La Izquierda debate
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Debate
Políticas de Castoriadis
Daniel Bensaid
Revista Viento Sur
Traducción de Andrés Lund Medina
La noción de política en el último Castoriadis está relacionada con el rechazo
al marxismo de su luctuoso artículo de 1964, «El marxismo: un balance
provisorio» [1]. Este balance parte de una constatación: si «el marxismo ha
devenido parte de la atmósfera que se respira llegando al mundo social y al
paisaje histórico que fija el cuadro de nuestras idas y venidas », también ha
devenido desde hace cuarenta años (desde la derrota de la revolución alemana en
1923) «una ideología en el mismo sentido que Marx le dio a ese término: un
conjunto de ideas que se relacionan con una realidad no para iluminarla y
transaformarla, sino para velarla y justificarla en el imaginario» [2].
Que el marxismo, codificado bajo Stalin en doctrina de Estado, se volvió la
ideología de la burocracia, tanto en la URSS como en los partidos comunistas
estalinizados, no es cuestionable. Pero sí lo es el que Castoriadis maneje la
categoría de marxismo en singular, como un extenso concepto que cubre todo.
Aunque él pone la cuestión de saber «de qué marxismo habla», evita responderla.
En consecuencia, si el marxismo ortodoxo o "soviético" era ampliamente
dominante, no daba cuenta de la diversidad y la fertilidad de investigaciones
que se inspiraron de la crítica marxista. Además, contrariamente a lo que podría
pretender un marxismo cientificista, no hay un corte absoluto entre ciencia e
ideología. No hay más ciencia pura que ideología pura. El marxismo «ideologizado»,
fustigado por Castoriadis, era un producto pleno de contradicciones. Y produjo
obras –como las de Colletti y Della Volpe en Italia, Manuel Sacristán en España,
Lefebvre o Althusser en Francia, Karel Kosik en Checoslovaquia, y la de muchos
otros- que, incluso cuando se comprometieron con las encrucijadas de la política
del Kremlin, no podrían ser reducidas a un mero discurso apologético.
Entre el marxismo y la revolución
Es claro que el carácter excesivo, unilateral y a veces de fe mala, de este
texto de ruptura representa un ajuste de cuentas, no sólo con el marxismo
ortodoxo del movimiento comunista internacional, sino un ajuste de cuentas
-quizá difícil y doloroso- de Castoriadis consigo mismo, con su propio pasado
militante, de aproximadamente veinte años consagrados a la IV Internacional y, a
partir de 1948, al grupo «Socialismo o Barbarie ». «Partiendo del marxismo
revolucionario», el tiempo llegó de dar un giro radical: «Era necesario escoger
entre permanecer marxista o permanecer revolucionario.» O bien…, o bien…: la
lógica binaria del tercio excluído. Los términos de esta disyunción colocan al
menos tres cuestiones presupuestas: ¿Qué significaba, en 1964, permanecer
marxista? ¿Qué significaba ser revolucionario en el momento en que se preparaba
la contraofensiva liberal? Y sobre todo: ¿qué quiere decir permanecer?
Considerando que Castoriadis, asumido como marxista, declara en 1964 y confirma
en 1974 no poder más seguir siéndolo, Deleuze que nunca pretendió serlo,
declarará diez años más tarde, su voluntad de seguir siéndolo. ¿Cómo seguir
siéndolo si jamás se fue? [3]
A esas cuestiones, como lo hizo pensar Philippe Raynaud en nuestro debate en el
Coloquio de San-Dennis-Pontoise, no sería superfluo agregar una cuarta pregunta
sobre eso que se escoge decir. En todo estado de causa, la enunciación radical
de la alternativa por Castoriadis supone que ha sido dividido, tan rigurosamente
como por el corte epistemológico querido por Althusser, el lado de Marx y el de
la Revolución. Sin embargo, como sabe desde Proust, el lado de Swann y el de
Guermantes, aparentemente opuestos, terminan por reunirse. Con todo, en el
artículo de 1964, la división no se establecía tan claramente y es lo menos que
se puede decir. Los grandes reproches teóricos dirigidos al marxismo en general
recaían sobre su interpretación dominante, la cual Castoriadis sabía que estaba
lejos de ser la exclusiva. Así, para un autor que, a diferencia de polemistas
contemporáneos que arremetían contra un marxismo imaginario, había leído
atentamente a Marx, sus tres críticas principales se presentan tan enormes que
se encuentran al límite del contrasentido o de la pura y simple falsificación.
La primera no es otro que la imputación trivial de determinismo histórico y de
economicismo mecánico, implicando una doble reducción: de lo social, de lo
político, de lo simbólico, a la infraestructura económica y técnica, y de la
misma economía a las "leyes natural". Sin embargo, desde la Sagrada Familia y La
ideología alemana, Marx y Engels rompieron definitivamente y sin retorno con las
filosofías especulativas de la historia universal: ¡«La historia no hace nada»!
[4]
Esta ruptura es confirmada en la introducción a los Manuscritos de 1857-58 por
las notas telegráficas sobre una nueva escritura de la historia. Ella está de
nuevo en la famosa carta de Marx a su crítico ruso, en la que le reprocha el
reducir su teoría a un "esquema supra-histórico" de sucesión cronológica de
modos de producción, considerando que su genealogía, tal y como la presenta en
El Capital, sólo vale para el génesis del capitalismo en Europa y no prejuzga
otras vías de posibles desarrollos históricos. Esto es confirmado algunos años
después en las cartas a Vera Zassoulitch considerado la hipótesis de un
desarrollo de Rusia que puede hacer la economía sin pasar por los dolores de la
acumulación capitalista. Finalmente, la idea de un determinismo mecánico no
resiste la lectura de las escritos políticos de Marx, principalmente de la
trilogía sobre La lucha de clases en Francia en los que la ideología, la
representación y el imaginario teatral, juegan un papel de primero plano [5]. Es
decididamente difícil para un lector escrupuloso reconocer en la teoría de Marx,
más allá de tal o cual de sus contradicciones a veces reales, una filosofía de
la historia que pretendería expresar «la verdad teórica y práctica de una
dinámica de la historia» [6].
La segunda crítica es totalmente pasmosa: «Brevemente, la teoría de Marx, tal
como es, ignora la lucha de clases sociales.» Ignora «el efecto de las luchas
obreras sobre la distribución del producto social» y esto se debe a la «premisa
fundamental» según la cual, en la economía capitalista, los hombres están
totalmente cosificados y sometidos a «la acción de leyes económicas que no
difieren en nada de las leyes naturales» [7]. No sólamente del Manifiesto de
1848 a la Crítica del Programa de Gotha, pasando por La luchas de clases en
Francia o el Dieciocho Brumario, Marx se encarga de decir lo contrario, sino que
la lucha de clases es el hilo conductor de la crítica de la economía política,
de la teoría del valor, de la historia de la acumulación primitiva, del análisis
de las crisis periódicas. Desde su primer capítulo, el Libro I de El Capital
invita al lector a seguir al hombre y su salario hasta los sótanos de la
producción, donde este último será «curtido». El último capítulo inacabado del
Libro III trataba sobre las clases sociales. Y toda la determinación del valor,
lejos de resultar de cualquier determinismo económico o tecnológico, es la
expresión de una lucha cotidiana feroz para determinar el reparto entre el
tiempo de trabajo necesario y el sobretrabajo.
Finalmente, le reprocha un cientificismo rotundamente positivista: «El marxismo
pretende reducir integralmente el nivel de las significaciones al nivel de las
causaciones » [8]. No ve en la lógica y en lo económico más que la acción de
leyes en última instancia naturales. Se puede extender como argumento tal o cual
pasaje de Marx donde él se entusiasma por los éxitos de las ciencias físicas o
químicas de su tiempo. Pero eso sería hacer poco caso a todo eso que lo aleja,
al contrario, del cientificismo dominante: un rechazo explícito y despreciativo
al positivismo; la investigación de una causalidad diferente a la mecánica, en
la que "las leyes tendenciales", esas leyes extrañas, "que se contradicen ellas
mismas" y articulan lo necesario y lo contingente; la idea, de la tesis doctoral
sobre Demócrito y Epicuro hasta los últimos textos sobre Rusia, de un
"materialismo aleatorio" o de un "materialismo del reencuentro"; la distinción,
para abreviar, entre "la ciencia alemana", en tanto que lógica general del
saber, y las ciencias positivas inglesas [9].
Castoriadis está de acuerdo en admitir que la lucha de clases "parece" oponerse
al determinismo económico, «pero sólo parece», en la medida en que Marx la
integra a una cadena causal donde las clases «hagan lo que tienen que hacer» en
una historia que es «necesariamente determinada» [10]. Es suficiente leer de
nuevo los textos políticos, sobre Francia, Inglaterra, España, sobre las guerras
europeas, para constatar hasta qué punto semejante afirmación es ridícula. El
problema que recorre a la trilogía sobre Francia es, precisamente, el que las
clases no hacen lo que se supondría que deberían hacer, que la política no es un
fiel reflejo de lo social, que la representación, la ideología, o "el
imaginario", tanto son mediaciones como que tienen su propia eficacia.
Para Castoriadis, el asunto está más que entendido. En el marxismo, la ideología
de la burocracia se importa sin restos sobre el imaginario del proletariado.
Determinismo histórico + economía mecanicista + cientificismo causal = una
«Providencia comunista» que elimina «el problema primario de la práctica», de
saber hacer que los hombres tomen control sobre su vida conforme a las
condiciones reales, lo que no excluye ni garantiza el logro de su proyecto.
Condición política trágica, entonces, que hace eco al San Augustin del «trabajar
en la incertidumbre» y al Pascal de la apuesta.
Queda por demostrar todavía, admite Castoriadis, que puede tener una filosofía
que sea otra cosa que la filosofía y una política que sea otra cosa que la
política. Porque la exigencia «completamente nueva» de su unión, no como simple
adición, sino como una verdadera síntesis inaugural de una política y una
filosofía inédita, «es lo que el marxismo aportó de más profundidad y más
duradero» [11]. No obstante, este proyecto ambicioso habría sido ensombrecido en
la reducción de la praxis a la técnica, y el marxismo habría devenido ideología
de la burocracia, y más extensamente, un engranaje entre otros de la cultura
capitalista. De ahí la necesidad de destacar el permanecer revolucionario y
atacar a su impensable, a la institución imaginaria.
Entre Marx y Aristóteles
Si todavía incluye los contrasentidos de su lectura de Marx, el artículo de 1974
«De Marx a Aristóteles, de Aristóteles a nosotros», representa un problema mayor
ya que trata acerca de la cuestión de la igualdad y la justicia [12].
Castoriadis parte del problema de la conmesurabilidad presupuesta por el
intercambio. Para que el intercambio de bienes o productos heterogéneos sea
posible, es necesario hacer abstracción de sus diferencias sensibles y
reducirlos a una esencia o sustancia común. Es lo que se supondría que Marx hace
al reducir el trabajo concreto en el tiempo de trabajo abstracto o "socialmente
necesario". Eso implicaría, según Castoriadis, que se sabe definir y cuantificar
ese trabajo socialmente necesario [13]. Para demostrar por el absurdo esa
imposibilidad, él considera entonces tres hipótesis: que los tiempos necesarios
corresponden a los tiempos requeridos por la empresa más eficaz, por la empresa
menos eficaz o por el promedio de tiempo necesario del conjunto de empresas,
suponiendo que la competencia trae constantemente el tiempo eficaz de trabajo
hacia el tiempo medio.
En «el funcionamiento real de la economía», dice él, eso no tiene ningún sentido
[14]. Sin duda. Pero la demostración por el absurdo es igualmente absurda. El
paso supuestamente refutado no está en nada de lo que hace Marx. Para él, el
"tiempo de trabajo necesario" no es determinable a priori. No es determinado
sino a posteriori a través del juego del mercado y la competencia, que no son
categorías puramente "económicas", sino que incluyen y suponen los efectos
complejos de la lucha de clases. Ésta es una de las contradicciones principales
y una fuente de la irracionalidad de las que las crisis y el desempleo son
consecuencias visibles. Además, este tiempo de trabajo necesario no se
cuantifica directamente sino por la famosa transformación del valor en precio,
que no es, contrariamente a lo que sugieren algunas controversias, la
transformación de una misma substancia, sino una relación social. Valor y precio
pertenecen a dos niveles lógicos diferentes. En la medida en que el tiempo de
trabajo socialmente necesario no está determinado de manera unívoca por las
técnicas disponibles de una época dada, ni por la sola organización de trabajo,
sino por la resistencia y la lucha de la fuerza de trabajo asalariada, no deja
de variar y no es definible sino de manera retroactiva. Dicho de otro modo: la
crítica marxista de la economía política, es una crítica de la dinámica
económica. Ella escapa de la lógica de eso que Castoriadis, cediendo él mismo al
fetichismo, llama la «economía real», una economía en la que el valor se fija,
medido y cuantificado, por el cálculo económico [15].
El valor en Marx, concluye Castoriadis, es «un fantasma sin carne». Que tenga
una existencia espectral habría interesado sin duda a Jacques Derrida, quien no
ignoraba la eficacia propia de las apariciones y resucitaciones del espectro.
Porque esto último, como instancia de lo posible, es correcto y en parte real.
El espectro del valor no deja de recorrer al mercado. Cuando la medianoche
suena, aparece. Y con su aparición viene la crisis y el temblor.
A través de su crítica de la teoría del valor-trabajo, Castoriadis reprocha en
realidad a Marx el no tratar específicamente una "institución socio-histórica
particular", el capitalismo, pero no para atribuirle una significación
antropológica absoluta «como si en ella se manifestara de manera resumida las
determinaciones esenciales de la vida social e histórica de la humanidad» [16].
Del mismo modo que para Marx la industria es «un libro abierto de las facultades
humanas», el trabajo material revelaría las «facultades que duermen desde el
origen en el hombre productor». Castoriadis ve ahí una fórmula de "puro
aristotelismo". Ello es cerrar los ojos a lo que radicalmente distingue el
pensamiento de Marx del de Aristóteles: su comprensión moderna de la
historicidad. De hecho, es frecuente que Marx utilice conceptos en un doble
sentido: un sentido extenso y antropológico, y un sentido específico,
históricamente determinado. Ese es, entre otros, el caso del concepto de
‘clases’, que designa tanto específicamente a las clases en las sociedades
capitalistas por oposición a los órdenes, los estados, corporaciones, como a los
grupos sociales antagónicos en general (como en la primera frase del Manifiesto
comunista). Ese es también el caso de la noción de trabajo productivo, que toma
un sentido particular en la relación salarial, distinto del trabajo productivo
en su sentido extenso, como intercambio metabólico entre la especie humana y sus
condiciones naturales de reproducción. Y se podrían multiplicar los ejemplos de
este doble uso.
La ceguera de Castoriadis sobre este punto le permite afirmar que la
absolutización de las categorías lleva a que la crítica de la economía, como
esfera separada e hispostasiada, se limitaría en Marx a una "crítica de la
economía política", es decir: de la economía burguesa, sin remitirse al mismo
concepto de economía. Marx salvaría así a la razón económica en general de su
avatar capitalista y cedería él mismo a las ilusiones de una buena economía (o
de un determinismo económico), destacado de las relaciones políticas y el
imaginario simbólico. La economía capitalista no haría así sino revelar eso que
estaba oculto dando la apariencia de heterogéneo cuando es fundamentalmente
homogéneo. Haciendo aparecer por primera vez lo simple y lo abstracto, ella
rompe el secreto de la identidad de los hombres y sus trabajos, «revelando la
humanidad a ella misma.»
Marx pretende ver lo que Aristóteles no podría ver. ¿A causa de los prejuicios
de su época? No, más simplemente, porque las relaciones mercantiles y monetarias
no estaban suficientemente desarrolladas y generalizadas. Marx dudaría, según
Castoriadis, entre una concepción específicamente moderna (instrumental) de la
racionalidad, y una concepción genérica universal, partiendo de un historicismo
radical. Sin embargo, si las determinaciones específicas de una formación social
se articulan a las condiciones antropológicas fundamentales, y si esta
articulación se expresa, como hemos visto, en el doble uso de categorías
(clases, trabaje, etc.), ello está en función de la tensión entre lo natural y
lo humano ya señalado desde los Manuscritos de 1844: «El hombre es un ser
natural, pero es un ser humano». Esta determinación natural atraviesa toda la
obra de Marx desde el principio, cuando trataba sobre el trabajo en su sentido
extenso (como transformador de energía o "metabolismo" entre el hombre
socializado y la naturaleza), o de las intuiciones ecológicas sobre los peligros
de una agricultura intensiva que devasata las tierras. La interrogación no
puede, entonces, tratarse superficialmente como lo ha hecho Castoriadis, sin
tomarse la molestia de examinar seriamente la complejidad de la noción de
naturaleza en Marx [17].
¿A dónde pretende conducirnos este debate? Al hecho de que Marx, tributario de
la antropología de las Luces, admitió sin crítica el presupuesto de una igualdad
de nacimiento entre los hombres, mientras que Aristóteles no afirmó que lo sean,
ya que pare él los individuos son «todos otros, pero no iguales». La función de
la política es entonces instituir una igualdad que no se casa con la naturaleza,
sino que la contradice. Ese es el papel del nomos (de la ley o la institución).
No puede devolver los bienes conmensurables, pero los iguala «suficientemente en
cuanto a las necesidades y usos». Porque «de lo indeterminado, indeterminada es
la regla» [18]. No es, por consiguiente, cuestión de instituir una igualdad
imposible, sino de proceder pragmáticamente, aceptando la aproximación, a una
igualdad "suficiente" en relación con las necesidades.
Lo importante, para Castoriadis, es que el problema de la igualdad en
Aristóteles no es relevante para la economía. No tiene, entonces, ninguna
necesidad de ser disculpado por no haber sabido ver lo que no vería cualquiera,
de no haber estado más claro en el análisis del valor: «Él no hizo una teoría de
la economía», sino «una investigación política sobre los fundamentos de la
ciudad» [19]. La economía en tanto que tal, no le interesaba, aunque se le
supone haberla descubierto, porque es a la política a la que se subordinan los
poderes más preciosos, y son las oposiciones políticas, entre la ley y la
naturaleza, la opinión y la verdad, las que importan. La interrogación política
se mantiene aún sobre el bien humano supremo y los medios para alcanzarlo, y por
consiguiente, sobre la constitución política de la ciudad: es justo lo que se
conforma a la ley creadora de virtud. Y no hay virtud que por la institución no
limite la desmesura. Ser injusto, al contrario, es querer más que su parte. ¿Más
que su parte, de qué? De lo que es divisible: honores, riquezas…
La justicia total es, entonces, precisamente la «creación de lo participable
social y de las condiciones que aseguran a cada uno el acceso a ese participable»,
distinto de lo divisible. El justo es el igual, pero la igualdad simplemente
aritmética permanece para Aristóteles (como para Marx en su Crítica del Programa
de Gotha) desigual, en la medida que asigna una parte equitativa a los
desiguales. Está aquí el límite de la justicia distributiva, que involucra lo
divisible y su reparto, en relación a la justicia correctiva que involucra
transacciones. Una y otra son determinadas por la idea de lo igual. Pero la
igualdad efectiva «no puede ser más que una igualdad de proporción». Es a ésta
que corresponde la famosa fórmula correctiva del estadio superior del comunismo
–«de cada uno según sus capacidades, a cada quien según sus necesidades»-
distinta de la fórmula distributiva de la fase primera –«de cada uno según
capacidades, a cada uno según su trabajo»-, en la que Marx recuerda con énfasis
que sigue siendo inequitativa.
El problema subyacente es el de la commensurabilidad y la mesurabilidad en las
relaciones sociales. Aristóteles piensa que toda sociedad pone un proto-valor
(un axia de referencia): el reparto inicial es siempre ya dado. No hay principio
absoluto de la ciudad. La regla de la equidad es indeterminada, porque la
naturaleza de lo justo consiste en corregir la ley allí donde se muestra
fallando. Juzgar en equidad, es hacer «que el caso particular se inserte en la
proportionalidad geométrica de la regla social justa»; o, de nuevo, para
reintegrar «el caso particular en la totalidad efectiva reglada». Porque ella
geometriza la ley de la aritmética, y la resocializa allí donde era logizada,
esta justicia es la mejor.
La crítica marxista al formalismo igualitario en la Crítica del Programa de
Gotha depende de un razonamiento análogo: la primera fase del comunismo es el de
la igualdad aritmética, en realidad inequitativa porque es abstracta. La
diferencia reside en que Marx historiza la corrección de la igualdad por la
equidad, considerado las condiciones efectivas de la desaparición de la ley del
valor, y hasta que ello ocurra la equidad no sería un correctivo de la
desigualdad sino, como es el caso en la retórica liberal, un pretexto para
librarse de ella. La verdadera igualdad no puede ser sólo geométrica
(proporcional o progresiva). En la fórmula que asigna a cada uno según sus
necesidades, cada uno deviene su propia medida. Esto no es posible, en Marx sólo
por un recurso, implícito o explícito: la carta de la abundancia, la que le
permite conceder capacidades limitadas a las necesidades ilimitadas. La justa
medida imposible de encontrar se soluciona entonces por la abundancia. Por
tanto, Marx imagina poder resolver la cuestión de la justicia (sea de los
límites o del reparto), de suerte que ya no se plantee más. Pretendiendo
desaparecer el derecho burgués que regula el reparto, él aboliría, en la
práctica, el derecho tout court.
La crítica pone el problema. Sin embargo, ella infravalora la historicidad de
las capacidades como de las necesidades, que dejan abierta la cuestión de sus
relaciones y sus posibles transformaciones. Es gracias a esta subestimación que
Castoriadis puede detectar en Marx la tentación de saltar fuera de la historia o
decretar un fin, no sólo de la historia, sino también de la política, ganando
una ficción normativa -la administración de cosas. Esta dificultad irresuelta
revela una «antinomia profunda sin embargo [entre historicidad y fijeza] que
divide al pensamiento de Marx» [20]. Considerando que, para Aristóteles, la
pregunta política es central, Marx presupondría una condición antropológico
natural fuertemente enigmática. Castoriadis le opone la irreductibilidad de lo
socio-histórico o de la institución imaginario de la sociedad a lo que se da y
se conoce. Proponer otra institución participa de un objetivo propiamente
político -de proyectos y programas- «que puede ser discutido y argumentado, pero
no fundado» [21]: los hombres no nacen para esto o para lo otro, «nosotros los
queremos así». Es necesario para él terminar con la ilusión del valor económico
y restablecer el primado democrático del político. Pero, de la Crítica de la
economía política a las reflexiones sobre el alcance histórico de la Comuna de
París, ¿Marx no ha hecho otra cosa que deconstruir el discurso económico y
desinvertir sus ídolos?
¿Política de lo imaginario?
El cuidado de Castoriadis de desprender la política, y la libertad que ella
implica, de las las lógicas de una historia universal son legítimas. No era sin
embargo nuevo. En política, la organización de los tiempos se juega en el
presente. «Es el presente el que domina al pasado», escribieron los autores del
Manifiesto comunista. Domina también al futuro y la bifurcación de los posibles.
Gramsci decía que no se puede prever más que la lucha, y no su resultado. Y
Benjamín afirmó categóricamente: «La política prima de aquí en adelante sobre la
historia»: se trata en lo sucesivo de abordar el pasado «no más como antes, de
manera histórica, sino de manera política, con las categorías de lo político».
La política es un arte estratégico de la decisión en una historia en la que
ningún Dios, ninguna ciencia, ningún Espíritu absoluto garantiza su sentido.
¿Por qué la política? «Porque nosotros pertenecemos a este periodo cósmico donde
el mundo está abandonado a su suerte», contesta a Castoriadis. Él entiende por
política «la actividad colectiva reflexiva y lúcida que surge en el momento en
el que se pone en cuestión la validez del derecho y las instituciones». O de
nuevo, «la institución explícita global de la sociedad y las decisiones acerca
de su futuro». Pero si la política debe «instituir todo radicalmente» [22],
¿cómo evitar el doble escollo del decisionismo sin criterios preexistentes del
hombre real y del relativismo para el que todo vale lo mismo? ¿Cómo escapar de
la antinomia del filósofo y del sofista, del clérigo y del militante (Benda/Nizan),
del sociólogo y del opinador, de la verdad y de la opinión que recorren la
cuestión política, tanto en Badiou como en Bourdieu? ¿Se puede imaginar un
sofista no relativista?
Castoriadis parece resolver el dilema por la invocación de la autonomía y el
imaginario: «Nosotros llamamos política revolucionaria a una praxis que se da
por objeto la organización y la orientación de la sociedad en vistas de la
autonomía». La autonomía sería por consiguiente el criterio del juicio político.
¿Pero qué es la autonomía? ¿Autonomía de quién o de que? ¿Y quién detenta el
poder exorbitante de definirla? La autonomía para la autonomía sería hacer sólo
un formalismo de la autonomía. Y nadie podría estar contra el principio de una
autonomía indeterminada. La cuestión sube de tono precisamente en el momento en
que se trata de determinar el contenido y los modos de ella, ya sea en el
sentido de un intersubjetividad comunicacional o cuando ella, de manera muy
diferente, se propone como consejismo radical. La carta de la autonomía se
arriesga, en consecuencia, a incurrir en las mismas objeciones que le hizo John
Dewey a Trotski en su controversia sobre las morales en la política. A
diferencia de la mayor parte de lecturas superficiales a Su moral y la nuestra,
Dewey había captado perfectamente la interdependencia de fines y medios en
Trotski: el fin no es suficiente para justificar los medios, porque el fin mismo
exige ser justificado. Pero Dewey le reprocha a Trotski hacer intervenir
subrepticiamente un sentido de la historia que rompe esa interdependencia. Le
cuestiona, en suma, ser un pragmático y un immanentista inconsecuente, y
restablecer de una forma enmascarada la transcendencia, un sustituto del último
juicio.
De la misma manera, si la autonomía es una ley inmanente del desarrollo
histórico, ella no puede constituir un criterio a priori de la acción política;
si interviene como juicio de valor normativo, ¿entonces quién es el juez? A
menos que ella juegue simplemente el papel de una utopía regulativa de la
decisión política, su horizonte sin cesar rechazado, que ayudaría a resistir las
tendencias pesadas de las sociedades contemporáneas a la burocratización y la
mediatización. Estas tendencias a las que Castoriadis ha tenido el mérito de
estar precozmente atento, arrastran un rarefacción (o una intermitencia) de la
política y un estrechamiento de la autonomía. En su Frente a la guerra, él
intentó en 1981 analizar la estratocracia soviética como el estadio supremo del
totalitarismo, donde el aparato militar-burocrático de Estado terminaría por
devorar a la sociedad. ¿Por qué milagro la autonomía podría renacer de nuevo
entonces? En un artículo del L’Monde, Edgar Morin veía a la época puesta bajo
esta lógica y sus consecuencias extremas, oponiendo las dictaduras militares (de
las cuales se podía regresar) y las dictaduras totalitarias (de las que no había
regreso). En plena campaña ideológica por la instalación en Alemania de los
misiles Pershings, esta distinción se parecía a la expuesta por la representante
estadounidense, Jane Kirckpatrick, en la tribuna de la ONU. Más prudente,
Castoriadis nunca publicó el segundo volumen anunciado de su ensayo sobre la
guerra, aunque jamás explicó su extraña desaparición.
No es, por consiguiente, sorprendente en esta evolución que después de haber
escogido la revolución contra el marxismo, haya terminado entonces
preguntándose: «¿Por qué queremos nosotros la revolución?», y ¿por qué los
hombres la querrían ? ¿Era todavía "deseable", preguntaba Foucault en esa época
?
Enfrentando el enigma del estalinismo y el totalitarismo burocrático, que era el
principal motivo de disputa y división de los movimientos trotskistas desde la
guerra, la temática del imaginario social y la eficacia simbólica aportaban sin
ninguna duda un importante elemento de respuesta. ¿Pero por qué ese imaginario
debería ser revolucionario, en lugar de conservador o reaccionario? ¿Por qué
debería llevar a la autonomía en lugar de llevar a la heteronomía? Después de
que el imaginario fascista fue tan vigoroso como el imaginario estalinista.
Sin embargo, la burocratización inherente a las lógicas sociales de la
modernidad implica, para Castoriadis, la integración no sólo del marxismo, sino
del mismo proletariado al imaginario del Capital. No hay desde entonces qué
oponer para una salida (¿imaginaria ?) del imaginario. ¿Se puede salir de la
crisis presente ?, se interrogaba. «Sólo si un nuevo despertar tiene lugar, una
nueva fase de creatividad política» [23]. Pero, ¿de dónde podría venir semejante
nuevo despertar? ¿Qué fuerza podría provocarlo, si la clase explotada está
totalmente integrada al imaginario del Capital y el marxismo a la ideología
dominante? Esta invocación a un despertar súbito parece descansar en una salida
hipotética de una voluntad indeterminada o en la apuesta por el surgimiento de
un evento o acontecimiento milagroso. Se trata, dice Castoriadis, «de reinventar
la autonomía». Eso es casi un oxímoro. O bien la autonomía se inventa ella misma
permanentemente, o no es. Pero nadie tendría el poder de inventarla. A menos de
resucitar el papel de la vanguardia, que ha sido cuestionado por otros.
El problema es, en realidad, saber cómo el despertar esperado se articula con un
proyecto profundamente arraigado en «la realidad histórica efectiva», al que
Castoriadis no llega a renunciar cuando él apela a «la institución de una
sociedad organizada en vistas de la autonomía de todos», que no sería ni una
utopía ni una apuesta arbitraria, sino la apuesta condicionada y razonada de una
«adhesión sin adhesión» (habría dicho Derrida).
Para esclarecer la relación problemática de la institución imaginaria con el
juicio político, el juicio reflexivo kantiano podría abrir una pista
interesante. A condición sin embargo de no relacionar -como se hace demasiado a
menudo- el juicio político con el juicio reflexivo del gusto, sino con el juicio
teleológico que apela a una «causalidad por la libertad», diferente del
mecanismo, «un saber, dice Kant, una causa de modo inteligente que actúa según
los fines". Los fines entonces, y aquí esta la cuestión, no pueden heterónomos,
asignados por algún decreto superior. La finalidad es al contrario «una
legalidad de la contingencia en tanto que tal» que «puede entonces ser sin fin»
[24]. Más que el juicio del gusto, el juicio político expresa esta teleología.
No se trata de una simple constatación factual, ni de un juicio normativo, sino
de un juicio puesto en un índice sobre la finalidad sin fin del desarrollo
histórico y sobre la anticipación racional del proceso de universalización y de
autonomización. A eso es a lo que nosotros llamaremos un juicio estratégico
[25].
La política como estrategia, esa es precisamente la que está amenazada de
desaparecer con la ganancia de una autonomía y una democracia sin mediación ni
representación. Castoriadis recubre esta trampa mientras invoca una dialéctica
de lo instituido y lo instituyente. El riesgo es en lo sucesivo que una política
de lo imaginario termine reducida a una política imaginaria, que es otro modo de
nombrar a una política sin política.
París, 4 de marzo de 2007
Notas
[1] Artículo reimpreso como apertura en 1974 a « L’institution imaginaire de la
société », bajo el título de « Marxisme et théorie révolutionnaire », un lugar
inaugural en la ruptura proseguida en « Les Carrefours du labyrinthe ».
[2] « L’Institution imaginaire de la Société », Paris - Seuil, 1975, p. 16.
[3] Isabelle Garo, « Deleuze, Marx et la révolution : ce que rester marxiste
veut dire », en Contretemps n°17, sept. 2006, éditions Textuel.
[4] Engels, in « La Sainte Famille ».
[5] La lutte des classes en France, Le Dix-huit Brumaire de Louis Napoléon
Bonaparte, y La guerre civile en France.
[6] L’institution imaginaire de la société, op. cit., p. 25
[7] Ibid., p. 23
[8] Ibid., p. 76
[9] Ver, Daniel Bensaïd, « Marx l’Intempestif », Paris - Fayard, 1995
[10] « L’institution imaginaire de la société », op. cit., p. 43
[11] Ibid, p. 92
[12] « Carrefours du Labyrinthe », tome I, Paris - Seuil, 1978
[13] Parar Arisóteles, la sociedad presupone entonces la conmesurabilidad, pero
ella no es natural. Ella implica un nomos, una institución: «la sociedad
presupone la sociedad». Así la reducción de Marx del trabajo complejo al simple
implica que la complejidad no es más que la simple multiplicación de lo simple.
Pero para Aristóteles, la unidad que puede ser conmensurable es la necesidad y
los usos que se dan juntos en la relación social. La moneda no es más que un
sustituto simbólico. Ela iguala cosas desiguales, no verdaderamente pero sí
suficientemente. Telescopiando Marx y Aristóteles, más allá de su relación con
formaciones socales muy diferentes, en razón de la presencia o ausecia del
trabajo esclavo como de la generalización de las relaciones mercantiles, se
puede comprender que el trabajo complejo no es en El Capital una simple
multiplicación del trabajo simple. La reducción del primero (que incluye los
efectos de la cooperación y de la división del trabajo) al segundo, del trabajo
concreto al trabajo abstracto, es para el Capital una imposible necesidad,
fuente de las contradiciones y crisis.
[14] Ibid., p. 336
[15] Ver Henryk Grossmann, « Marx, l’économie politique classique et le problème
de la dynamique », Paris - Champ libre.
[16] « Carrefours du Labyrinthe », op. cit, p. 344
[17] Ver Alfred Schmidt, « Le concept de nature chez Marx », Paris - PUF, 1994
[18] Aristote, « Éthique à Nicomaque », cité par Castoriadis, « Carrefours… »,
p. 350
[19] Ibid., p. 352
[20] Ibid., p. 400
[21] Ibid., p. 410
[22] L’institution imaginaire de la société, op. cit., p. 69
[23] Castoriadis, « La montée de l’insignifiance », Paris - Points Seuil, 1996,
p. 148
[24] Kant, « Critique de la faculté de juger », Paris - Folio Gallimard, 1985,
p. 374
[25] Ver Daniel Bensaïd, « Qui est le Juge ? », Paris - Fayard, 1999.