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Ana Maria Fernández, psicóloga e investigadora de asambleas barriales y fabricas recuperadas
"La
única garantía era hacer todo entre todos"
"Las asambleas y las empresas recuperadas no surgieron de la nada", afirma Ana
María Fernández, investigadora de la UBA. Las causas que las motivaron, los
saberes previos que se sumaron y las características específicas de cada una de
estas experiencias fueron indagadas por Fernández y un equipo de colaboradores
de su cátedra.
Por Verónica Gago
Página 12
–¿Cuál fue la especificidad del 2001 en tanto novedad política?
–Tal vez lo más impactante fue que en una situación estallada en todos los
niveles –me refiero a la crisis de gobernabilidad, crisis de la representación
de los partidos y una situación límite en lo económico y lo social– se genera
una invención política impensada. Sus expresiones más fuertes fueron las
asambleas barriales, las fábricas recuperadas y algunas agrupaciones del
movimiento de trabajadores desocupados. Se arma allí una apuesta colectiva al
borde del abismo. Una de sus mayores originalidades estuvo en las formas de
organización que adoptaron: autogestivas, horizontales y de democracia directa.
Esta horizontalidad, que se replicaba a velocidad, imprimía lógicas colectivas
específicas que ponían en juego potencias en acción, alegrías del hacer muy
contrastantes con el desasosiego que se vivía por doquier. Tanto en las
asambleas como en las fábricas existía la convicción de que no había que armar
comisiones directivas ni jerarquías internas. En un país que no tiene historia
política autonomista y teniendo en cuenta que estas experiencias no estaban
llevadas adelante por gente que acordara ideológicamente con dicho linaje, esto
marcó una gran novedad. Estos procesos colectivos lograron importantes
transformaciones en la producción de subjetividad y en las prácticas de vida
cotidiana de quienes participaron.
–¿Qué es lo que cohesionó a la gente en estas experiencias donde no hay
acuerdos ideológicos estrictos ni un proyecto a futuro unánime?
–Justamente el desafío está en poder pensar cómo se produjeron esas formas
de cohesión. Aquí no se trató de seguir a un líder ni de la homogenización que
puede producir un relato utópico compartido. Ninguno de estos articuladores
estaban presentes. Tanto en fábricas como en asambleas una idea persistía: no
había que establecer sistemas de delegación; la única garantía era hacer todo
entre todos. A partir del colapso del 2001 habían aprendido duramente que
establecer sistemas de representación era abrir la puerta a ser traicionados.
–En el caso de las fábricas había un componente particular porque se trataba
de una unidad productiva, el lugar de trabajo de cada uno, que había que poner
en marcha...
–En el caso de las fábricas autogestivas hubo otro componente muy
importante: "estamos todos o no se puede llevar adelante el proyecto". Esto
generaba una situación muy particular porque así como entre los intelectuales o
las agrupaciones universitarias las pequeñas diferencias hacen que los grupos se
dividan al infinito, allí podía haber inmensas diferencias, pero nadie se podía
bajar del proyecto, porque si no, no se podía continuar. Por otro lado, los
procesos de autogestión generan una dinámica colectiva muy diferente, ya que al
no establecerse la diferenciación entre representantes y representados la
potencia de imaginar, inventar y hacer no queda capturada en unos pocos. Actuar
desde lógicas de multiplicidad y no desde lógicas de representación empodera al
conjunto de modo tal que cuando un colectivo arma máquina en la horizontalidad,
sus capacidades de invención y de acción pueden ir mucho más allá de lo que
ellos mismos pueden imaginar.
–¿De dónde surgen estos saberes y desconfianzas que parecen espontáneos?
–En política no hay nada espontáneo. Cuando a un acontecimiento político se
lo llama espontáneo significa, por un lado, que no está dirigido por
organizaciones preexistentes como partidos o sindicatos. Se trata de expresiones
que han escapado a la grilla de la representación. Por otro lado, se trata de
procesos donde germinales infrapolíticos van aumentando en sus intensidades,
acumulando experiencia e inventando otras formas de construcción política.
Entonces lo que suele llamarse espontáneo en realidad da cuenta de aquello que
no se pudo "ver" antes. En tal sentido ni el Cordobazo ni Mayo del ’68 fueron
"espontáneos". Se trata de dimensiones de construcción política que desde una
lógica representacional no han podido ser advertidas.
–¿Podría decirse entonces que el 19 y 20 de diciembre funcionaron de alguna
manera trayendo a la superficie experiencias que se venían desarrollando en
áreas menos visibles?
–Me parece que el 19 y 20 de diciembre es un "Basta ya", que no surge de la
nada. Entre sus antecedentes pueden mencionarse por ejemplo las organizaciones
de derechos humanos que en su accionar pusieron una y otra vez de manifiesto la
falta de garantías de los partidos políticos respecto de los valores éticos,
diversas organizaciones juveniles, también los H.I.J.O.S., que se nuclearon en
modalidades de construcción política horizontal, más atrás aún los feminismos
con su crítica a las organizaciones jerárquicas. Estas otras formas de hacer
política –a las que no llamaría nuevas– no responden al patrón clásico de fundar
institución, sino que más bien instalan situación. Reciclan saberes que muchas
veces no provienen estrictamente de la política. Por ejemplo, cuando el 20 de
diciembre muchos jóvenes "hacen el aguante" –como ellos decían– en la Plaza de
Mayo expresaban que eso lo habían aprendido en la cancha, "aguantando a la
cana". Y nos explicaban no sin orgullo: "Lo que pasa es que yo tengo cuatro años
de River", como si fuera un posgrado. Entonces, un modo de acción propio de otro
ámbito se reinventa como saber-hacer en una situación diferente. Pero calificar
estas formas como espontáneas habla más de nuestras propias limitaciones para
entender ese acontecimiento que de su propia naturaleza.
–¿Es inherente a estas formas que sean frágiles en su duración?
–Si la idea es que la única forma de construcción política es la acumulación
de fuerzas que permita la transformación futura de la sociedad, posiblemente
podrían considerarse como modos de hacer política frágiles. Si pensamos, en
cambio, que producen existenciarios, es decir otros modos de habitar la vida
cotidiana, tenemos que interrogar la propia idea de duración. Alguien que
trabaja en una fábrica recuperada no es sólo alguien que participa en una
cooperativa y que logra resolver momentáneamente cómo "llevar comida a la casa",
sino que a la vez entra en una dinámica de acción con otros que va mucho más
allá del trabajo, que transforma las condiciones de existencia propias y de su
familia. Las transformaciones subjetivas implicadas cuando un obrero u obrera
dice "yo no vuelvo al trabajo esclavo" no dan una impresión de fragilidad, pero
tampoco garantizan su duración. No se trata de fragilidad ni de duración, sino
de la potencia de un accionar colectivo que dice esto es posible. Al mismo
tiempo, nada garantiza que sea viable, ya que es David frente a Goliat.
–¿Qué subsiste de estas experiencias?
–En general, las fábricas recuperadas que han logrado volver a poner en
funcionamiento la producción se mantienen. Enfrentan muchas dificultades, pero
logran sostener su competitividad en el mercado. Las asambleas barriales no
mantienen hoy las formas en las que surgieron, pero muchas de ellas han mutado a
emprendimientos productivos o movidas culturales. Así, por ejemplo, la asamblea
La Alameda ya desde el año pasado fue la que denunció el trabajo esclavo en
Flores y participa actualmente en la reorganización cooperativa de estos
trabajadores y en la legalización de los inmigrantes. Esto no significa volver a
armar una ilusión; son procesos sumamente interesantes mientras no se suponga
que ahí va a estar la receta o la clave para la transformación estructural de la
sociedad. Estamos ante balbuceos políticos a los que no hay que pedirles que
resuelvan lo que las izquierdas en el mundo no han podido resolver. Lo
interesante en las fábricas sin patrón, por ejemplo, es cómo caen minimalmente
los mitos capitalistas tales como que sin disciplina fabril no hay
competitividad, o que el conocimiento sólo lo tienen los especialistas o que sin
crédito no hay producción.
–¿Cuál era la percepción del Estado en estas experiencias y qué señala en
relación con que hoy la imagen predominante es la de una "vuelta del Estado"?
–Al principio era muy interesante constatar un proceso por el cual al mismo
tiempo que se instalaba el registro de hasta dónde el Estado dejaba caer y
desamparaba, estas experiencias tomaban en sus propias manos la cuestión y
accionaban una diversidad de emprendimientos colectivos. Con la llegada de
Kirchner al gobierno, se produjo un tembladeral en las asambleas barriales que
aún persistían, ya que se instaló una tensión muy fuerte entre la necesidad de
volver a creer que el Estado iba a proporcionar el amparo necesario y el
descreimiento de que esto fuera posible. Si alguna reflexión dejan estas
experiencias autogestivas es que los liderazgos mesiánicos absorben la potencia
de los colectivos. En la actualidad se dice que los nuevos gobiernos de América
del Sur presentan la novedad de establecer nuevas relaciones entre movimientos
sociales y Estado. Si así fuera, esto es todo un desafío. Si los gobiernos
necesitan encuadrar y disciplinar la fuerza de los movimientos sociales, la
calle va a estar en orden, pero no tendremos la potencia colectiva necesaria
para las transformaciones a realizar. Si la mediación de las relaciones entre
sociedad y Estado a través de los partidos políticos estuviera agotada, no se
trata de instalar obediencia en los movimientos sociales y forzarlos a
convertirse en pseudo-partidos. Si se prefiere satelizar movimientos alrededor
de los gobiernos, no se podrá construir el poder político necesario para las
transformaciones más básicas que nuestros países imprescindiblemente necesitan.
–¿Hay una recomposición de la legitimidad política? Las encuestas de
popularidad de Kirchner parecen demostrarlo...
–Sin duda, pero la cuestión es un poco más compleja. Pensar la legitimidad
de un gobierno en función de los votos es una perspectiva necesaria pero no
suficiente, ya que sería evaluar la legitimidad sólo por el indicador de la
representatividad. No hay que olvidar que diciembre del 2001 puso de manifiesto
una inmensa fisura. Vivimos en el marco de instituciones absolutamente
estalladas. Los partidos, los sindicatos, el propio Estado, las instituciones de
la salud y la educación presentan un desfondamiento de sentido y un vaciamiento
de sus prácticas que en mi criterio no tienen formas de resolución inmediatas.
La recomposición actual opera como una cáscara por arriba de algo que ya está
desfondado. En estas condiciones, pensar la legitimidad de un gobierno exige la
producción de otros instrumentos de análisis. El propio acto de votación está
desfondado. Hoy no se le cree ni siquiera al candidato al que se vota. Lo mismo
sucede si analizamos el acto del 25 de Mayo evaluando si la gente fue por su
cuenta o si la llevaron. Estos modos de evaluar la legitimidad son parciales, ya
que es volver a poner en la grilla de la representación algo que ha desbordado
la representación misma.
–¿En qué otras formas se manifiesta esa desconfianza a la representación hoy?
–Hoy vemos que el deterioro social de las clases populares cambia la figura
y la fisonomía de lo que antes se llamaba "el pueblo". Entre los jóvenes
vulnerabilizados, con suerte encontrás alguno cuyo abuelo haya sido metalúrgico;
ya sus padres no tuvieron trabajo formal, por lo que no tienen referentes
identificatorios de una vida organizada por el trabajo, el ahorro o el progreso.
Por otra parte, la precarización de las condiciones de vida atraviesa hoy a
amplios sectores de las capas medias. Estas poblaciones que están peleando
contra la expulsión social son difíciles de engañar. Hay una lucidez implacable
que ninguna propaganda puede opacar: la gente sabe las condiciones en las que
vive más allá de los índices oficiales de inflación o de desempleo. Lo mismo
ocurre con la Justicia, cuando algo sucede en un barrio, aun cuando se haga la
denuncia judicial o policial, nadie cree que ésta va a solucionar la situación,
simultáneamente vecinos/as ponen en marcha otras formas de acción. En ese
sentido, el 2001 fue un punto de inflexión.
–¿Qué significa hacer esta investigación sobre formas innovadoras de hacer
política desde una institución como la UBA, que no es para nada ajena a la
crisis de representación?
–Esta investigación también para nosotros fue una estrategia de
supervivencia porque cotidianamente necesitamos inventar sentidos que la
institución ya no provee. La universidad no sólo se deja caer, sino que frente a
muchos de nosotros/as tiene una política expulsiva. Lo que están haciendo en mi
caso con la destitución de la categoría plenaria es uno de los tantos ejemplos
que podrían darse. La UBA no sólo tiene una crisis de sentido, también atraviesa
una crisis de gobernabilidad, estatutaria y, en consecuencia, académica. La
universidad debe ser pública no sólo por no ser arancelada, también porque debe
producir conocimiento sobre lo público, por eso nosotros sostenemos
investigaciones que permiten pensar estas nuevas formas de lo público no
estatal.