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24 de Marzo

El pueblo Argentino y los Derechos Humanos

Por Carlos O. Suárez

Argentina nació a la vida formalmente independiente en medio de los condicionamientos impuestos por los imperios de turno. De la misma forma que el conjunto de naciones latinoamericanas fueron la resultante del fraccionamiento dirigido por Gran Bretaña, Estados Unidos y otras potencias europeas, nuestro país comenzó a funcionar institucionalmente en el contexto de una gerra civil que opuso a la minoría portuaria de Buenos Aires al conjunto de las provincias, progresivamente pauperizadas por la política centralista, excluyente, y en definitiva ajena a los intereses de las grandes mayorías que sostuvo a sangre y fuego el unitarismo dominante. Así fue como el interior mediterráneo y el litoral sufrieron la distorsión de constituciones y leyes ideadas en función de los acuerdos entre el imperio británico y los núcleos gobernantes de la ciudad-puerto. El iluminismo rivadaviano, seguido después de 1852 por las expediciones punitivas del mitrismo genocida, convirtieron a las provincias en territorios donde las poblaciones vegetaban miserablemente, motivamdo la proclama de Felipe Varela: ³Desde que aquel (Mitre) usurpó el gobierno de la Nación, el monopolio de los tesoros públicos y la absorción de las rentas provinciales vinieron a ser el patrimonio de los porteños, condenando al provinciano a cederles el pan que reservara para sus hijos. Ser porteño es ser ciudadano exclusivista y ser provinciano es ser mendigo sin patria, sin libertad, sin derechos².
La política excluyente de las oligarquías latifundistas y la burguesía comercial importadora de Buenos Aires daría lugar a la conformación de un país macrocefálico, o sea con una cabeza gigante y miembros raquíticos. El trazado colonial de los ferrocarriles, tal como lo demostró magistralmente Raúl Scalabrini Ortíz, resultó ser la muestra más acabada de los planes imperiales de cristalizar la granja exportadora, cortando de raíz cualquier inento industrializador. De tal forma, tanto los criollos como los inmigrantes se vieron obligados a ser habitantes de un país inmensamente rico y con una mayoría de pobladores sumidos en la explotación y el subconsumo. Para sostener ese injusto esquema político, económico y social los sectores dominantes apelaron sistemáticamente a la represión, violando los derechos humanos más elementales, al mismo tiempo que se imponía un democratismo formal que no contemplaba la participación ciudadana en la elección y gestión de los gobiernos. Con el triunfo electoral de Hipólito Yrigoyen en 1916 se inicia la primera experiencia de gobierno representativo de la voluntad popular, aún cuando las limitaciones determinadas por un Poder Judicial monolíticamente oligárquico y un Senado remanente de muchas décadas de comicios fraudulentos, condicionaron al máximo a los nuevos gobernantes.
La carencia de un proyecto superador del esquema de la semicolonia agraria, sumado a la incomprensión del ala conservadora del Partido Radical, acentuó la indefensión frente a la conspiración oligárquico imperial de 1930. Yrigoyen y sus equipos de gobierno habían sido responsables de las masacres de la Semana Trágica y de la Patagonia, entre otras represiones impulsadas o toleradas por la pequeña burguesía creyente en las soluciones exclusivamente formales y políticas, sin advertir ni comprender que no puede existir una democracia política sin justicia social e igualdad económica.
La Década Infame institucionalizó la violación de los Derechos Humanos, profundizándose la explotación de las grandes mayorías. Fracasados los intentos revolucionarios de jóvenes oficiales yrigoyenistas e integrantes de FORJA los gobiernos conservadores pretendieron asegurar su continuismo mediante el fraude electoral y las clásicas prácticas antidemocráticas de los regímenes de facto. Tras el pronunciamiento militar del 4 de junio de 1943 y la progresiva preeminencia del ala nacionalista popular encabezada por el coronel Juan D. Perón, se desemboca en la alianza entre el movimien to sindical emergente de la acelerada industrialización de los años previos a la segunda guerra mundial y la sustitución de importaciones derivada del conflicto internacional. La gran movilización del 17 de octubre de 1945 y el triunfo electoral peronista del 24 de febrero de 1946 posibilitaron el comienzo de una etapa signada por la ejecución del programa simbolizado por las banderas de Justicia Social, Independencia Económica y Soberanía Política. Ese programa quedaría plasmado en la reforma constitucional de 1949, en la que se incorporan derechos hasta entonces desconocidos en la vida institucional argentina: del trabajador, de la niñez, de la ancianidad, de la mujer y otros.
La contrarrevolución de 1955 comienza por derogar la vigencia de esos derechos y restablece gran parte de las instituciones oligárquicas de los años 30. La denodada resistencia de los trabajadors y de amplios sectores populares impidió la consolidación de los gobiernos antidemocráticos, pero no logró revertir la tendencia hacia la reconstrucción del sistema neocolonial que se prolonga hasta la actualidad. Esto se tradujo en la imposición de la Doctrina de la Seguridad Nacional y en las consiguientes legislaciones que fueron sentando las bases del Terrorismo de Estado. Sin embargo, al respecto es de hacer notar que el salvajismo represivo no se inicia el 24 de marzo de 1976, sino que hunde sus raíces en el bombardeo del 16 de junio de 1955, el golpe militar de setiembre de ese año, los fusilamientos de junio de 1956 y la persecución violenta al Movimiento Peronista y especialmente a los trabajadores.
No es entonces el momento de iniciar discusiones acerca de la paternidad o la posesión de los Derechos Humanos, porque su violación y su defensa han recorrido casi doscientos años de historia argentina. Desde la masacre de los Pueblos Originarios hasta los millones condenados por el genocidio social de las últimas tres décadas, existe una continuidad que no admite explicaciones parciales ni asunción alguna de la representatividad de los reprimidos. Todos los que luchamos a lo largo de muchos años contra las dictaduras y los gobiernos formalmente constitucionales que continuaron con el mismo proyecto económico y social de los genocidas del 55, el 66 y el 76, tenemos la obligación de defender la integridad de los drechos y conquistas del pueblo argentino. Y en tal sentido, coincidiendo con John W. Cooke, afirmamos : ³El pasado es raíz y no programa², motivo por el cual es necesario evaluar las políticas a seguir en esta etapa signada por la herencia del neoliberalismo salvaje, sin cristalizarnos en antinomias y debates de hace diez, veinte o treinta años. Los campos están bien deslindados, y dentro del correspondiente a los sectores populares no debe haber lugar para el sectarismo o los dogmas, sino que en la marcha hay que ir construyendo las nuevas síntesis.
Ni cazadores de pulgas munidos de microscopios, ni tampoco la igualación de los que toleraron en silencio la destrucción del país durante el menemato con los que lucharon cotidianamente ante la entrega del patrimonio nacional.
Los Derechos Humanos no se reducen a la recordación de los genocidios, sino que se garantizarán plenamente cuando se acabe con el sistema neoliberal que condujo a nuestro pueblo a la peor crisis de su historia.