La Izquierda debate
|
Hubo una vez, una revolución en Alemania
Dos libros relativamente recientes nos hablan de esta revolución clave en
la historia del siglo XX. El primero es La revolución alemana de 1918-1919, de
Sebastián Haffner (Inédita Editores), el segundo es Rosa Luxemburgo y Leo
Jogiches, de Maria Seidemann (Munich Ed), de lectura recomendada para comprender
todos los desastres provocados por su frustración.
Pepe Gutiérrez-Álvarez
Kaos en la Red
El estallido de la Primera Guerra Mundial fue una tragedia para los
trabajadores. En Alemania, en agosto de 1914, el desencadenamiento del
nacionalismo y del chovinismo no excluye a la socialdemocracia. El "socialchovinismo"
rechazado por los internacionalistas tenía en realidad raíces bastante profundas
en este partido. Su líder y principal fundador, August Bebel, autor de un
magnífico libro sobre La Mujer, había mostrado el peso de la influencia
"patriotera" cuando, ya en 1912 se había declarado dispuesto a tomar el fusil
"para defender nuestro pueblo contra el despotismo: ruso...". No
se trata de un fenómeno aislado. Mientras que en las publicaciones del partido y
en particular desde la Neue Zeit, el célebre órgano teórico dirigido por Karl
Kautsky, se preconiza constantemente el internacionalismo, eso sí un poco
abstracto, pero eso era muy habitual en todo el movimiento obrero. La "idea de
la nación" se abre también camino en el interior del movimiento. Algunos
intelectuales, agrupados en torno a la revista Sozialistische Monatshefte, obran
activamente en este sentido. Sus principales representantes, Cohen-Reuss y
Joseph Bloch, admiten con cierta reserva incluso la política colonial del
Gobierno y critican únicamente algunos de sus "excesos", pero en sus denuncias
apuntaban más contra los británicos.
Los trabajadores se encontraban particularmente influida por la actitud general
del partido y de las organizaciones sindicales. El radicalismo totalmente formal
que sigue siendo la línea oficial del movimiento y que impide que los grandes
problemas de la época -la guerra, el imperialismo, el papel internacional de
Alemania- puedan ser cuestionados seriamente (salvo por algunos muy raros
intelectuales) permitirá que este vasto movimiento se encuentre absolutamente
desarmado ante el gran cataclismo que va a trastornar a la sociedad. Los
numerosos cuadros permanentes, sobre los cuales descansaba el movimiento y que
son muy fieles a la organización, se hacen una idea bastante simple del mundo
que les rodea: no piensan, en realidad, que la socialdemocracia, ante la
hostilidad cotidinianamente reafirmada del feudalismo y de la burguesía, pueda
llegar jamás a tomar las responsabilidades de gobernar.
De hecho, casi toda la literatura socialista de la época testimonia un profundo
fatalismo. Los dirigentes del partido permanecen adheridos al radicalismo
verbal, pero también muestran una gran comprensión frente al "reformismo"
cotidiano. Ellos serán los principales artesanos del repliegue del movimiento
sobre sí mismo. De un cierto aislacionismo: destinado a preservar las
organizaciones socialistas y sindicales. Están preocupados por evitar un choque
demasiado brutal con el orden dominante, de algo incontrolado que les exponga a
una verificación de la visión vaga e idealista de la alternativa que creen
representar. Ésta y no otra es su preocupación esencial. Al mismo tiempo, se
conserva cuidadosamente el vocabulario radical, revolucionario. Esto explica la
impresión, para los observadores de la época, de que este gran movimiento,
mantenido firmemente al margen por las autoridades y denunciado como
incurablemente "subversivo", se planteaba como tarea inmediata el derrocamiento
de las estructuras sociales y de la sociedad.
Cierto es que, mucho antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial, el ala
marxista revolucionaria de la socialdemocracia había criticado ya violentamente
la política del verbalismo, había negado que "el período tranquilo" pudiese
prolongarse eternamente. Dicha corriente revolucionaria que se inspira, a veces,
en las enseñanzas de la revolución rusa de 1905 y en los enormes movimientos
huelguísticos de la época, y se expresa en dos libros clásicos de Rosa
Luxemburgo, Reforma o revolución, y Huelga de masas, partidos y sindicatos.
La dificultad radica en que, al querer definir de manera más precisa su proyecto
revolucionario, a una dificultad considerable: la de que la sociedad alemana,
con todo y ser retrógrada en sus estructuras políticas, en su comportamiento
respecto a las fuerzas obreras crecientes, está fuertemente marcada por el
extraordinario crecimiento de las fuerzas productivas, por el fantástico
desarrollo de la industria, que proporciona innegables posibilidades de
promoción a la clase trabajadora.
La pregunta es, ¿cómo, en estas condiciones, elaborar un proyecto socialista que
se adapte a estas estructuras, y cómo no sucumbir a la tentación de un
revolucionarismo puramente verbal? A esta dificultad objetiva se encuentra
constantemente enfrentada el ala izquierda del partido, obligada, a lo largo de
su tentativa, a admitir su impotencia, ya que el movimiento es "reformista" en
sus profundidades, dispuesto a disolver la contrasociedad que él forma ya unirse
al mundo exterior, es decir, a la sociedad tal como es, a condición de que se
pueda arreglarla e introducir el bienestar y la democracia política. El
fracaso del ala izquierda del movimiento se explica por esta contradicción entre
la voluntad revolucionaria de una minoría débilmente anclada en la
socialdemocracia y la realidad reformista.
Aunque derrotado en los debates teóricos, el curso de los acontecimientos
demostrará que, al contrario que la izquierda, el "revisionismo" está situado en
"el sentido de la historia". Su creciente implantación se explica, en lo
esencial, la evolución ulterior del movimiento socialista en Alemania: la
adhesión a la guerra, expresión a la vez del deseo de formar cuerpo con la
nación y de la esperanza -o ilusión de aprovecharse de ello en el plano político
y social, despeja el camino para el reformismo, e inaugura al mismo tiempo la
política de la "paz cívica"; es más, el revisionismo práctico ha acabado
desbordando al propio Eduard Bernstein, profundamente pacifista, debería
desaprobar por razones morales la orientación de los dirigentes del partido como
expresión moderada de ciertos socialistas, poco numerosos al principio, que
adoptaron la misma de oposición pasiva. Ni hubo, como lo creyeron, en especial
Lenin que tenía el referente alemán como intachable hasta 1914, una
ruptura radical con la tradición. Hubo una ruptura en la situación, y una
continuidad en los métodos. La guerra no hizo sino revelar más claramente la
verdadera orientación del movimiento socialista.
Todavía, a principios de la Primera Guerra Mundial, los socialdemócratas
alemanes estaban desorientados. Ciertamente, durante los años que precedieron al
cataclismo, habían levantado su voz para estigmatizar el "lenguaje fuerte" de
Guillermo II y para denunciar a los ilusos que pensaban que se iba una "guerra
fresca y alegre". Al igual que los representantes de otros partidos de la
Internacional Socialista, los socialistas germanos habían prestado toda clase de
juramentos por la paz. En todos sus papeles y discursos afirmaban que se
opondrían a la guerra con todas sus fuerzas. Incluso llegarían hasta
desencadenar una huelga general para impedir la "matanza general". En Basilea,
en 1912, con ocasión de una conferencia internacional de los partidos
socialistas, habían unido sus voces a las de sus camaradas extranjeros en este
sentido, y nadie lo dudó. Pero la historia no fue así. A la hora de la verdad de
agosto de 1914, cuando los acontecimientos se precipitaron de forma trágica y
sorprendente, se puso en evidencia que no existía identidad entre el concepto
teórico y la realidad profunda del movimiento. Su mayoría mostró su tendencia
irresistible hacia la integración.
El viejo internacionalismo verbal que predicaba el entendimiento entre los
pueblos, la paz entre los países, el que denunció las tendencias militaristas y
los preparativos de una guerra de anexión, busca su acomodo entre el torrente
monárquico-patriotero. Salvo la minoría internacionalista, la sociedad de los
trabajadores socialistas no se había preparado por contrarrestar la oleada
bárbara que se desencadenó sobre el país. No supo como oponerse a esta corriente
nacional que acabó sumergiendo a todas las clases, a darla la primacía a los
"héroes", y causar el éxtasis de la intelligentzia, como sería el caso
distinguido del sociólogo Max Weber que habló "de esta maravillosa guerra", y
del mismísimo Thomas Mann que proclamó que ya no admitiría más que los "valores
alemanes". Luego, no todos se arrepintieron como el autor de Los Bundebroock.
Los socialdemócratas y los sindicalistas establecidos, así como la mayoría de
las asociaciones obreras, con algunas excepciones, se sintieron
identificados con el discurso de su portavoz que declaró en los primeros días en
los que se lamenta que las negociaciones no hayan resultado, para situar la
responsabilidad en el enemigo, y acabar hablando de un pueblo que dará su sangre
en la lucha por la libertad. Es más, cuando tienen lugar la proclamación en
favor de la Unión Sagrada, les llega un sentimiento que antes no tuvo
ocasión de manifestarse tan claramente: "Por fin el régimen se decide a
reconocer a nuestro movimiento como a un interlocutor válido», exclama un
diputado socialista.
El canciller Bethmann-Hollweg se declaró feliz por la "evolución de la
socialdemocracia", y no dejó de traslucir su satisfacción. Explicó que
contrariamente a lo que se ha dicho, la socialdemocracia no había establecido
ningún "pacto", secreto o no, con el Gobierno. No ofreció su apoyo al esfuerzo
de guerra para obtener a cambio la promesa de la creación de "una Alemania más
social y más democrática". Pura y simplemente, la mayoría del movimiento obrero
alemán, anteriormente rechazado por la jerarquizada sociedad bismarckiana,
considerado como un cuerpo extraño por un régimen dominado socialmente por los
industriales, por los Junker y las antiguas castas aristocráticas, se aferró
ávidamente a la "oportunidad" que les daba la Historia, de escapar a la
marginación política y de formar parte de la patria.
Este fue el espíritu con que Ebert, Scheidedemann y Legien, jefes del partido
socialista y de los sindicatos, actuaron en 1914, y lo seguirían haciendo
después. Habían cruzado el Rubicón en un camino opuesto al del socialismo y la
libertad, y se sintieron respaldados por la gran mayoría de la clase obrera y de
sus adheridos. De todos los diputados del Reichstag, solamente los jóvenes Karl
Liebknecht y Otto Rühle, votaron en contra de los créditos de guerra. La calle
estaba literalmente ocupada por la corriente nacional-imperialista. Los
internacionalistas fueron apartados como "lunático", como un "cuerpo extraño".
Esta minoría persistió, sin conservar otros apoyos que los del ala radical del
movimiento, enraizada esencialmente en Berlín, en Bremen, en varias ciudades de
Sajonia, y sobre todo en Leipzig. Se había impuesto la "comunidad nacional",
cuyo elogio hicieron todos los representantes del Gobierno imperial, los
portavoces de todos los partidos, incluyendo ahora el socialdemócrata. Semejante
unanimidad llevó al emperador Guillermo II a proclamar: "No conozco a los
partidos, conozco sólo alemanes".
Obviamente, para Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg, esta actitud de los
dirigentes socialistas no podía dejar de aparecer como la expresión de una
traición respecto a los ideales del socialismo, respecto a la doctrina enseñada
a lo largo de todos los años que habían precedido a la guerra. Pero la
gran masa de la clase obrera hizo indiscutiblemente causa común con sus
dirigentes, otra cosa es que esto no les justifica de ninguna manera. Para los
trabajadores menos conscientes, rechazar el orden existente es una cosa, pero
tener que hacer además con los líderes que hasta el momento habían estado con
ellos, resulta doblemente arduo. Está claro que el concepto de "traidores"
resulta insuficiente, no contribuye a la explicación del porqué ya que el "socialchovinismo"
se situaba en todos los niveles, incluyendo a los socialistas de los demás
países. En realidad, la actitud patriótica de la población obrera, reflejo de su
deseo profundo de ser «admitida" en el seno de la nación y de ser librada de su
aislamiento moral, tan difícil de soportar, fue, al comienzo de la "Gran
Guerra", la expresión más profunda de la mentalidad dominante en un movimiento
más atraído por los cambios parciales que por una nueva sociedad.
Pero ahora venía otra pregunta, si se trataba de mejores parciales, ¿en qué la
guerra y la Unión Sagrada iban a permitir dichas mejoras, las reformas sociales
y políticas que hasta la derecha repetía?. Salvo los más lúcidos, todo indica
que para la mayoría de los líderes socialistas y burócratas sindicales, dichas
reformas tendrían que llegar. La guerra, que ellos no habían querido, pero que
había aceptado hasta el extremo de convertirse muchos de ellos en voluntarios
entusiastas, tenía que ser para mejorar la situación social, aunque no se
planteaban el precio. Seguían pensando que todo llegaría gradualmente, ni
imaginaban todo lo que estaba por llegar.
La guerra y sus desastres trajeron la revolución. Esta tuvo lugar la semana del
4 al 10 de noviembre de 1918. El estallido revolucionario alemán, protagonizado
por miles de trabajadores y soldados, supuso de entrada el derrocamiento
coyuntural de la antigua autoridad y su sustitución. Alemania pasó de una
dictadura militar a una república de consejos de trabajadores y soldados, como
elementos -todavía embrionarios, sin un proyecto común como habían sido los
soviets en Rusia- de un nuevo orden. Esa revolución, según Haffner, no fue en
primera instancia ni socialista, ni comunista, aunque ambos partidos estaban en
todas partes. Fue inicialmente republicana y pacifista y, sobre todo,
antimilitarista, los soldados rusos y alemanes confraternizaron en muchos
frentes. Alemania estaba perdiendo la guerra y las ilusiones del verano de 1914
habían dejado paso a un profundo pesimismo. Los nuevos órganos de gobierno y
dirección no eran ni espartakistas ni bolcheviques, no lo podían ser, el partido
de la revolución estaba muy por debajo de las circunstancias. El papel central
lo jugaron los que inicialmente e4staban en mejores condiciones para hacerlo:
los socialdemócratas. Los mismos que habían apoyado el esfuerzo de guerra.
Medio año después, la revolución, cuyo objeto principal había sido terminar con
la guerra y derrocar al poder militar ya la monarquía (lo que significaba, de
paso, el arrumbamiento de las clases dirigentes), se había quedado a mitad de
camino, sus líderes más reconocidos, Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht y Leo
Jogiches, habían sido asesinados por tropas comandadas por el "socialista"
gustav Noske. No lo hicieron en nombre del pasado, hablaban de una revolución,
otra revolución, la intermedia, la que traería la paz y la concordia. Lo que sí
trajo fue una "ola de derechas" llevaría a ese país primero a la República de
Weimar, y un poco más adelante al III Reich.
El historiador alemán Sebastián Haffner -cuya obra Historia de un alemán fue un
éxito impresionante de ventas en su país- explica en su historia de la
revolución que ésta, más que vencida, la revolución fue traicionada, no
fue otra cosa lo que clamaron espartakistas y anarquistas en su momento. A la
pregunta de ¿por quién?, La respuesta es elemental: por los dirigentes del
Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), a cuyo frente estaba Friedrich Ebert y el
sanguinario Noske que, según el autor, hubiera estado mejor alistado en las
filas del nacionalsocialismo que en las de la socialdemocracia. Los mismos que
se habían apuntado a la "integración" cuando las calles estaban llenas de
patriotas, lo volvieron a hacer cuando las calles estaban llenas de trabajadores
en armas. Pero su lenguaje era ahora diferente, ahora la "integración" pasaba
por la promesa de una "república socialmente avanzada", un recurso que el
estalinismo emplearía años más tarde para contrarrestar la revolución española.
La historia es conocida por los que nos hemos formado en las lecturas de la
historia social, pero seguro que ya no lo es tanto. El "socialista" Ebert dijo
que odiaba a la revolución "como al pecado", refiriéndose a la revolución
socialista, la misma que teóricamente defendían los programas y los estatutos de
su partido, y de la que se hablaba en los mítines en los "barrios rojos".
Pero esa revolución era todavía precipitada, significaba romper con las normas
sociales liberales, y con la intención de encauzarla hacia la nada, los
dirigentes de la socialdemocracia prometieron hasta el último minuto fue para
ellos un asunto que había que dejar "para mañana o pasado mañana". De momento
había que consolidar la democracia, por lo que la revolución nunca estaba en el
orden del día. Cuando los obreros preguntaban, respondían que la revolución
"llegaría" en algún momento; no era algo que se improvisaba. Había una primera
etapa de consolidación democrática, la revolución llegaría en la etapa
siguiente.
Cuando llegó no la reconocieron. Esta no es. Ante la incomodidad de la dirección
del SPD, Ebert tomo partido de forma visible por el bando de la restauración del
orden, aunque este orden significara el asesinato de Rosa, Karl y Leo, unos
"excesos inevitables" según los actuales historiadores instalados, nos lo
explicaba el amigo Rainer Torsstorff en las jornadas de la fundación Andreu Nin
sobre los hechos de mayo, tan familiares. Ebert y sus amigos querían salvar
exactamente lo que la revolución pretendía destruir: el antiguo Estado y la
antigua sociedad, y se pudieron al frente de la vía "intermedia" con el apoyo de
los Junkers y de la vieja sociedad que había perdido la iniciativa, y que no
tardaría en recuperarla. En dicha recuperación no se detuvieron hasta que
auspiciaron el ascenso del nazismo. En ese tramo trágico la socialdemocracia
jugó la carta "constructiva" y "legal" hasta el final, hasta el extremo de votar
a favor de los plenos poderes que Hinderburg decidió otorgar a Hitler. Este
encabezaba un partido minoritario, nada comparable a lo que podía haber sido una
coalición socialista-comunista, pero estos últimos -siguiendo los criterios de
Stalin- habían optado con hacer antes la guerra a la socialdemocracia. Lo demás
ya se sabe, o se debería saber.
Con su libro, Haffner ha tratado de combatir tres leyendas sobre un
acontecimiento histórico que se ha tergiversado. En primer lugar hubo una
auténtica revolución la hubo y, como hemos descrito, la sofocaron Ebert y la
dirección socialdemócrata. La segunda leyenda señala que lo ocurrido en
1918 no fue la revolución proclamada en los cincuenta años anteriores por la
socialdemocracia, sino una revolución bolchevique, una leyenda fraguada por la
historiografía socialdemócrata y retomada oportunistamente por el comunismo
oficial para atribuirse una gloria que no les correspondía; mediaba un abismo
entre los comunistas de principios de los años veinte con el que llevará a cabo
la política del socialfascismo. Los primeros tenían el habito de los debates y
la confrontación de las tendencias, los otros se habían alineado con el
"marismo-leninismo" codificado por los "profesores rojos" al servicio de Stalin.
Las mejores páginas del libro de Haffner son las destinadas a analizar el papel
secundario de mitos como Karl Liebknecht, Rosa Luxemburgo y Leo Jogiches, sobre
los que el libro de Maria Seideman ofrece un retrato fehaciente y emocionante.
En ellas describen la ignominia de su asesinato, y sus dificultades para
encabezar el proceso revolucionario. El partido de las tres L (Luxemburgo,
Liebknecht, Lenin), contaba con los mayores símbolos de una revolución que les
había cogido sin tiempo para estar a la altura de las circunstancias. Este
atraso es un factor inexcusable para situarse en los debates sobre el
"leninismo" y el "luxemburguismo", debate que normalmente se desplaza hacia las
normas organizativas, así lo hace por ejemplo el Daniel Guerin luxemburguista.
La tercera leyenda según Haffner fue que la revolución tuvo la culpa de que
Alemania perdiese la guerra y que apuñaló por la espalda al victorioso Ejército
que luchaba en el frente; nada más incierto. La guerra ya estaba perdida cuando
estalló la primera revuelta en Kiel, esta leyenda sin embargo fue uno de los
grandes argumentos del nazismo La gran paradoja fue que los socialpatriotas, que
todavía gozaban del apoyo de la mayoría de la clase obrera organizada, tuvieron
que administrar con lealtad "a las instituciones" la derrota de un ejército en
el que los soldados ya no creían en sus oficiales. Cuando en 1920 se firma el
Tratado de Versalles y la "ola de derechas" se ha instalado en la sociedad
alemana, los socialdemócratas acabarían siendo acusados de traición por la
burguesía contrarrevolucionaria a la que habían salvado de la revolución.
Recuerdo que hace años, Salvador Giner declaraba que sí había una corriente
política "inocente" de los grandes crímenes del siglo XX, esa era la
socialdemocracia. Obviamente, se olvidaba de la "Gran Guerra" y del
socialimperialismo, de cuando empezó todo. Fueron los principales
responsables del aislamiento de la revolución rusa, o sea del primer factor
generador del estalinismo, y encauzaron hacia la derrota unos procesos
revolucionarios -el de los consejos obreros en Alemania, Hungría e Italia-, que
no acabaron en sistemas democráticos consolidados sino que, por el contrario,
abrieron el camino al nazi-fascismo. Y en prueba de lo dicho, están estos dos
libros a los que el lector puede añadir una amplia bibliografía,
desgraciadamente no siempre asequible, pero a la que me referido en algunos
artículos aparecidos en Kaos, por ejemplo, en las semblanzas biográficas de
Clara Zetkin y Rosa Luxemburgo, y en otro sobre las posiciones de Trotsky ante
el ascenso del nazismo.