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Libros sí, Alpargatas también

Buscada
Lili Massaferro: de los dorados años cincuenta a la militancia montonera


Laura Giussani
Grupo Editorial Norma

A modo de prólogo

El taxi gira sin brújula buscando la maldita calle Conesa. Una vez más cruzamos la vía con la que nos topamos hace minutos atrás. Quién sabe en qué cuadro, en qué mapa, en qué cielo estará escrito, pero desde hace años espero este momento. Lili está mal, la internaron varias veces temiendo el fin, ya no podemos postergar el diálogo. Hace tiempo acordamos que grabaría su historia. Reviso mi bolso, compruebo que el grabador funciona. Sensación de vacío en el estómago. Busco el aire que entra por la ventanilla, un aroma fresco de patios y jardines. La radio murmura frases indescifrables; un diputado enajenado explica por qué ha llegado el momento de poner fin a la corrupción, la Argentina se ha puesto de pie, dice, y la victoria de Fernando De la Rúa lo demuestra... Y sigue, y sigue, y dejo de oírlo, y enciendo un cigarrillo y me acomodo en el asiento. Prefiero dilatar la llegada, permanecer suspendida entre dos tiempos, en tránsito. Un tiempo hueco, un no-tiempo que provoca vértigo, sensaciones y recuerdos imposibles de aferrar. Veloces imágenes afloran desde mi memoria: Lili y la pulpera de Santa lucía, Paco y su cianuro, el bastón clandestino de Pirí Lugones, Via Margutta en Roma con luces de navidad...

Fue en febrero del setenta y tres cuando Lili entró en mi vida. Yo tenía doce años y vivía en un departamento a pocas cuadras del Congreso, sobre la avenida Rivadavia. Piso cuarto de un imponente edificio de principios del novecientos. Techos altos, espacios inabarcables, habitaciones conectadas por infinidad de puertas de buen roble. Otras, de vidrio, se abrían a un pasillo externo que unía toda la casa. Los salones se sucedían y entremezclaban. Trece ambientes, un palacio para una familia de seis personas. Balcones de estilo francés, grifos de bronce, impecable parquet, sordos timbres en las paredes para llamar a una fantasmal servidumbre, vestigios de una época que fue. Un estilo de casa decadente que era el preferido por los intelectuales de la época con poco dinero y ganas de buen vivir. Espacios majestuosos y descascarados con muebles recuperados de viejos desvanes, aportes insólitos de amigos y familiares, grandes roperos comprados en remates, imprescindibles bibliotecas armadas con bloques de construcción y maderas baratas, cantidad de almohadones, tapices y adornos peruanos o mejicanos, máquinas de escribir apoyadas frágilmente sobre mesas improvisadas y papeles por todos lados. Allí entró Lili en aquel tumultuoso 1973, cuando Cámpora se disponía a asumir la presidencia. Escuché risas desde la entrada y una mujer de expresión feliz, paso largo y desgarbado, ojos con brillo propio y color a miel se acercó a abrazarme. ¿Te acordás de Lili?, preguntó mi madre, viene a pasar una temporada en casa. La miré sin comprender exactamente de qué se trataba. Lili era indefinible. Una belleza inocultable que ella se empeñaba en ignorar con total desparpajo. Rasgos delicados, cabellos finísimos y dorados caían sobre sus hombros sin forma alguna. Podría haber sido princesa, pero se movía con la gracia de un camionero en su día de juerga. Sin duda lo que más me impactó fue su carcajear. Todos sus relatos iban acompañados por alguna risotada que la obligaba a entrecerrar los ojos y arrugar la cara hasta el último pliegue. Tenía cuarenta y seis años y recién salía de la cárcel donde había ido a parar junto a su compañero, Paco Urondo, por pertenecer a las FAR. Era amiga de mi madre de toda la vida. Detrás asomaba una joven de mirada baja, callada y sensiblemente menos cómoda y más perpleja con la situación. Tenía una panza de siete meses de embarazo y salía también de prisión. Era Claudia, la hija de Paco. Las dos vivirían con nosotros por un tiempo. Después de su arribo ya nada fue igual en casa. No recuerdo dónde dormían porque los límites de nuestras habitaciones, tan prolijamente divididos entre los cuatro hermanos, se esfumaban noche tras noche. Siempre había huéspedes ocasionales que obligaban a tirar colchones o a juntarse en algún dormitorio. Las sobremesas se hacían infinitas, con versos, con discusiones, y seguramente con intrigas que me eran ajenas. Todos los días Diana Halac se instalaba en la habitación de mi hermano a desgrabar en una pequeña maquina de escribir "lettera" Olivetti la entrevista que Paco había realizado en la cárcel a los sobrevivientes de Trelew. Solía visitarnos María Antonia Berger con su aire germánico y el clásico gamulán. A María Antonia la habían fusilado en Trelew el 22 de agosto de 1972, pero estaba allí para contarlo. Yo permanecía inmóvil escuchando el relato del fusilamiento, cómo los hicieron formar en el pasillo afuera de las celdas, sacar los colchones, mirar al piso y de imprevisto las ráfagas de ametralladoras, los compañeros que caían, gemían, puteaban, increíbles minutos en los que todavía estaban todos vivos hasta que llegaron los tiros de gracia, a quemarropa, María Antonia tirada en el piso con una bala en el estómago y otra, la de gracia, que le hizo estallar la mandíbula, escribía en las paredes: "L.O.M.J.E.", Libres o Muertos Jamás Esclavos; y agregó: "Mamá y Papá"; y quiso escribir "Sosa" y "Bravo", que fueron los que dispararon, pero no tuvo tiempo, un oficial se dio cuenta de las palabras que aparecían en los muros y las borró, y ella volvió a escribir con el dedo mojado en sangre, y volvieron a borrarlo. Yo andaba por los doce, pero podía comprender muy bien todo lo que se decía. Sentado sobre un colchón en el suelo, sobre una alfombra verde, en la última habitación de la casa, Juan Gelman recitaba con voz monótona y cansada la poesía que escribió después de los fusilamientos de Trelew: "¿era rubia la pulpera de Santa Lucía? ¿tenía los ojos celestes?/ ¿y cantaba como una calandria la pulpera?/ ¿reflejaban sus ojos la gloria del día?/ ¿era ella la gloria del día inmensa luz?// son preguntas inútiles para este invierno/ no se las puede echar al fuego para que ardan/ no sirven para calentarse en el país/ no sirven para calentar al país helado de sangre// por una sábana de luz iría la pulpera santa de voz/ graciosamente moviendo sus alrededores sus invitaciones/ y el olor de sus pechos y la penumbra de sus pechos/ hacían bajar el sol sobre la pampa bajaban a la noche como un telón// ¿quién no se iba a perder en esa noche? ¿quién no se iba a encontrar allí mesmo pasando/ su furia por la suavidad que la pulpera fundó?// horas se podría estar contando esta historia y otras parejamente tristes/ sin calentar un solo gramo del país sin calentarle ningún pie// ¿acaso no está corriendo la sangre de los 16 fusilados en Trelew?/ por las calles de Trelew y demás calles del país ¿no está corriendo la sangre?/ ¿hay algún sitio del país donde esa sangre no está corriendo ahora?/ ¿no están las sábanas pegajosas de sangre amantes?// ¿y llena de sangre la pulpera y sus ojos celestes? ahogados en sangre?..."
Quién no se iba a perder en esa noche. Juan, junto a mi padre y a Paco, idénticas miradas, idénticos bigotes, grandes, tupidos, cubriendo los labios, entrecortando palabras con hablar susurrante, voces que llegaban a mí suaves y cálidas como un arrullo hasta caer rendida en un sillón. Repetidos ritos nocturnos. Por la mañana otra era la música. Mujeres que invadían las habitaciones. Estridentes, alegres, vitales. Venían de Burzaco, de Berazategui, de San Fernando. Con mate en mano y chicos que revoloteaban por nuestro living. Querían formar una agrupación peronista de mujeres, la agrupación Evita. Y allí estaban Lili y mi madre. Lili gesticulaba, gritaba, reía, organizaba, iba y venía con su andar rápido y nervioso. Buscaba papeles, escribía y hablaba por teléfono en forma simultánea. Lili no paraba. Mamá tampoco. Nada podría detenerlas. En todo el país se sucedían escenas de intensidad semejante pero nada sabía yo de eso. Sólo percibía el nuevo aire de mi casa, la recuperada alegría de mis padres, y mi pasaje a la adolescencia con las hormonas alborotadas al son de esta sinfonía nacional. La historia, al fin, no es más que la sucesión de infinidad de historias personales. "La historia somos nosotros", como cantaba Francesco De Gregori, tiene caras, gestos, nombres y apellidos. Y la historia, para mí, entró como un huracán en casa con el nombre de Lili Massaferro. Al tiempo empecé a militar y tuve que ponerme un apodo y elegí el nombre que usaba Lili: Pepa. Fue algo infantil pero andábamos las dos por la vida con el mismo nombre. No sé cuánto hubo de pueril e insignificante en esa elección. En realidad poco y nada sabía de su vida, sólo conocía su modo patiabierto de sentarse, su alegría contagiosa, su forma de terminar cualquier discusión con una puteada y cambiar de tema, su hábito de cobijar a quienes necesitaban ayuda y esa manera tan suya de hacer algo con nada. Gestos cotidianos al fin. No era su ideario político lo que me seducía, era ella, de quien, en definitiva, todo ignoraba.

El auto se detiene de pronto e interrumpe mi divagar. Frente a mí observo la famosa casa de Belgrano. Lili solía encender un cigarrillo con las manos crispadas y nublar la mirada mientras canturreaba la letra del vals que decía "Barrio de Belgrano, caserón de tejas, te acordás hermano...". Compartíamos el exilio romano. Tenía curiosidad por conocer aquella casa. Pero aquí no encuentro tejas. Ni pianito. Ni vals. Una gran pared gris y descascarada, una ventana con persiana baja, y un portón de vidrio y hierro. Sobre ella, en letras metálicas, un nombre: Lydia. Toco el timbre y es Lili quien abre la puerta. Imposible imaginar que estuvo al borde de la muerte una semana atrás. Sigue enérgica, aunque se le notan sus setenta y cuatro años de vida agitada. Conserva su pelo finísimo pero ahora descolorido y extremadamente corto. No usa tintura aunque adquirió ese amarillo deslucido de los rubios. Sus ojos ya no brillan como antes. El cuerpo le pesa. Se la nota incómoda en esa casa. Ahora vive allí su hija, Liliana, junto a su familia. Es una construcción en extremo sólida pero todo su interior indica precariedad. Está claro que nadie puede ya sostener aquel caserón. Pasamos a la cocina. Permanece idéntica a como debió ser hace cincuenta años. Una cocina casi de campo, amplia pero con pocos muebles. Se respira en aquel ambiente aire de exilio. Quienes allí habitan no han dejado de ser refugiados. Su refugio es hoy la antigua mansión de Belgrano. A pesar de la pobreza franciscana en la que vive me ofrece un te con facturas. Las circunstancias nos han colocado, nuevamente, en lugares asimétricamente iguales: ambas estamos viviendo en el campo. En los noventa la Argentina nos resulta por completo ajena. Un mundo sin ideas ni placer, cuyo único mandato es el trabajo y el éxito entendido como mercancía. Sin tiempo de lecturas, de ocio, de reflexiones, de lucha. Todo debe ser esencialmente útil. Lili padece un profundo dolor, un inconmensurable hartazgo después de todas sus batallas. Una fisura la separaba de todo. Una herida demasiado profunda para actuar y mentir sobre su propio pasado. Muchos de sus amigos de entonces hoy son funcionarios. "¡Por favor! Son unos pelotudos", comenta con cara de disgusto y negándose a ahondar en tema tan banal. "La verdad es que yo ya no tengo ganas de ver a nadie, salvo contadas personas, tu vieja, Alcira, el Turco y Lila y pocos más. No sé qué le pasó a la gente, en qué andan, qué piensan, creo que les ha agarrado un ataque de boludez imposible de sobrellevar. Creen que hacen algo trascendente y ahí los ves negociando una política mezquina de puestos, secretarías, diputaciones. Perdieron el hilo de la historia. Yo lo único que espero es volver a mis cosas, a mi perro, a mi quintita. Y no es que no sea duro. Pero prefiero despertarme con el despelote que hacen los pájaros en el campo que andar escuchando las cosas que se dicen por aquí."
La conversación deriva de manera natural hacia las ventajas de plantar ciboulette y la complicación de las plagas en los cítricos. Ya casi estoy logrando que me confiese el secreto de su dulce de moras cuando nos interrumpe su nieta. Una adolescente de unos diecinueve años que nos mira con desconfianza. Sin duda estamos ocupando un espacio que es suyo. Habla con su abuela en voz baja. Preferimos trasladarnos a la habitación que suele usar Lili cuando debe permanecer algún tiempo en la ciudad. Nos sentamos en la cama y saco el grabador. "¿Empezamos?", pregunto. "Bueno, pero, ¿por dónde querés empezar?" "Y... hagámoslo desde el principio." Y así fue.