La Izquierda debate
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La última carga… y las guerras de aniquilación
Angeles Diez Rodríguez
Rebelión
El capitán Nolan, recién incorporado a la onceava división de húsares del
ejército británico, después de una disputa con el general Cardigan por apalear a
uno de sus hombres exclama "Algún día habrá un ejército en el que la tropa no se
verá forzada a combatir a latigazos, un ejército cristiano que luche porque se
le pague bien para luchar … un ejército eficaz, organizado de un modo
profesional. Con ese ejército vendrá la primera de las guerras modernas y el
último galope". De esta forma el capitan sentenciaba un mundo en el que las
guerras dejarían de ser sólo guerras y se convertirían en una extensión del
capital; el hombre sería "liberado" para aceptar voluntariamente, ser un
instrumento al servicio de la producción capitalista o de la guerra, valga la
redundancia.
En plena industrialización del imperio británico, la guerra de Crimea y en
concreto la batalla de Sebastopol que magistralmente le sirve a Tony Richardson
para analizar un mundo que se derrumba, nos hace pensar en la nuevas guerras,
o tan solo la Guerra, con mayúsculas, en la que estamos todos embarcados. Una
nueva forma de guerra que, contrariamente a lo que plantea Mary Kaldor, poco o
nada tiene que ver con el terrorismo -defínase éste como la acción de individuos
aislados que utilizan el terror como estrategia, o como la acción de los Estados
invasores-; las nuevas guerras no son tan nuevas, es sólo una hipótesis, son las
guerras modernas en un estadio superior de desarrollo, cuyo punto de partida es
el propio capitalismo y una forma de pensar el mundo que se instala en Occidente
a partir a finales del siglo XVIII. La política es solo un medio, una técnica
más, como la guerra, ajena a todo planteamiento ético o moral, una extensión más
de la lógica de acumulación.
El equilibrio entre la capacidad productiva y la capacidad destructiva, se
rompió con la hegemonía del capitalismo; no con el descubrimiento de la bomba
atómica como sugirió Hanna Arendt, para la que la violencia era la otra cara de
la producción, una posibilidad inherente a la fuerza productiva y por tanto,
natural, en la medida en que lo destruido es lo producido por el hombre, el
hombre sigue siendo "el dueño del mundo construido". Cuando lo destruido supera
los límites de lo producido (energía nuclear), cuando la guerra destruye la
política, es decir, cuando su finalidad ya no es un tratado de paz entre los
gobiernos combatientes sino la aniquilación del adversario, entonces, estamos
ante guerras de aniquilación que acabarán con el mundo.
Estas guerras, no son de aniquilación en el sentido griego, no sólo porque los
griegos, que practicaban este tipo de guerras, no tenían la capacidad técnica
para el exterminio completo del individuo sino porque la grandeza del enemigo
era su propia grandeza, de modo que era recuperado, se le dada de nuevo la vida
por medio de la poesía. Así, Aquiles y Héctor siguieron viviendo, uno como heroe
victorioso y otro como héroe derrotado. Esta posibilidad sólo podía darse en el
mundo griego, la posibilidad de ponerse en el lugar del otro, a pesar de las
críticas de Platón a los sofistas, éstos mostraban esa cualidad que hacía
imposible la destrucción completa del enemigo, la de defender con igual pasión
un argumento y su contrario. La diferencia sustancial respecto de las guerras de
aniquilación modernas es una técnica que hace posible el distanciamiento.
Algo que sólo puede darse con el desarrollo del capitalismo y la consolidación
de la política como saber técnico.
La diferencia entre el caballero medieval y el piloto de un avión ultra moderno
es la misma diferencia que existe entre la máquina moderna y el instrumento.
Cuando el instrumento pasa de ser un mecanismo que pone en marcha el obrero y
cuyo resultado está condicionado por la habilidad del obrero, el trabajo deja de
ser el intermediario del proceso de producción de las mercancías, el instrumento
se transforma en instrumento del mecanismo, no será ya una extensión del trabajo
del obrero, la máquina sustituye al instrumento. En esta transformación, el paso
del taller a la fábrica es sobre todo una transformación en las relaciones de
producción, y la relación entre el productor y el objeto producido. Como
señalara Marx en " la división del trabajo y el taller mecanico" (Contribución a
la crítica de la economía política. Manuscritos 1961-63), lo fundamental no es
la distinción basada en la fuerza motriz sino, en el fondo, el papel del obrero.
Un obrero al que se le cercena cualquier relación con el objeto producido, da
igual que produzca misiles o vacunas. Este distanciamiento o enajenación
es una precondición de la expansión capitalista y del proceso de acumulación de
capital; se traslada a todos los ámbitos de la vida. Mentalmente produce dos
efectos que para el caso de la guerra son trascendentales: permite la perdida de
la conciencia de las relaciones causales entre el acto de apretar un botón y la
muerte y el sufrimiento humano, esta perdida a su vez posibilita el estado de
irresponsabilidad en el que "el deber cumplido" sustituye a la conciencia
responsable de los actos.
La división del trabajo y las nuevas técnicas de guerra tienen un desarrollo
paralelo en la lógica del distanciamiento. La última carga es el último
cuerpo a cuerpo de la guerra, la última posibilidad de la conciencia del dolor
ajeno, de la compasión, de un mundo en el que todavía, la política, es una
sabiduría o una filosofía práctica.
No es casual que la película de Richardson se ubique en 1968 y podamos ver en
ella una crítica implícita a la guerra de Vietnam. En ella están presentes todos
los elementos de las guerras modernas: la financiación de la guerra (el general
paga los uniformes y las espadas de sus hombres..) los ejércitos profesionales
(hombres reclutados y pagados para luchar) el papel de la prensa (manipulando
las noticias según sus necesidades); sólo hay un elemento que, desde mi punto de
vista constituye el elemento determinante para poder caracterizar tamaña
violencia como guerra moderna, la técnica. Cuando hablo de la técnica no me
refiero a los instrumentos de matar, a la capacidad de muerte que es posible
desencadenar…, hablo más bien de la tecnología como sistema. La guerra como
organización productiva. La violencia como la otra cara de la producción se
convierten en una y la misma cosa. La ruptura del equilibrio entre la capacidad
productiva del hombre y la capacidad destructiva no es una cuestión de cantidad,
aunque, ciertamente, la cantidad pude dar lugar a un salto cualitativo. Pero los
200.000 muertos de las bombas de Hiroshima y Nagasaki son tan incontables como
los cientos de miles de víctimas de la primera guerra mundial, tanto como lo son
los miles de muertos civiles en Iraq.
La diferencia está, no en las herramientas ni en las máquinas sino en la propia
tecnología que trunca un mundo de relaciones sociales donde todavía es posible
morirse de dolor por el sufrimiento ajeno, donde es posible desertar de la
guerra, sentirse responsable más allá de los propios actos . Las palabras de
Lord Raglan refiriendose al joven capitán Nolan "no me gusta ese joven
caballero, es un gran talento, pero sin corazón: "un ejército con gente como él
mata demasiado". Ese "demasiado" no es una cantidad, es la forma en que el
ejército acaba con el mundo. Nolan es un profesional frente a la aristocracia
británica, no comparte la forma de dirigir la guerra de sus superiores, sin
embargo, toma parte en la destrucción final de la Brigada y, en cierta forma, la
precipita. Ser un hombre de honor no le impide acostarse con la mujer de su
mejor amigo, ni abandonarla cuando espera un hijo, ni anteponer sus deseos a la
suerte de sus hombres.
Pero no se trata de una añoranza del pasado, éste es demasiado lejano y ni
siquiera la pátina del tiempo puede hacerlo mejor de lo que fue; Richardson no
nos consiente esa mirada añorante ya que la sociedad victoriana se presenta en
su película con su soberbia exaltación del militarismo, racista y clasista,
donde las clases altas depravadas y cobardes no pueden ser salvadas, tampoco las
clases bajas, dóciles y manipulables; se trata más bien de salvar lo que queda
de este mundo, lo que queda todavía, en determinados lugares, de resistencia, de
política.
En la guerra que se libra contra Iraq, contra los palestinos, contra Cuba, en
esa guerra nosotros nos jugamos mucho más de lo que podemos imaginar. Estamos en
juego nosotros, que podemos quedar convertidos en meros instrumentos de
destrucción, cada uno en su pequeño espacio de actuación. Pueden llegar a
convencernos, que es como decir, vencernos totalmente, de que no hay otra forma
de vida que la que vivimos. Porque, en el fondo, de eso se trata, de acabar con
las diferencias sustanciales. En las guerras de aniquilación no mueren todos,
pero sí muere toda conciencia, toda diferencia. Podemos llegar a morir como
especie aunque sobrevivan algunos individuos, nisiquiera hará falta desplegar
todo el arsenal armamentistico, desaparecerá esa especie que era capaz de
convivir haciendo de las diferencias un potencial de vida, aquella capaz de
controlar su capacidad destructiva, capaz de reconocer en el otro a un miembro
de su mismo grupo. Se perderá aquello que hizo del homo antecesor un ser
superior al nearthental, su capacidad para reconocerse como miembros de
una misma especie.
Las guerras de aniquilación son múltiples y adoptan muy diversas formas, pero su
fin es sólo uno, la desaparición completa, física y mental, de la diferencia,
del otro; el arma más mortífera: el distanciamiento, que a nadie le quepa
la más mínima posibilidad de identificarse con las víctimas, hacer que
desaparezcan las víctimas de nuestra memoria, convertirlas si es posible en
verdugos. Eso es lo que está en juego en Palestina, en Iraq y en Cuba, algunas
de las guerras que tenemos abiertas y que sangran todos los días para impedirnos
sucumbir a la distancia.