Cañones y capitalismo
Robert Kurz
Argenpress
La revolución militar como origen de la modernidad
E
xisten numerosas versiones del nacimiento de la era
moderna. Ni siquiera en cuanto a la fecha los historiadores se ponen de acuerdo.
Unos dicen que la modernidad dio comienzo en los siglos XV y XVI, con el llamado
Renacimiento (un concepto que sólo fue inventado en el siglo XIX por Jules
Michelet, como ha demostrado el historiador francés Lucien Febvre). Otros ven la
verdadera ruptura, el despegue de la modernidad, en el siglo XVIII, cuando la
filosofía del iluminismo, la Revolución Francesa y los comienzos de la
industrialización sacudieron el mundo. Pero cualquiera que sea la fecha
preferida por los historiadores y los filósofos modernos para el nacimiento de
su propio mundo, en una cosa concuerdan: casi siempre las conquistas positivas
son tomadas como los impulsos originales.
Se consideran como razones prominentes para el ascenso de la modernidad tanto
las innovaciones artísticas y científicas del Renacimiento italiano como los
grandes viajes de descubrimiento desde Colón, la idea protestante y calvinista
de la autoresponsabilidad del individuo, la liberación ilustrada de la
superstición irracional y el surgimiento de la democracia moderna en Francia y
Estados Unidos. En el ámbito técnico-industrial, también se recuerda la
invención de la máquina de vapor y del telar mecánico como «pistoletazo de
salida» del desarrollo social moderno.
Esta última explicación fue subrayada sobre todo por el marxismo, por el hecho
de que está en armonía con la doctrina filosófica del «materialismo histórico».
El verdadero motor de la historia, afirma esta doctrina, es el desarrollo de las
«fuerzas productivas» materiales, que una y otra vez entran en conflicto con las
«relaciones de producción» que se han vuelto demasiado estrechas y obligan a una
nueva forma de sociedad. Por eso, para el marxismo el punto decisivo de la
transformación es la industrialización: sólo la máquina de vapor, así dice la
fórmula simplificada, habría sacudido las «las cadenas de las antiguas
relaciones feudales de producción».
Aquí salta a la vista una contradicción clamorosa en el argumento marxista. Pues
en el famoso capítulo sobre la «acumulación primitiva del capital», Marx se
ocupa en su obra principal de períodos que se remontan a siglos antes de la
máquina de vapor. ¿No será esto una autorrefutación del «materialismo
histórico»? Si la «acumulación primitiva» y la máquina de vapor se hallan tan
alejadas desde el punto de vista histórico, las fuerzas productivas de la
industria no pueden haber sido la causa decisiva del nacimiento del capitalismo
moderno. Es verdad que el modo de producción capitalista sólo se impuso en
definitiva con la industrialización del siglo XIX, pero, si buscamos las raíces
del desarrollo, tenemos que cavar más hondo.
También es lógico que el primer germen de la modernidad, o el «big bang» de su
dinámica, tuviese que surgir de un medio en buena parte aún premoderno, pues de
otro modo no podría ser un «origen» en el sentido estricto de la palabra. Así,
la «primera causa» muy precoz y la «consolidación plena» muy tardía no
representan una contradicción. Si bien es verdad que para muchas regiones del
mundo y para muchos grupos sociales el inicio de la modernización se prolonga
hasta el presente, es igualmente cierto que el primer impulso tiene que haber
ocurrido en un pasado remoto, si consideramos la enorme extensión temporal
(desde la perspectiva de la vida de una generación o incluso de una persona
aislada) de los procesos sociales.
¿Qué fue finalmente, en un pasado relativamente lejano, lo nuevo que en lo
sucesivo engendró de manera inevitable la historia de la modernización? Se puede
conceder absolutamente al materialismo histórico que la mayor y principal
relevancia no corresponde a un simple cambio de ideas y mentalidades, sino al
desarrollo en cuanto a los hechos materiales concretos. No fue, sin embargo, la
fuerza productiva, sino por el contrario una contundente fuerza destructiva la
que abrió el camino a la modernización, a saber, la invención de las armas de
fuego. Aunque esta correlación hace mucho tiempo que es conocida, las más
celebres y consecuentes teorías de la modernización (incluido el marxismo)
siempre le dieron poca importancia.
Fue el historiador alemán de economía Werner Sombart quien, significativamente
poco antes de la Primera Guerra Mundial, en su estudio «Guerra y Capitalismo»
(1913) abordó minuciosamente esta cuestión; eso sí, sólo para luego entregarse a
la exaltación de la guerra, como tantos intelectuales alemanes de la época. Sólo
en los últimos años los orígenes técnico-armamentistas y bélico-económicos del
capitalismo han vuelto a estar en el orden del día, como por ejemplo en el libro
«Cañones y peste» (1989), del economista alemán Karl Georg Zinn, o en el trabajo
«La Revolución militar» (1990), del historiador estadounidense Geoffrey Parker.
Pero tampoco estas investigaciones encontraron la repercusión que merecían.
Obviamente el mundo occidental moderno y sus ideólogos sólo a regañadientes
aceptan la visión de que el fundamento histórico último de sus sagrados
conceptos de «libertad» y «progreso» debe ser encontrado en la invención de los
más diabólicos instrumentos mortales de la historia humana. Y esta relación
también vale para la democracia moderna, pues la «revolución militar» sigue
siendo hasta hoy un motivo secreto de la modernización. La propia bomba atómica
fue una invención democrática de Occidente.
La innovación de las armas de fuego destruyó las formas de dominación
precapitalistas, ya que volvió militarmente ridícula la caballería feudal. Ya
antes del invento de las armas de fuego se presentía la consecuencia social de
las armas de alcance, pues el Segundo Concilio de Letrán prohibió en el año 1139
el uso de las ballestas contra los cristianos. No en vano la ballesta importada
de culturas no-europeas a Europa hacia el año 1000 era considerada como el arma
específica de los salteadores, los fuera de la ley y los rebeldes, incluyendo a
figuras legendarias como Robin Hood. Cuando surgieron las armas de cañón, armas
de distancia mucho más eficaces, quedó sellado el destino de los ejércitos a
caballo y envueltos en armaduras.
Pero el arma de fuego ya no estaba en manos de una oposición «de abajo» que
hacía frente al dominio feudal, sino que llevaba más bien a una revolución «de
arriba» desencadenada por príncipes y reyes. Pues la producción y movilización
de los nuevos sistemas de armas no eran posibles en el plano de estructuras
locales y descentralizadas que hasta entonces habían marcado la reproducción
social, sino que requerían en diversos planos una organización completamente
nueva de la sociedad. Las armas de fuego, sobre todo los grandes cañones, ya no
podían ser producidas en pequeños talleres, como las premodernas armas de punta
y filo. Por eso se desarrolló una industria de armamentos específica, que
producía cañones y mosquetes en grandes fábricas. Al mismo tiempo surgió una
nueva arquitectura militar de defensa en forma de fortalezas gigantescas que
debían resistir los cañonazos. Se llegó a una disputa innovadora entre armas
ofensivas y defensivas y a una carrera armamentista entre los estados que
persiste hasta hoy.
Por obra de las armas de fuego la estructura de los ejércitos se modificó
profundamente. Los beligerantes ya no podían equiparse por sí mismos y tenían
que ser abastecidos de armas por un poder social centralizado. Por eso la
organización militar de la sociedad se separó de la civil. En lugar de los
ciudadanos movilizados en cada caso para las campañas o de los señores locales
con sus familias armadas, surgieron los «ejércitos permanentes»: nacieron las
«fuerzas armadas» como grupo social específico, y el ejército se convirtió en un
cuerpo extraño dentro de la sociedad. El status de los oficiales pasó de ser un
deber personal de los ciudadanos ricos a una «profesión» moderna. A la par de
esta nueva organización militar y de las nuevas técnicas bélicas, también el
contingente de los ejércitos creció vertiginosamente: «Entre 1500 y 1700, las
tropas armadas se decuplicaron» (Geoffrey Parker).
Industria armamentista, carrera armamentista y mantenimiento de los ejércitos
permanentemente organizados, separados de la sociedad civil y al mismo tiempo
con un fuerte crecimiento, llevaron necesariamente a una subversión radical de
la economía. El gran complejo militar desvinculado de la sociedad exigía una «permanente
economía de guerra». Esta nueva economía de la muerte se tendió como una
mortaja sobre las estructuras agrarias antiguas. Como el armamento y el ejército
ya no podían apoyarse en la reproducción agraria local, sino que tenían que ser
abastecidos de manera compleja y extensa y dentro de relaciones anónimas,
pasaron a depender de la mediación del dinero. La producción de mercancías y la
economía monetaria como elementos básicos del capitalismo recibieron un impulso
decisivo en el inicio de la Edad Moderna por medio del desencadenamiento de la
economía militar y armamentista.
Este desarrollo originó y favoreció la subjetividad capitalista y su mentalidad
del «hacer-más» abstracto. La permanente carencia financiera de la economía de
guerra condujo, en la sociedad civil, al aumento de los capitalistas monetarios
y comerciales, de los grandes ahorradores y de los financiadores de guerra. Pero
también la nueva organización de los propios ejércitos creó la mentalidad
capitalista. Los antiguos beligerantes agrarios se transformaron en «soldados»,
o sea, en personas que reciben el «soldo». Ellos fueron los primeros
«trabajadores asalariados» modernos que tenían que reproducir su vida
exclusivamente por la renta monetaria y por el consumo de mercancías. Y por eso
ya no lucharon más por metas idealizadas, sino solamente por dinero. Les era
indiferente a quién mataban, a condición de recibir el soldo convenido; de este
modo se convirtieron en los primeros representantes del «trabajo abstracto» (Marx)
dentro del moderno sistema productor de mercancías.
A los jefes y comandantes de los «soldados» les interesaba hacer botín por medio
de saqueos y convertirlo en dinero. Por tanto, la renta de los botines tenía que
ser mayor que los costos de la guerra. He aquí el origen de la racionalidad
empresarial moderna. La mayoría de los generales y comandantes del ejército de
los comienzos de la Edad Moderna invertían con ganancia el producto de sus
botines y se convertían en socios del capital monetario y comercial. No fueron
por tanto el pacífico vendedor, el diligente ahorrista y el productor lleno de
ideas los que marcaron el inicio del capitalismo, sino todo lo contrario: del
mismo modo que los «soldados», como sangrientos artesanos del arma de fuego,
fueron los prototipos del asalariado moderno, así también los comandantes de
ejército y condottieri «multiplicadores de dinero» fueron los prototipos
del empresariado moderno y de su «disposición al riesgo».
Como libres empresarios de la muerte, los «condottieri» dependían, no obstante,
de las grandes guerras de los poderes estatales centralizados y de su capacidad
de financiación. La versátil relación moderna entre mercado y Estado tiene aquí
su origen. Para poder financiar las industrias de armamento y los baluartes, los
gigantescos ejércitos y la guerra, los Estados tenían que exprimir al máximo sus
poblaciones, y esto, en correspondencia con la materia, de una manera igualmente
nueva: en lugar de los antiguos impuestos en especie, la tributación monetaria.
Las personas fueron así obligadas a «ganar dinero» para poder pagar sus
impuestos al Estado. De este modo, la economía de guerra forzó no sólo de forma
directa, sino también indirecta, el sistema de la economía de mercado. Entre los
siglos XVI y XVIII, la tributación del pueblo en los países europeos creció
hasta un 2.000%.
Naturalmente las personas no se dejaron integrar de manera voluntaria en la
nueva economía monetaria y armamentista. Sólo se las pudo obligar por medio de
una sangrienta opresión. La permanente economía de guerra de las armas de fuego
dio lugar durante siglos a la permanente insurrección popular y de esta manera a
la guerra permanente interna. A fin de poder arrancar los monstruosos tributos,
los poderes centralizados estatales tuvieron que construir un aparato igual de
monstruoso de policía y administración. Todos los aparatos estatales modernos
proceden de esta historia del comienzo de la Edad Moderna. La autoadministración
local fue sustituida por la administración centralizada y jerárquica, a cargo de
una burocracia cuyo núcleo formaron la tributación y la opresión interna.
Hasta las conquistas positivas de la modernización siempre llevaron consigo el
estigma de esos orígenes. La industrialización del siglo XIX, tanto en el
aspecto tecnológico como en el histórico de las organizaciones y de las
mentalidades, fue heredera de las armas de fuego, de la producción de armamentos
de los inicios de la modernidad y del proceso social que la siguió. En este
sentido, no es de asombrar que el vertiginoso desarrollo capitalista de las
fuerzas productivas desde la Primera Revolución Industrial sólo pudiese ocurrir
de forma destructiva, a pesar de las innovaciones técnicas aparentemente
inocentes. La moderna democracia de Occidente es incapaz de ocultar el hecho de
que es heredera da la dictadura armamentista y militar del inicio de la
modernidad –y ello no sólo en el ámbito tecnológico, sino también en su
estructura social. Bajo la delgada superficie de los rituales de votación y de
los discursos políticos, encontramos el monstruo de un aparato que
constantemente administra y disciplina al ciudadano aparentemente libre en
nombre de la economía monetaria total y de la economía de guerra a ella
vinculada hasta hoy. En ninguna sociedad de la historia ha habido un porcentaje
tan alto de funcionarios públicos y de administradores de personas, ni tampoco
de soldados y policías; ninguna ha despilfarrado una parte tan grande de sus
recursos en armamento y ejércitos.
Las dictaduras burocráticas de la «modernización rezagada» (o tardía) en el este
y en el sur, con sus aparatos centralizados no fueron las antípodas, sino los
actores reincidentes de la economía de guerra de la historia occidental, sin,
aún así, poder alcanzarla. Las sociedades más burocratizadas y militarizadas
siguen siendo, desde el punto de vista estructural, las democracias
occidentales. También el neoliberalismo es un hijo tardío de los cañones, como
demostraron el gigantesco programa armamentista de la «Reaganomics» y la
historia de los años 90. La economía de la muerte permanecerá como el
inquietante legado de la sociedad moderna fundada en la economía de mercado
hasta que el capitalismo matón se destruya a sí mismo.
Se publicó originalmente en "Caderno Mais!", Folha de São Paulo, el 30 de
marzo de 1997. Traducción alemán-portugués: José Marcos Macedo [ en
http://planeta.clix.pt/obeco/rkurz2.htm
].
Traducción al español Pimienta negra: Round Desk, revisada por Reinhart Pablo
Esch
Contracorriente: m.vallseca@telefonica.net