

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