La Fogata con las Madres
|
Editorial de ¡Ni un paso atrás!
Relaciones en los hechos
Madres de Plaza de Mayo
Antes de ayer, el número uno y la número dos del Fondo Monetario
Internacional, salieron con total impertinencia a reclamarle al gobierno de
Argentina mejoras en la propuesta de pago a los acreedores externos. El pedido
de la señora Krueger y la afirmación del gerente Rodrigo Rato, se producen a
escasos quince días de hecha pública la nueva propuesta de pago precisada por el
ministro Lavagna, que a su vez mejora en varios cientos de millones dólares la
oferta original formulada en Dubai.
"Ahora vendrán por más", se advirtió cuando se produjo aquel nuevo ofrecimiento
edulcorado a gusto de los tenedores de bonos. Y vinieron, nomás. Tardaron dos
semanas en llegar del norte, conduciendo tanques que no eran, precisamente, los
del General Aláiz. Algunos afirman que lo que se proponen con la nueva embestida
es, además de convenir mejores pagos y hasta en efectivo, condicionar aún más a
la Argentina y por elevación a Brasil. No conformes con el reconocimiento por
parte del Estado argentino de los intereses generados tras la entrada en default,
los acreedores pretenden una quita aún menor a la anunciada y hasta asegurarse
más puntos destinados al pago de la deuda cuando se apruebe el presupuesto del
año 2005. Hasta se permiten exigir una nueva ley de cooparticipación federal, no
para terciar en contra de la dupla Duhalde-Solá en su disputa con Kirchner, por
cierto. Que las provincias sean feudos o dejen de serlo, con sus crías de
tiranos y crímenes correspondientes, es algo que no le interesa en lo más mínimo
al directorio del FMI.
Siempre que el capitalismo habla a través de sus funcionarios políticos,
económicos y culturales, pone en evidencia su inequívoca lógica de
funcionamiento: explotar, acumular, ganar, volver a explotar, y así
indefinidamente, no importan las muertes evitables, ni las guerras, ni las
pestes que provoque en el mundo. Por caso, Irak, el comedor popular desalojado
por la Infantería en Floresta, los mineros del carbón asesinados por la ambición
de lucro de último concesionario de la mina, o el chico acribillado en Palermo
por un policía de la seccional 31.
Sólo en un país donde se privilegia la inmoral deuda contraída por funcionarios
políticos cómplices de la gran burguesía, puede producirse un asesinato como el
de Lisandro Barrau. Cuánto habrá tenido que ver la verborragia fascista que por
estos días abunda en los medios de comunicación de masas, para que un pibe de
barrio, bombista de una murga de Colegiales, pichón todavía, pleno de felicidad,
asombro y sueños, cayera muerto por el despotismo de un suboficial recién
egresado de la escuela de Policía Comisario Villar, tal el morboso nombre de la
academia. La impunidad no sólo es la falta de condena para los asesinos; también
es ese discurso vengativo, de odio, intolerancia y muerte que consiente y
legitima estas conductas criminales y prepotentes, como la de aquel empresario
que fusiló de 16 balazos a quienes quisieron arrebatarle el maletín a la salida
de un banco y fue justificado con rezos y loas a la seguridad por los
periodistas de la derecha criminológica, que a su vez se entretenían tiranizando
al cartonero que encontró cincuenta mil dólares en la basura.
Si, como dice Su Señoría, los inocentes son los culpables, y Blumberg es el San
Cayetano de los ricos, y el pibe Bordón fue muerto a golpes por la policía de
Mendoza porque estaba drogado, no sorprende a nadie que asesinen a Lisandro con
la misma saña y puntualidad con que se paga la deuda externa y se condena a la
miseria eterna a cientos de miles de niños cada día que pasa y al otro día otros
cientos de miles más, y así siempre, en una rueda infinita, interminable, sin
fondo ni sentido.
Por lo demás, está visto que en la Argentina de la mano dura, de los incendios
por impericia en los socavones, de la prisión para los menores de 14 años, ser
joven, morocho y pobre es delito, andar en moto es desacato a la autoridad, y la
razón, definitivamente, la tienen los señores inversionistas extranjeros.
Sólo así se entiende que los hinchas visitantes no puedan ir a ver a su equipo
aunque sean los jugadores los que se agarren a trompadas, y que ya no se cobre
penal por la mano intencional dentro del área, y que la familia de Cristian
Ramaro se abrace en la galería de su casa como si fuera un gol en el último
minuto, desde media cancha, mientras un coro desafinado, impresentable, sin
tablón en ninguna tribuna, canta "que viva la muerte, que viva, viva".
Programa del 17 de junio de 2004