Michael T. Klare *
La Jornada
Traducción: Ramón Vera Herrera
Parte I
Hace mucho que los planificadores estadunidenses de políticas consideran la
protección de las reservas de crudo en el extranjero como un aspecto
indispensable de la "seguridad nacional", que requiere del establecimiento de la
amenaza –y alguna vez el uso– de una fuerza militar. Esto es ahora parte
incuestionable de la política exterior de Estados Unidos.
Con esta premisa, el gobierno de Bush padre emprendió una guerra contra Irak en
1990-1991 y el gobierno de Bush hijo invadió Irak en 2003. Dado que hoy se
disparan los precios globales del crudo y se espera que las reservas petroleras
mengüen en los años por venir, parece seguro que cualquier gobierno que llegue a
Washington en enero de 2009 considerará que la fuerza militar en los enclaves
petroleros del planeta es la garantía última de nuestro bienestar. Pero al subir
precipitadamente los costos –en sangre y en dólares– de las operaciones
petroleras militarizadas ¿no es tiempo ya de impugnar dicha "noción"? ¿No es ya
tiempo de preguntarnos si es razonable que el ejército estadunidense tenga algo
que ver con la seguridad energética, o si en lo tocante a la política energética
es práctico, costeable o justificable el confiarnos a una fuerza militar?
Cómo se militarizó la política energética
La asociación entre "seguridad energética" (como se le llama ahora) y "seguridad
nacional" se estableció hace mucho tiempo. Fue el presidente Franklin D.
Roosevelt quien primero forjó este vínculo desde 1945, cuando prometió proteger
a la familia real de Arabia Saudita a cambio de un acceso privilegiado su
petróleo para los estadunidenses (ver
www.youtube.com/watch?v=9sqPDdk5XCg).
Esta relación adquirió expresión formal en 1980, cuando el presidente Jimmy
Carter dijo al Congreso que era "interés vital" de Estados Unidos mantener un
flujo ininterrumpido del petróleo procedente del golfo Pérsico, y que cualquier
intento de las naciones hostiles por cortar dicho flujo se toparía con
"cualquier medio necesario, incluida la fuerza militar" (www.youtube.com/watch?v=6L2nZL0KWgE).
Para poner en marcha esta doctrina, Carter ordenó la creación de una Fuerza de
Tarea Conjunta de Despliegue Rápido, específicamente designada para las
operaciones de combate en el área del golfo Pérsico. Más tarde, el presidente
Ronald Reagan convirtió esa fuerza en un organismo de combate regional a gran
escala, el llamado Comando Central estadunidense o Centcom (www.centcom.mil).
Todos los presidentes a partir de Reagan han añadido responsabilidades al
Centcom, dotándolo de bases adicionales, flotas, escuadrones aéreos y otros
equipos militares. Como el país ha comenzado a depender del petróleo de la
cuenca del mar Caspio y África en fechas más recientes, también se le inyecta
fuerza a las capacidades militares estadunidenses en esas áreas.
El resultado es que el ejército estadunidense se ha convertido en el servicio
global de protección del petróleo, vigilando ductos, refinerías e instalaciones
de carga en Medio Oriente y otras partes (www.tomdispatch.com/post/1888/).
Según una estimación de la National Defense Council Foundation (www.ndcf.org/),
tan sólo la "protección" del crudo del Pérsico cuesta al Tesoro estadunidense
138 mil millones de dólares anuales –costaba 49 mil millones justo antes de la
invasión de Irak (www.amazon.com/dp/0805080643/ref=nosim/?tag=nationbooks08-20).
Demócratas y republicanos por igual aceptan ahora como noción común el gastar
tales sumas para proteger las reservas petroleras extranjeras, una noción que no
vale la pena discutir o debatir seriamente. Un ejemplo típico de esta actitud
puede encontrarse en un informe independiente respecto de la Fuerza de Tarea y
las consecuencias de la seguridad nacional sobre la dependencia estadunidense
hacia el petróleo ("Independent Task Force Report on the National Security
Consequences of US Oil Dependency"
www.cfr.org/publication/11777/national_security_consequences_of_us_oil_dependency.html),
publicado por el Council on Foreign Relations (CFR) (www.cfr.org),
en octubre de 2006. Encabezado por el ex secretario de Defensa, James R.
Schlesinger, y por el ex director de la CIA, John Deutch, el informe CFR
concluye que el ejército estadunidense debe continuar actuando como servicio
global de protección en el futuro predecible. "Por lo menos en los próximos
veinte años, el golfo Pérsico será vital para los intereses estadunidenses en
las existencias de petróleo confiables", se anota en el texto. Según el
documento "Estados Unidos debe asumir y respaldar una fuerte postura que
permita, de ser necesario, un rápido y conveniente despliegue en la región".
El Pentágono como Inseguridad SA
Estos puntos de vista, muy compartidos, entonces y ahora, por las figuras más
importantes de ambos partidos principales, dominan –o para ser más precisos,
cubren– el pensamiento estratégico estadunidense. Y sin embargo, la utilidad
real de la fuerza militar como medio de garantizar seguridad energética todavía
no ha sido demostrada.
Tomemos en cuenta que, pese al despliegue de más de 160 mil efectivos
estadunidenses en Irak y al gasto de cientos de miles de millones de dólares
allí, ese es un país sumido en el caos; el Departamento de Defensa ha sido
rampantemente incapaz de evitar el sabotaje recurrente de los oleoductos y las
refinerías efectuados por varios grupos y milicias insurgentes; hay un pillaje
sistemático de las existencias gubernamentales, perpetrado por los funcionarios
petroleros de alto rango supuestamente leales al gobierno central respaldado por
Estados Unidos –y que custodian con gran riesgo los soldados estadunidenses (www.nytimes.com/2006/02/05/international/middleeast/05corrupt.htm).
Cinco años después de la invasión estadunidense, Irak está produciendo tan sólo
unos 2.5 millones de barriles diarios, más o menos la misma cantidad producida
en los peores días de Saddam Hussein, en 2001. Es más, The New York Times
informa que "al menos un tercio, y posiblemente más, del combustible de la
refinería más grande de Irak… es desviado al mercado negro, según fuentes
militares estadunidenses". ¿Es ésta una manera conducente de concretar la
seguridad energética estadunidense? (www.nytimes.com/2008/03/16/world/middleeast/16insurgent.html).
Estos mismos decepcionantes resultados son palpables en otros países donde los
militares respaldados por Estados Unidos han intentado proteger las vulnerables
instalaciones petroleras. En Nigeria, por ejemplo, las tropas gubernamentales
equipadas por los estadunidenses intentan aplastar a los rebeldes en la región
del delta del Níger, rica en petróleo, pero lo único que han logrado es inflamar
la insurgencia, mientras disminuye la producción nacional de crudo (www.eia.doe.gov/emeu/cabs/Nigeria/Background.html).
Entre tanto, el ejército nigeriano, al igual que el gobierno iraquí (y sus
milicias asociadas), ha sido acusado de robarse miles de millones de dólares en
petróleo y de venderlo en el mercado negro. En realidad, el uso de la fuerza
militar para proteger las existencias de crudo extranjero logra cualquier cosa
menos "seguridad". De hecho, puede disparar violentas consecuencias contra
Estados Unidos. Por ejemplo, la decisión del presidente Bush, padre, de mantener
una enorme y permanente presencia militar estadunidense en Arabia Saudita
después de la Operación Tormenta del Desierto en Kuwait, es ahora vista por
muchos como una fuente importante de virulento "antiamericanismo" y fue un
primordial instrumento de reclutamiento usado por Osama Bin Laden en los meses
previos a los ataques terroristas del 11 de septiembre. "Por más de siete años",
proclamaba Bin Laden, "Estados Unidos ha ocupado las tierras del Islam en el más
sagrado de los lugares, la península arábiga, predando sus riquezas, dando
órdenes a sus gobernantes, humillando a su pueblo, aterrorizando a sus vecinos y
haciendo de sus bases en la península una punta de lanza mediante la cual luchar
contra los pueblos musulmanes circundantes" (www.fas.org/irp/world/para/docs/980223-fatwa.htm).
Para repeler este ataque contra el mundo musulmán, atronaba, "es un deber
individual de todo musulmán el matar a los estadunidenses" y expulsar a sus
ejércitos "de todas las tierras del Islam".
Como confirmación de la veracidad del análisis de Bin Laden acerca de las
intenciones estadunidenses, el entonces secretario de Defensa, Donald Rumsfeld,
voló a Arabia Saudita el 30 de abril de 2003 para anunciar que las bases
estadunidenses ahí ya no serían necesarias, debido a que la invasión de Irak,
entonces de un mes de antigüedad, había sido un éxito. "Rumsfeld declaró que
"ahora la región es más segura por el cambio de régimen en Irak". Y añadió: "La
aviación y todo su equipo pueden ahora retirarse". Y mientras hablaba en Riad,
sin embargo, ocurrían en Irak acciones que serían contraproducentes para Estados
Unidos: a su entrada en Bagdad, las fuerzas estadunidenses tomaban y custodiaban
la sede del Ministerio de Petróleo pero permitían que las escuelas, los
hospitales, los museos fueran saqueados con gran impunidad (www.tomdispatch.com/post/4710/chalmers_johnson_on_robbing_the_cradle_of_civilization).
Desde ese momento, la mayoría de los iraquíes ha llegado a la conclusión de que
dicha decisión (que garantizó que el resto de la ciudad fuera saqueada) expresa
del modo más acabado los principales motivos del gobierno de Bush para invadir
su país. Se han dado cuenta de que aunque la Casa Blanca alega estar
comprometida con los derechos humanos y la democracia, sus palabras son meras
hojas de parra que cubren apenas su urgencia por saquear el petróleo de Irak.
Nada de lo que han hecho desde entonces los funcionarios de Washington borra esa
impresión, que continúa motivando llamados a que se retiren los estadunidenses.
Y éstos son sólo algunos ejemplos de las pérdidas en seguridad nacional de
Estados Unidos producidas por un enfoque minuciosamente militarizado de la
seguridad energética. Y sin embargo, las premisas de una política global así
continúan sin ser cuestionadas, aun cuando los planificadores estadunidenses
persisten en depender de la fuerza militar como respuesta última a las amenazas
que penden sobre la producción y la transportación de petróleo (en condiciones
de seguridad). La continua militarización de la política energética únicamente
multiplica las amenazas que hacen que esa militarización parezca indispensable.
La espiral de la inseguridad militarizada se agrava. Así ocurre con la expansiva
presencia militar de Estados Unidos en África –una de las pocas áreas del mundo
donde se espera un incremento en la producción de crudo en los años venideros.
Este año, el Pentágono activará el Comando Africano estadunidense (Africom) (www.africom.mil),
un nuevo comando de combate en el extranjero, el primero desde que Reagan creara
el Centcom hace un cuarto de siglo. Aunque los funcionarios del Departamento de
Defensa son renuentes a reconocer públicamente cualquier relación directa entre
la formación del Africom y la creciente dependencia estadunidense del crudo de
ese continente, se inhiben menos en sus reuniones privadas. En una sesión
celebrada en la National Defense University, por ejemplo, el comandante adjunto,
el vicealmirante Robert Moeller, indicó que la "perturbación petrolera" en
Nigeria y África Occidental constituiría uno de los primeros desafíos que
tendría que enfrentar la nueva organización.
Africom y extensiones semejantes de la Doctrina Carter en las nuevas regiones
productoras de crudo lo único que lograrán es provocar más estallidos y acciones
contraproducentes, al tiempo de comprometer más decenas de miles de millones de
dólares del ya congestionado presupuesto del Pentágono (ver
www.tomdispatch.com/post/174936/frida_berrigan_the_pentagon_takes_over).
Tarde o temprano, si las políticas no cambian, este precio incluirá la pérdida
de vidas estadunidenses, conforme más y más soldados se vean expuestos a fuego
hostil o a explosivos, por proteger el petróleo en instalaciones vulnerables, en
áreas convulsionadas por conflictos étnicos, religiosos o sectarios. ¿Por qué
pagar un precio así? Dada la evidencia tan vasta y tan inevitable de la
ineficacia tan grave de implicar una fuerza militar para proteger las
existencias de crudo, ¿no es tiempo de repensar las suposiciones dominantes en
Washington en cuanto a la relación entre seguridad energética y seguridad
nacional? Después de todo, aparte de George W. Bush y Dick Cheney, ¿quién
alegaría que cinco años después de la invasión de Irak, son más seguros Estados
Unidos y su abasto de petróleo?
Parte II y última
La creación de una seguridad energética real
La realidad de la dependencia creciente de Estados Unidos hacia el petróleo del
extranjero únicamente refuerza la convicción (existente en Washington) de que la
fuerza militar y la seguridad energética son gemelos inseparables. Casi dos
tercios de la cuota diaria de petróleo en el país son importados –y el
porcentaje sigue creciendo–, por lo que no es difícil darnos cuenta de que los
montos significativos de nuestro petróleo llegan ahora de áreas propensas a los
conflictos como el Medio Oriente, Asia central y África (www.eia.doe.gov/oiaf/aeo/).
Mientras este sea el caso, los planificadores estadunidenses instintivamente
buscarán a los militares para garantizar la entrega segura de crudo. Es evidente
que importa muy poco que el uso de la fuerza militar, especialmente en Medio
Oriente, haya hecho mucho menos estable y menos confiable la situación
energética, además de acicatear el "antiamericanismo".
Ésta no se apega, por supuesto, a la definición de la "seguridad energética",
sino a su opuesto. Una aproximación viable, de largo plazo, no debería depender
de una sola fuente de energía particular –en este caso el petróleo–, por encima
de otras, ni exponer a los soldados estadunidenses, de manera regular, a mayores
riesgos de daños, o a los contribuyentes estadunidenses a mayores riesgos de
quiebra.
Una política energética estadunidense que tuviera sentido debería abrazar un
enfoque holístico de la procura de energía y sopesar los méritos relativos de
todas las fuentes potenciales de energía. Sería un enfoque que estuviera a favor
del desarrollo de fuentes domésticas y renovables de energía, que no degraden el
ambiente ni pongan en peligro otros intereses nacionales. Al mismo tiempo, una
política que favoreciera un programa detallado y operativo de la conservación de
energía –algo ausente en los últimos 20 años–, que ayude a cortar la dependencia
de las fuentes extranjeras de energía en el futuro cercano y que frene o haga
más lenta la acumulación atomosférica de gases con efecto de invernadero, que
alteran el clima. El petróleo podría continuar teniendo un papel significativo
en un enfoque así. El petróleo mantiene mucho atractivo como fuente de energía
para la transportación (en particular la aérea) y como insumo de muchos
productos químicos. Pero con la inversión y las políticas de investigación
correctas –y la voluntad de aplicar algo más que fuerza en lo referente al
abastecimiento de energía– comenzaría a llegar a su fin el papel histórico del
crudo como el combustible único. Sería especialmente importante que los
planificadores estadunidenses no prolongaran su papel de manera artificial, como
ha sido el caso de las últimas décadas, en que se subsidió a las principales
firmas petroleras estadunidenses, con gastos del orden de los 138 mil millones
de dólares por año en protección de las entregas de crudo extranjero. Estos
fondos, en cambio, podrían redirigirse a la promoción de la eficiencia
energética, en particular al desarrollo de fuentes domésticas de energía.
Algunos planificadores que concuerdan en la necesidad de desarrollar
alternativas a la energía importada insisten en que dicho enfoque debe comenzar
con la extracción de petróleo en la Reserva Nacional de la Vida Silvestre en el
Ártico (Arctic National Wildlife Refuge o ANWR) y otras áreas protegidas (www.youtube.com/watch?v=pOZRrbE8Qao).
Aun reconociendo que esas perforaciones no reducirían sustancialmente la
dependencia estadunidense hacia el petróleo extranjero, estas personas insisten,
de todos modos, en que es esencial hacer todos los esfuerzos concebibles para
sustituir las importaciones con existencias de crudo a nivel interno para
conjuntar el abasto total de energía de la nación. Pero estos argumentos ignoran
que los días del petróleo están contados, y que cualquier esfuerzo por prolongar
su duración sólo complica la inevitable transición a una economía pospetrolera (www.peakoil.net/).
Un enfoque más fructífero, mejor diseñado para promover la autosuficiencia
estadunidense y su vigor tecnológico en el mundo intensamente competitivo de
mediados del siglo XXI sería enfatizar el uso del ingenio doméstico y las
habilidades empresariales con el fin de maximizar el potencial de las fuentes de
energía renovable, incluidas la energía solar, la del viento, la geotérmica y la
de las olas. Esas mismas habilidades deberían aplicarse a desarrollar métodos de
producir etanol de materia vegetal no alimenticia (etanol de celulosa), o
utilizar el carbón sin liberar carbono a la atmósfera (vía la captura y
almacenamiento de carbono, o CCS por sus siglas en inglés), miniaturizar las
células combustibles de hidrógeno, e incrementar masivamente la eficiencia
energética de vehículos, edificios y procesos industriales.
Todos estos sistemas de energía son muy promisorios, y como tal deberíamos
decidirnos a otorgar el respaldo y la inversión necesarios para que jueguen un
papel dominante en la generación de la energía estadunidense. En este momento no
es posible determinar cuál de todas ellas (o cuál combinación) será la que mejor
se posicione para la transición de la pequeña escala a una gran escala con
desarrollo comercial. Así, todas ellas deben contar en un inicio con el
suficiente respaldo con tal de probar su capacidad de efectuar esta transición.
Si se aplica la regla general, sin embargo, es importante que se le otorgue
prioridad a las nuevas formas de combustibles para el transporte. Es aquí donde
el petróleo ha sido por mucho tiempo el rey, y aquí es donde con más crudeza se
sentirá la escasez de petróleo. Es sólo por esto que siguen creciendo los
llamados a intervenir militarmente para garantizar un abasto adicional de crudo.
Así que el énfasis debe ponerse en el rápido desarrollo de los biocombustibles,
de los combustibles derivados de carbón en líquido (con el carbono extraído
mediante CCS), el hidrógeno, la potencia de las baterías y otros modos
innovadores de hacer andar los vehículos. Al mismo tiempo, es obvio que asignar
alguna parte de nuestro presupuesto militar al desarrollo de un incremento
masivo de transporte público podría ser un punto importante de la salud mental
nacional.
Una aproximación de este tipo reafirmaría la seguridad nacional en múltiples
niveles. Incrementaría el abasto confiable de combustibles, promovería el
crecimiento económico en casa (en vez de enviar un verdadero raudal de dólares a
los cofres de regímenes petroleros nada confiables) y disminuiría el riesgo de
involucrarnos en guerras por el petróleo extranjero. No hay otro enfoque.
Ciertamente no podemos confiarnos en el enfoque actual, tradicional,
incuestionado, que nos hace depender de la fuerza militar para lograr esto. Hace
ya mucho que pasó el tiempo de resguardar la gasolinera global.
* Michael T. Klare es profesor de estudios de paz y seguridad mundial en el
Hampshire College y es autor de varios libros sobre política energética,
incluyendo Resource wars (2001), Blood and oil (2004), y más recientemente,
Rising powers, shrinking planet: the new geopolitics of energy.