Economía
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Democracia Versus Mercado: Argentina desde 2001
Ezequiel Meler
Rebelión
1. Derrumbe, recuperación y después.
En diciembre de 2001, la economía argentina basada en el régimen de acumulación
cuya piedra basal fuera la convertibilidad "uno a uno" -del peso nacional
respecto del dólar norteamericano- colapsó. A la crisis comercial de los
primeros días, cuando se estableciera la bancarización compulsiva de la masa
monetaria -en un país acostumbrado por décadas y por necesidad al pago al
contado- siguió el colapso financiero. Por consiguiente, se produjo el
inevitable desplome de la actividad productiva, en tanto se volvió evidente la
insolvencia del sistema bancario. Tras diez años de farsa, el país se
reencontraba con ese pasado de dependencia y miseria tan típicamente
latinoamericano, que nunca había querido asumir como propio[1].
En enero de 2002, se estableció una devaluación que, con el tiempo, se
estabilizaría en torno del 300 %. Muchos creyeron entonces que volvía la
historia conocida, en un país estructuralmente hiperinflacionario, pero que aún
guarda fresco en la memoria el último período de espectacular carestía, en 1989.
Diversos agoreros indicaron que no había reservas para contener al dólar, que
los precios lo seguirían y que la población quedaría mayoritariamente fuera del
circuito de consumo. El escenario económico parecía desolador, mientras piquetes
y cacerolas pronosticaban nuevas tempestades sociales y políticas a corto plazo.
Sólo unos pocos mantuvimos la calma en aquellos días febriles, de marchas
larguísimas –de esas que dejan ampollas en los pies- y asambleas surrealistas,
todo ello en plena madrugada. Pues sabíamos, no sin sentirnos un tanto cínicos,
que la debacle ya había ocurrido, muchísimo antes del 20 de diciembre.
En la nueva Argentina, la tan mentada destrucción de los sectores medios urbanos
–de la que tanto se hablaba en los años ´90- finalmente se había consumado, y
con ello el mercado de divisas quedaba firmemente en manos de un grupo
minoritario de actores, y, especialmente, de un Banco Central (en adelante, BCRA)
que tenía varias veces en reservas el monto equivalente a la entera masa
circulante[2].
Una vez estabilizado, el dólar ya no escaparía: la puja entre exportadores y
Estado, en todo caso, radicaba en el valor en donde debía ser sostenido, en el
nuevo esquema de "flotación sucia" imperante.
En cuanto a la inflación, que a la fecha lleva acumulado alrededor de un 45 %
desde la forzosa modificación política del tipo de cambio, quedaba claro que
todo desajuste excesivo dejaría inconexas oferta y demanda, con las previsibles
consecuencias sociales y políticas.
Las organizaciones populares de desocupados, aunque minoritarias, eran un
recordatorio bastante claro de lo que podía suceder si, en un contexto donde la
pauperización había sido tan acelerada, no eran garantizados ciertos derechos
mínimos, propios de la historia de un país acostumbrado a la lucha social
urbana, y dotado de una larga tradición de organización social y popular.
Casi inmediatamente, el Plan "Jefes y Jefas de Hogar" revelaba esa tendencia del
Gobierno –no en vano peronista- a disolver los reclamos más explosivos a través
de medidas ora preventivas, ora prebendarias. Pero, al mismo tiempo, dichos
planes giraron dinero que fortaleció financieramente a las organizaciones,
objetivo seguramente no deseado por la Administración Duhalde[3].
En todo caso, el signo más claro de esta etapa fue que, salvo en algunos rubros
aislados -servicios públicos, materias primas exportables, productos importados
en general- la inflación se mantuvo en parámetros relativamente bajos. Aunque
implicó un ajuste formidable del gasto público –reforzado por retenciones a las
divisas generadas por las exportaciones primarias, alentadas por el nuevo
contexto cambiario-, del ingreso y del consumo de la población, este mecanismo
diluyó la responsabilidad política del Gobierno -mucho más clara cuando, antes
de la debacle de diciembre, la Alianza, a fin de no devaluar, había debido
rebajar los salarios de los empleados públicos y jubilados un 13 %-.
El ajuste por inflación, en cambio, opera siempre más gradualmente y de modo
indirecto. La caída del consumo -consecuencia lógica en un país con más de un 50
% de pobres e indigentes-, que volvía imposible el intento de recuperar el valor
dólar de los bienes y servicios transables, –como finalmente comprendieron
incluso los capitales extranjeros- y la pesificación –parcial, vale
aclarar- de amplias áreas de la economía eran, después de todo, antes un
hecho que una medida oficial.
Sin embargo, los datos de la nueva realidad fueron cambiando cuando, desde
mediados de 2002, el incremento de las exportaciones comenzó a generar cierto
eslabonamiento en otros sectores. La economía, primero gradualmente y luego a
paso cada vez más rápido, fue recuperando su dinamismo, para sorpresa de los
observadores internacionales y los organismos internacionales de crédito.
Aliviado el déficit fiscal, el Estado pudo encarar ciertos incentivos al
consumo, aumentos en el salario nominal y, por fin, alguna forma de
redistribución "negativa" de la riqueza –como, por ejemplo, el rechazo continuo
a incrementar los servicios públicos en concesión del capital extranjero-.
2. Democracia versus Mercado:
Los dilemas de la economía política kirchnerista.
Pero la continua alza de precios que acompañó a la recuperación macroeconómica
–de las exportaciones, de la recaudación fiscal, pero también del salario
nominal[4],
del empleo en general y del empleo registrado en particular- no sólo amenaza con
estancar a la economía interna, sino que se revela -como ayer, como siempre- un
pesado lastre político para la Administración Kirchner.
El primero en caer víctima de la coyuntura fue el arquitecto de la recuperación,
Roberto Lavagna. Con su gestión desdibujada por la carestía, y el éxito de 2002
menos presente en la memoria pública, el Ministro de Economía quedaría de pronto
sitiado luego de la tremenda victoria del oficialismo "puro" de octubre de 2005[5].
Decidido a controlar el proceso inflacionario que amenazaba su prestigio como
"piloto de tormentas", Lavagna dio el que sería su paso final al intentar un
recorte de la masa monetaria circulante a través de un aumento de los encajes
bancarios, medida típica del monetarismo más ortodoxo. Desairado primero por la
negativa presidencial[6],
y luego por la del BCRA –con quien creía ser su potencial competidor, Martín
Redrado, a la cabeza-, Lavagna supo entonces que sólo le quedaba esperar. Unos
días después, Kirchner le solicitó la renuncia, aduciendo que una "nueva etapa"
comenzaba en la política económica.
Sin embargo, esto no era más que un artificio, pues el propio presidente
aclaraba días después que las prioridades de dicha política serían las mismas:
mantener el superávit fiscal y acrecentar las reservas del BCRA[7].
Un tiempo después, Kirchner cumplía su sueño –varias veces adelantado en la
campaña, así como en diversos discursos oficiales- de saldar la entera deuda con
el FMI.
La medida, ciertamente, fue criticada de manera falaz por izquierda como por
derecha. Por un lado, se argüía que habíamos intercambiado un endeudamiento por
otro, en respuesta, no a una voluntad soberana, sino al pedido directo del FMI.
Por otro lado, se indicaba que se había elegido el pago de la deuda por
oposición a la redistribución de la riqueza. Finalmente, se condenaba como
pecado mortal el uso de las reservas del BCRA, que aparentemente no solo nos
ponía en una supuesta situación de peligro, sino que "atentaba contra las
instituciones".
En primer lugar, no se puede redistribuir riqueza a partir de reservas del BCRA,
ni tampoco con el superávit fiscal: la única forma de lograr dicha
redistribución en un país donde más del 50 % de la PEA está en negro consiste en
promover obras públicas y otro tipo de gasto estatal que permitan aumentar el
poder adquisitivo, y por ende incentiven la inversión empresaria orientada hacia
el mercado interno, en un contexto en que cualquiera entiende que las grandes
ganancias –diría, dados los guarismos, las ganancias a secas- están en la
exportación.
Por otra parte, quienes señalaban que el superávit está ahora más comprometido
olvidaban una obviedad: que la deuda con el FMI seguiría existiendo si no se
hubiese pagado. Esa deuda sería pagada de todos modos con el famoso superávit.
Pero lejos de estar en la misma situación, ahora el Gobierno argentino goza de
plazos más laxos, y verá cómo, cada año, crece su margen de maniobra. Pues, en
definitiva, la deuda se ha trasladado al interior del propio Estado.
La crítica al uso de reservas no resiste el análisis: la estabilidad monetaria
se ha mantenido, y la inflación –volveremos a ello- no se ha disparado. En
cambio, hemos recuperado la noción básica –desvanecida durante la era menemista-
de que la conducción de la política monetaria es parte de las atribuciones de la
Nación, y no la prerrogativa de entidades supuestamente "autónomas", donde los
privilegios tecnocráticos de ciertos operadores les permiten, bajo una máscara
"técnica", defender intereses corporativos ajenos al propio Estado.
Volvamos al carril principal de nuestra reflexión. Aparentemente, hemos
sostenido que el despido de Lavagna no significó un cambio en la economía
política kirchnerista. Sin embargo, esto no es completamente cierto.
De hecho, la gestión Miceli aportó como novedad el involucramiento directo del
Ejecutivo –y en particular del Presidente- en la elaboración de una política
económica allí donde otro nombramiento hubiera significado la continuidad de
cierta autonomía por parte del eventual sucesor de Lavagna.
Por otra parte, hubo un fuerte cambio en el discurso: ahora el control de la
inflación no estaba ligado al freno del aumento salarial –y por ende del consumo
popular-, como Lavagna había insinuado, sino a la utilización de incentivos a la
productividad que permitiesen sortear el cuello de botella de un aparato
productivo vetusto, que no podía responder a las demandas de la población.
Sin embargo, otro es el cuello de botella en la economía política kirchnerista:
se trata del enorme control que un pequeño grupo de empresarios –en verdad, un
auténtico oligopolio- posee sobre la conformación de los precios relativos en el
mercado interno.
El Ejecutivo, más allá de insistir en la búsqueda de acuerdos estratégicos con
este sector, bastante reacio a sentarse a dialogar, ha decidido una estrategia
más agresiva, propia del arsenal ideológico del peronismo: resaltar, en todo
momento, la responsabilidad social del empresariado en el estándar de vida de la
población.
Pero lo cierto es que, bajo las reglas del juego hegemónico imperantes,
dicho oligopolio de distribuidores –y de varios productores- tiene la sartén por
el mango. Poco puede hacer el kirchnerismo si no está dispuesto a quebrar esas
reglas e iniciar un nuevo juego. Es decir, ir más allá de la retórica del
peronismo –que, dicho sea de paso, chocó, entre 1973-76, contra este mismo
dilema-, hacia una ruptura gradual con el orden vigente.
El camino intermedio –incentivos keynesianos a la productividad- es ineficaz
tanto respecto de los tiempos políticos que demorarían las mejoras, como
respecto de la propia voluntad del bloque dominante al cual este oligopolio
pertenece, de colaborar en la "estabilización" del capitalismo argentino.
3. Tiempos difíciles
En pocas palabras, el kirchnerismo, tras su definitiva consolidación política,
se encuentra en un callejón sin salidas sencillas. Ningún grupo opositor puede
vetar su programa, pero ahora se vuelve evidente que, en tanto heredero político
del progresismo argentino[8],
carece de ese programa o incluso de la férrea voluntad de forjarlo junto al
pueblo –único modo de hacer, de un programa, una realidad-.
No trascenderá, entonces, los límites reales de la República liberal - burguesa
reinstaurada en 1984, de la cual es en todo caso solamente una expresión a la
vez madura y cristalina. Pero nada más. El drama argentino –es decir, la
continua presencia de movimientos sociales con una conciencia política
desarrollada y una tendencia hacia la organización y a la convergencia, que sin
embargo no se convierten en el sujeto histórico del cambio necesario- sigue, por
ahora, representándose en los escenarios pampeanos. No esperemos peras del olmo,
porque el olmo es, simplemente, un olmo. Al menos, no es una piedra en el
camino.
Ezequiel Meler, ezequielmeler@hotmail.com
zequimeler@yahoo.com.ar
[1] Un examen
de este proceso desde una perspectiva más estrictamente política puede verse en
Meler, Ezequiel: "Acerca del surgimiento y el crítico presente de las
constelaciones progresistas (1990-2005). El caso argentino", en
www.rebelion.org, 28 de
noviembre de 2005.
[2] Recordemos
que en aquel momento circulaban en el país diversas letras de cambio, sin poder
cancelatorio, que actuaban como una suerte de moneda. Ello facilitaba las cosas
al BCRA.
[3] Sobre la
trayectoria de las luchas sociales en la Argentina neoliberal, véase Vázquez,
Federico; Meler, Ezequiel: "Conflictos sociales en la Argentina de Kirchner:
cambios cualitativos de la protesta social en el largo plazo", en
www.rebelion.org, 19 de
enero de 2006 (versión disponible en PDF).
[4] El salario
real, en cambio, cayó más de un 40 %.
[5] Al
respecto, Meler, Ezequiel: "Crónica de una muerte (muy) anunciada: La caída de
Roberto Lavagna", en www.rebelion.org,
4 de diciembre de 2005. Reeditado en La fogata digital, 5 de diciembre de
2005.
[6] En
sendos discursos frente a sectores empresarios, afirmó que la Argentina no
volvería a los métodos del pasado, que la inflación no sería controlada con
medidas ortodoxas, al precio de la recesión que suelen producir. En Clarín,
23/11/05.
[7] Clarín,
30/11/05.
[8] Cfr. Meler:
"Acerca del surgimiento..."