La Izquierda debate
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El surgimiento de nuevos movimientos sociales de izquierda se relaciona íntimamente con el fracaso de los capitalismos democráticos en la región
La renovada presencia de la izquierda en la vida política latinoamericana
Atilio Boron
El objetivo de este trabajo es examinar algunos aspectos de la renovada
presencia de la izquierda en la vida política latinoamericana, presencia que se
observa no tanto en los escenarios tradicionales –el sistema de partidos, la
representación parlamentaria, entre otros– como en el surgimiento de una serie
de gobiernos que, vagamente, es cierto, se identifican como de "centroizquierda"
o "progresistas" y, de modo muy especial, en la tumultuosa aparición de nuevos
movimientos sociales que, en algunos países, adquirieron una enorme gravitación.
Ésta se expresó de formas variadas, desde la "conquista de calles y plazas" para
resistir a las políticas del neoliberalismo, hasta la irrupción de masivas
insurgencias que ocasionaron, en los últimos años, el derrumbe de sucesivos
gobiernos en Perú, Ecuador, Argentina y Bolivia.
Paradojal crisis del neoliberalismo
El punto de partida de nuestra reflexión es el fracaso del neoliberalismo. En
efecto, luego de una prolongada hegemonía, las ideas y las políticas
neoliberales se encuentran hoy a la defensiva, jaqueadas, tanto por fuerzas
internas crecientemente movilizadas como por una expansiva coalición de actores
globales que pasaron de la tenaz resistencia a su proyecto a desplegar una
ofensiva que se siente, si bien con desigual intensidad, en los cuatro rincones
del planeta.
Movimientos, protestas sociales y nuevas fuerzas políticas...
Grandes movimientos sociales han florecido en el último decenio del siglo pasado
a partir de las pioneras revueltas de los zapatistas en 1994, la aparición de
los piqueteros argentinos, las grandes huelgas ciudadanas y de trabajadores en
Francia y Corea del Sur poco después y, hacia finales de siglo, la maduración y
consolidación internacional de estas protestas en Seattle y en Porto Alegre.
Consecuentemente, nuevas fuerzas políticas han pasado a controlar los gobiernos
(en países como Venezuela y Brasil, por ejemplo) o se aprestan a hacerlo (como
en Uruguay); distintos gobiernos se plantean la necesidad de abandonar las
políticas que, en el pasado, causaran los estragos por todos conocidos, como lo
demuestra, entre otros, el caso argentino. No obstante, es preciso aclarar que,
en la generalidad de los casos, los cambios más importantes se produjeron en el
terreno más blando del discurso y la retórica y no en el más duro y áspero de
las políticas económicas. Aun con estas limitaciones, ese cambio es muy
significativo y sería erróneo subestimar sus alcances.
En un trabajo reciente, pasábamos revista a algunas de las transformaciones más
importantes ocurridas en los países latinoamericanos, todas las cuales
repercutieron fuertemente en la aparición de nuevas formas de protesta social y
organización política antagónicas al proyecto neoliberal (Borón, 2003-b: 7-16).
En él, se subraya la extraordinaria complejidad y la naturaleza contradictoria
que ha adquirido el lento, pero progresivo, agotamiento del neoliberalismo en
estas tierras. Es indudable que su declinante curso a partir de mediados de los
noventa revirtió la arrolladora influencia que había adquirido desde los setenta
de la mano de las dos más sangrientas dictaduras que se recuerden en Chile y
Argentina.
Argentina
Si es incorrecto sostener que hoy el neoliberalismo se encuentra ya en retirada,
no lo es menos afirmar que su ascendiente sobre la sociedad, la cultura, la
política y la economía latinoamericana se ha mantenido incólume con el
transcurso de los años. En este sentido, el espectacular derrumbe del
experimento neoliberal en Argentina, el "país modelo" del FMI y el BM por largos
años, ha cumplido un papel pedagógico de extraordinarias proporciones.
México
Resultados no más alentadores produjo la aplicación de las políticas del
Consenso de Washington en México: después de 21 años ininterrumpidos de
hegemonía absoluta de dicha orientación, el ingreso per cápita de los mexicanos
aumentó en todo ese periodo tan sólo el 0.3 por ciento y esto gracias a que en
ese mismo lapso (1982-2003) abandonaron el país algo más de 10 millones de
personas. A pesar de sus promesas, el neoliberalismo –reforzado por el ingreso
al Tratado de Libre Comercio en 1994– no generó crecimiento económico, al paso
que empeoraba radicalmente la distribución del ingreso, ahondando la injusticia
social prevaleciente en México (Guadarrama H., 2004: 10).
Chile
Si a esto sumamos las graves dudas que plantean la extrema vulnerabilidad
externa del crecimiento económico de Chile y su crónica ineptitud para revertir
la escandalosa regresividad de la distribución del ingreso, llegamos a la
conclusión de que los tres países modelo otrora ensalzados por la literatura
convencional se encuentran en serios problemas.
Debilitamiento del neoliberalismo en los ámbitos de la cultura, la conciencia
pública y la política y su persistencia en el terreno de la economía y en las
decisiones de ministros y políticos. Las crisis enseñan y vastos contingentes de
nuestras sociedades han aprendido gracias a ellas qué es lo que puede esperarse
de las políticas neoliberales. Lo que se comprueba en el momento actual es,
pues, algo bastante peculiar: una llamativa disyunción entre el inocultable
debilitamiento del impulso neoliberal en los ámbitos de la cultura, la
conciencia pública y la política y, al mismo tiempo, su arraigada persistencia
en el crucial terreno de la economía y el policy making (es decir, en las
cabezas y en las decisiones de funcionarios, ministros de hacienda y economía,
presidentes de bancos centrales, dirigencia política, etcétera).
Las políticas económicas del neoliberalismo siguen su curso y a veces hasta lo
profundizan, como lamentablemente lo demuestra el Brasil de Lula; pero a
diferencia de lo ocurrido en los ochenta y comienzos de los noventa, ya no
cuentan con el apoyo –manipulado, es cierto, pero apoyo al fin– que antaño
garantizaba una sociedad civil que pugnaba por dejar atrás el horror de las
dictaduras y aceptaba, casi siempre a regañadientes, la receta que impulsaban
los amos imperiales y sus representantes locales.
Las amenazas
La amenaza del desborde hiperinflacionario y el chantaje de los organismos
financieros internacionales –agitando el espantapájaros del "riesgo país", la
fuga de capitales, la especulación contra las monedas locales, etcétera–
cumplieron un notable papel en el "disciplinamiento" de pueblos y gobiernos
díscolos y en la resignada aceptación de la amarga medicina neoliberal.
En todo caso, este desfasaje entre los componentes económicos e
ideológico-políticos de la hegemonía está lejos de ser inédito en la historia
latinoamericana, como lo demuestra la prolongada crisis de la hegemonía
oligárquica en nuestra región. Tal como lo demostró Agustín Cueva en un texto ya
clásico de la ciencia social latinoamericana, el irreversible deterioro de los
fundamentos materiales de la hegemonía oligárquica no ocasionó su instantáneo
derrumbe, sino que transitó por una diversidad de caminos que mediatizaron y en
algunos casos postergaron por decenios su ocaso definitivo, exactamente hasta la
irrupción de los regímenes populistas (Cueva, 1976).
Si bien no se pueden extraer conclusiones lineales de la experiencia histórica,
podría plantearse una hipótesis -desalentadoramente pesimista, por cierto- que
pronosticara que la indudable bancarrota de las condiciones económicas, sociales
y políticas que hicieron posible el auge del neoliberalismo no necesaria ni
inmediatamente irá a producir su desaparición de la escena pública. Los
componentes ideológicos y políticos amalgamados en su proyecto económico pueden
garantizarle una inesperada sobrevida, aun en medio de condiciones sumamente
desfavorables.
Gramsci
Parafraseando a Gramsci, podría decirse que la lenta agonía del neoliberalismo
es una de esas situaciones en las cuales lo viejo no termina de morir y lo nuevo
no acaba de nacer y, como lo recordaba el gran teórico italiano, en tales
coyunturas suele aparecer toda clase de fenómenos aberrantes. Ejemplos de tales
aberraciones sobran entre nosotros: el clamoroso incumplimiento del contrato
electoral perpetrado por gobiernos que llegan al poder para romper de inmediato
con sus promesas de campaña; la descarada traición a los principios por parte de
ciertos partidos y organizaciones de "izquierda"; la dilatada supervivencia de
personajes nefastos como Pinochet, Menem, Fujimori, el ahora difunto Banzer; o
la escandalosa situación social de Argentina, Brasil y Uruguay son algunos de
los ejemplos más notorios al respecto.
Raíces de la resistencia al neoliberalismo
¿Cuándo aparecen y bajo qué formas lo hacen estas nuevas fuerzas políticas y
sociales contestatarias? Las razones de la irrupción de nuevos sujetos políticos
son múltiples y complejas, pero existen algunas que se reiteran en todos los
casos.
En primer lugar, por el fracaso económico ya anotado que acentuó las
contradicciones desencadenadas por la reestructuración económica y social
precipitada por la crisis y agudizada después por las políticas de "ajuste y
estabilización" implantadas como respuesta a la misma. Esto tuvo consecuencias
significativas en lo relativo a la constitución de nuevos sujetos políticos,
debido a que potenció la gravitación de otras fuerzas sociales y políticas ya
existentes, pero que, hasta ese momento, carecían de una proyección nacional al
no estar suficientemente movilizadas y organizadas. En una enumeración que no
pretende ser exhaustiva, señalaríamos a los campesinos en Brasil y México o a
los indígenas en Ecuador, Bolivia y partes de México y Mesoamérica. Otra
consecuencia es que atrajo a las filas de la contestación al neoliberalismo a
grupos y sectores sociales intermedios, las llamadas a causa de sus impactos
pauperizadores y excluyentes o, como en el caso argentino, por la expropiación,
practicada por los grandes bancos y avalada por el gobierno, de sus ahorros. Los
"caceroleros" argentinos son un ejemplo muy concreto, como también lo son los
médicos y trabajadores de la salud en El Salvador, los grupos movilizados por la
"Guerra del Agua" en Cochabamba o la resistencia a las políticas privatizadoras
del gobierno peruano en Arequipa.
En segundo término, es preciso decir que el surgimiento de estas nuevas
expresiones de la política de izquierda se relaciona íntimamente con el fracaso
de los capitalismos democráticos en la región. Baste con señalar que la
frustración generada por el desempeño de los regímenes llamados democráticos en
esta parte del mundo ha sido intensa, profunda y prolongada (Boron, 2000:
149-184). De la mano de estas peculiares "democracias", que florecieron en la
región a partir de los ochenta, las condiciones sociales empeoraron
dramáticamente.
"Capitalismo democrático"
Mientras que en otras latitudes el capitalismo democrático aparecía como
promotor del bienestar material y cautelosamente tolerante ante las
reivindicaciones igualitaristas que proponía el movimiento popular –e insistamos
en eso de que aparecía porque, en realidad, tales resultados son consecuencia de
las luchas sociales de las clases subalternas en contra de los capitalistas–, en
América Latina la democracia trajo bajo el brazo políticas de ajuste y
estabilización, precarización laboral, altas tasas de desocupación, aumento
vertiginoso de la pobreza, vulnerabilidad externa, endeudamiento desenfrenado y
extranjerización de nuestras economías.
Democracias vacías de todo contenido, reducidas –como recordaba Fernando
Henrique Cardoso antes de ser presidente del Brasil– a una mueca sin gusto ni
rabia incapaz "de eliminar el olor de farsa de la política democrática", causado
por la inoperancia de ese régimen político para introducir reformas de fondo en
el sistema productivo y "en las formas de distribución y apropiación de las
riquezas" (Cardoso, 1982; 1985). Tal como lo planteamos en Tras el Búho de
Minerva, nuestra región apenas si ha conocido el grado más bajo en la escala de
desarrollo democrático posible dentro de los estrechos márgenes de maniobra que
permite la estructura de la sociedad capitalista.
Hubo democracias meramente electorales, es decir, regímenes políticos
sustantivamente oligárquicos, controlados por el gran capital con total
independencia de los partidos gobernantes que asumen las tareas de gestión en
nombre de aquél, pero en donde el pueblo es convocado cada cuatro o cinco años a
elegir quién o quiénes serán los encargados de sojuzgarlo. Con democracias de
este tipo no es casual que, al cabo de reiteradas frustraciones, se produzca el
renacimiento de fuerzas sociales de izquierda.
En tercer lugar, habría que decir que este proceso ha sido también alimentado
por la crisis que se ha abatido sobre los formatos tradicionales de
representación política. Pocas dudas caben de que la nueva morfología de la
protesta social en nuestra región es un síntoma de la decadencia de los grandes
partidos populistas y de izquierda y de los modelos tradicionales de
organización sindical. Esta decadencia, sin duda, se explica por las
transformaciones ocurridas en la "base social" típica de esos formatos
organizativos debido a la declinante gravitación cuantitativa del proletariado
industrial en el conjunto de las clases subalternas y a la aparición de un
voluminoso "subproletariado" –denominado pobretariado por Frei Betto– que
incluye a un vasto conjunto de desocupados permanentes, trabajadores
ocasionales, precarizados e informales, cuentapropistas de subsistencia (los
futuros "empresarios schumpeterianos", en la delirante visión de Hernando de
Soto) y toda una vasta masa marginal a la que el capitalismo ha declarado como
"redundante" e "inexplotable" y que, por lo tanto, en una sociedad basada en la
relación salarial no tiene derecho a vivir; de ahí que el neoliberalismo
practique una silenciosa, pero efectiva, eutanasia de los pobres.
La decadencia de los formatos tradicionales de organización se relaciona, como
si lo anterior fuera poco, con la explosión de múltiples identidades (étnicas,
lingüísticas, de género, de opción sexual, etcétera) que redefinen hacia la baja
la relevancia de las tradicionales variables clasistas. Si a esta enumeración
añadimos la inadecuación de los partidos políticos y los sindicatos para
descifrar correctamente las claves de nuestro tiempo, la esclerosis de sus
estructuras y prácticas organizativas y el anacronismo de sus discursos y
estrategias comunicacionales, se comprenderán muy fácilmente, por un lado, las
razones por las cuales éstos entraron en crisis y, por el otro, las que explican
la emergencia de nuevas formas de lucha y movimientos de protesta social.
Unas y otros son también síntomas elocuentes de la progresiva irrelevancia de
las llamadas instituciones representativas para canalizar las aspiraciones
ciudadanas, lo que a su vez explica, al menos en parte, el visceral –¡y
suicida!– rechazo de las fuerzas sociales emergentes a enfrentar seriamente la
problemática de la organización que tantos debates originó a comienzos del siglo
XX en el movimiento obrero y el creciente atractivo que sobre dichos sujetos
ejerce la "acción directa".
Un cuarto y último factor, en una lista que no intenta ser exhaustiva, es la
globalización de las luchas contra el neoliberalismo. Estas luchas comenzaron y
se difundieron rápidamente por todo el orbe a partir de iniciativas que no
surgieron ni de partidos ni de sindicatos ni, menos todavía, se generaron en la
"escena política oficial". En el caso latinoamericano, el zapatismo cumplió el
papel estelar al emerger de la Selva Lacandona el 1 de enero de 1994 y declarar
la guerra al neoliberalismo. La incansable labor del MST, en Brasil, otra
organización no tradicional, amplificó considerablemente el impacto de los
zapatistas.
Luego, en una verdadera avalancha, se sucedieron grandes movilizaciones de
campesinos e indígenas en Bolivia, Ecuador, Perú y en algunas regiones de
Colombia y Chile. Las luchas de los piqueteros argentinos, lanzadas como
respuesta a las privatizaciones del menemismo, son de la misma época y se
inscriben en la misma tendencia general. Los acontecimientos de Seattle y otros
similares escenificados en Washington, Nueva York, París, Génova, Gotemburgo y
otras grandes ciudades del mundo desarrollado dieron a la protesta en contra del
Consenso de Washington una impronta universal, ratificada año tras año por los
impresionantes progresos experimentados por la convocatoria del Foro Social
Mundial de Porto Alegre. Se produjo, así, una especie de "efecto dominó" que,
sin lugar a dudas y contrariando una teorización muy difundida en nuestro
tiempo, la de Hardt y Negri en Imperio, reveló la comunicación existente entre
las luchas sociales y procesos políticos puestos en juego en los más apartados
rincones del planeta.
Brasil y la maldición del posibilismo conservador
Llegados a este punto, cabe preguntarse: ¿hay espacio para ensayar políticas
posneoliberales? La respuesta tiene que ser matizada. En algunos casos es
positiva; en otros también, pero con algunas reservas.
Veamos el caso de Brasil. Los defensores del rumbo actual seguido por ese país
dicen que Brasil necesita atraer la confianza de los inversionistas
internacionales y que esto se logra con una muy estricta disciplina fiscal y un
total apego a la ortodoxia.
Digamos, sin rodeo alguno, que esta argumentación es insostenible y que, si hay
un país que tiene todas las condiciones para ensayar exitosamente una política
posneoliberal en el mundo, ese país es Brasil. Si Brasil no puede, ¿quién
podría? ¿El Ecuador de Lucio Gutiérrez? ¿Un eventual gobierno del Frente Amplio
en el Uruguay? ¿Un posible gobierno de Evo Morales en Bolivia? Argentina, tal
vez, pero sólo si hubiera condiciones internacionales muy favorables. Brasil, en
cambio, por sus inmensos recursos de todo tipo, si quiere, puede.
El corolario del "posibilismo conservador", hijo dilecto del pensamiento único,
es que nada se puede cambiar, ni siquiera en un país de las excepcionales
condiciones de Brasil. Ensayar lo que está fuera del horizonte de lo posible y
abandonar el consenso económico dominante, aseguran algunos encumbrados
funcionarios, expondría a Brasil a terribles penalizaciones que liquidarían al
gobierno de Lula. Sin embargo, una atenta mirada a la historia económica
reciente de Argentina demostraría que lo que la condujo a la peor crisis de su
historia fue la subordinación de la voluntad política y la gestión del Estado a
los caprichos y la codicia de los mercados.
Tal como lo reconocíamos en un análisis efectuado antes de la asunción de Lula a
la presidencia, la tentación posibilista está siempre al acecho de cualquier
gobierno animado por intenciones reformistas (Borón, 2003-a). Ante la
imposibilidad objetiva y subjetiva de la revolución, rasgo que caracteriza al
momento actual, no sólo de Brasil, sino de toda la región, una mal entendida
cordura impulsa a contemporizar con los adversarios y a buscar en los entresijos
de la realidad alguna pequeña ruta de escape que evite una capitulación tout
court.
El único problema con esa estrategia es que la historia enseña que después es
imposible evitar el tránsito del falso realismo del posibilismo al inmovilismo
y, luego, a una catastrófica derrota. Ésa fue claramente la experiencia
argentina con el gobierno de "centroizquierda" de la Alianza y, más
generalmente, de la socialdemocracia en España, Italia y Francia. En términos
más generales, esa fue también la conclusión teórica de Max Weber al afirmar, en
el párrafo final de su célebre conferencia "La política como vocación", que tal
como "lo prueba la historia... en este mundo no se consigue nunca lo posible si
no se intenta lo imposible una y otra vez" (Weber, 1982).
Las palabras de Weber son más importantes en un continente como el nuestro, en
donde las enseñanzas de la historia demuestran de modo inapelable que hubo que
intentar lo imposible para lograr modestos avances; que se necesitaron
verdaderas revoluciones para instituir algunas reformas en las estructuras
sociales de la región más injusta del planeta; y que sin una utopía política
audaz y movilizadora los impulsos reformistas se extinguen, los gobernantes
capitulan y sus gobiernos terminan asumiendo como su tarea fundamental la
decepcionante administración de las rutinas cotidianas.
Las reformas sociales no cambian la naturaleza de la sociedad
Las esperanzas depositadas en un vigoroso reformismo, posible sin duda alguna,
no significa poner oídos sordos a las sabias advertencias de Rosa Luxemburgo
cuando decía que las reformas sociales, por genuinas y enérgicas que sean, no
cambian la naturaleza de la sociedad preexistente. Lo que ocurre es que, al no
estar la revolución en la agenda inmediata de las grandes masas de América
Latina, la reforma social se convierte en la coyuntura actual en la única
alternativa disponible para hacer política, pero la reforma, también recordaba
nuestra autora, no es una revolución que avanza lentamente o por etapas hasta
que, con la imperceptibilidad del viajero que cruza la línea ecuatorial –para
seguir con la famosa metáfora de Edouard Bernstein–, se llega al socialismo.
Un siglo de reformismo socialdemócrata en Occidente demostró irrefutablemente
que las reformas no son suficientes para "superar" el capitalismo. Produjo
cambios importantes, sin duda alguna, "dentro del sistema", pero fracasó en su
declarada intención de "cambiar el sistema".
El reformismo
En la actual coyuntura nacional e internacional, el reformismo aparece como la
única oportunidad de avanzar, mientras las fuerzas populares trabajan para
modificar las condiciones objetivas y subjetivas necesarias para ensayar
alternativas más prometedoras. El error de muchos reformistas, no obstante, ha
sido el de confundir necesidad con virtud. Aun cuando en el momento actual
–signado por la agresividad sin precedentes del imperialismo, la lenta
recomposición de las fuerzas populares luego de los retrocesos experimentados a
finales del siglo pasado, el acrecentado predominio de los monopolios en la
economía y los medios de comunicación, etcétera– las reformas sean lo único que
pueda hacerse, eso no las convierte en instrumentos adecuados para la
construcción del socialismo, si bien podrían, si se dan bajo una cierta forma,
constituir un aporte para avanzar en esa dirección.
En la presente coyuntura, son lo posible, si bien no lo suficiente, a la hora de
actuar en un mundo barbarizado que requiere transformaciones de fondo y no tan
sólo ajustes marginales. Si, como dicen los zapatistas, "de lo que se trata es
de crear un mundo nuevo", tal empresa excede con mucho los límites cautelosos
del reformismo, pero no se puede permanecer cruzado de brazos hasta que llegue
el "día decisivo" de la revolución.
Debemos recordar, además, que, en nuestros países, los desafíos que las reformas
plantean a los "señores del dinero" dieron lugar a feroces contrarrevoluciones
que ahogaron en un baño de sangre a las tentativas reformistas; de modo que
nadie crea que al hablar de reformas se piensa en un debate cortesano y
caballeresco acerca de los bienes públicos. Quien invoca la reforma en América
Latina conjura en su contra a todos los monstruos del establishment: los
militares y los paramilitares; la policía secreta y la CIA; la embajada
norteamericana y la "prensa libre"; los "combatientes por la libertad" y los
terroristas organizados y financiados por las clases dominantes. En América
Latina, el camino de las reformas está lejos de ser un paseo por un prado
rebosante de flores.
Sucesivos presidentes latinoamericanos optaron por desestimar el camino de las
reformas profundas y gobernar según las reglas del posibilismo, "tranquilizando"
a los mercados y satisfaciendo puntualmente cada uno de sus reclamos. Los
resultados están a la vista en Argentina y Brasil. Es cierto que no hay parangón
alguno entre figuras tan distintas como Lula y De la Rúa. Tampoco hay
paralelismo alguno entre el partido justicialista o la Alianza (esa insípida
mezcla del diletantismo radical y el oportunismo frepasista) y el PT, una de las
construcciones políticas más importantes a nivel mundial.
Como dolorosamente lo comprueba la experiencia brasileña durante el primer año y
medio del gobierno de Lula, ni un liderazgo respetable ni un gran partido de
masas garantizan el rumbo correcto de una experiencia de gobierno. El gobierno
de Lula está avanzando por el camino equivocado, al final del cual no se
encuentra una nueva sociedad más justa y democrática –cuya búsqueda fue lo que
dio nacimiento al PT hace poco más de 20 años–, sino una estructura capitalista
más injusta y menos democrática que la anterior, un país en donde la dictadura
del capital, revestida con un leve ropaje seudodemocrático, será más férrea que
antes, demostrando dolorosamente que George Soros tenía razón cuando aconsejaba
al pueblo brasileño no molestarse en elegir a Lula porque de todos modos
gobernarían los mercados. Sería bueno que Brasil se ahorrara los horrores que el
"posibilismo" y la política de "apaciguamiento de los mercados" produjo en la
Argentina contemporánea.
El difícil tránsito hacia el posneoliberalismo: algunas claves
Un breve repaso de la historia reciente de América Latina sirve para ilustrar
los graves obstáculos con que parecen tropezar los gobiernos animados –al menos
en principio y por su retórica– por su afán de poner fin a la triste historia
del neoliberalismo en la región. Lo cierto es que, a veces de una manera
grotesca y otras trágica, se perpetúa la continuada supremacía del
neoliberalismo en la esfera económica, a pesar de que en las urnas la ciudadanía
le haya dado la espalda de manera rotunda.
No obstante, los gobiernos que llegan al poder sobre los hombros de una
impresionante marejada de votos populares y con un mandato expreso de poner
término al primado del neoliberalismo claudican a la hora de instituir una
agenda posneoliberal. ¿Por qué?
En primer lugar, por el acrecentado poder de los mercados; en realidad, de los
monopolios y grandes empresas que los controlan, frente a las deterioradas
fuerzas gubernamentales luego de decenios de aplicación de las políticas
neoliberales de "achicamiento" del Estado, desmantelamiento de sus agencias y
organismos y privatización de las empresas públicas. Todo esto confiere a los
sectores dominantes una capacidad de chantaje –fuga de capitales, huelga de
inversiones, presiones especulativas, soborno de funcionarios, etcétera– sobre
los gobiernos, si no imposible, por lo menos muy difícil de resistir. Este tema
subraya de manera contundente los efectos políticos de largo plazo del programa
neoliberal.
Al desprestigiar ideológicamente al Estado y al achicarlo y mutilarlo de mil
maneras, logró sentar las bases de un predominio político fundado en una muy
favorable correlación estructural de fuerzas entre el sector privado –eufemismo
con que se designan a los monopolios y la coalición dominante– y el gobierno,
cada vez más privado de recursos, debido, por una parte, al peso creciente de la
deuda externa y las acrecentadas exigencias de lograr superávit fiscales cada
vez más abultados y extravagantes, todo lo cual atenta contra las capacidades
financieras del Estado y la posibilidad de formular políticas alternativas; y,
por la otra, a las consecuencias de las políticas de desregulación, apertura
comercial, liberalización y privatizaciones que despojaron a los Estados de
instrumentos estratégicos y de las agencias específicas idóneas para intervenir
en los mercados y controlar a los monopolios, lo que los deja prácticamente
inermes frente a éstos.
En segundo lugar, es preciso mencionar la visceral desconfianza que los
gobiernos de la llamada "centroizquierda" han manifestado en relación con los
movimientos populares y fuerzas sociales contestatarias. Cautivados por las
sirenas neoliberales, han caído en la estúpida creencia de que los problemas de
los Estados son cuestiones que deben ser tratadas por expertos y con criterios
supuestamente "técnicos" y que la vocinglería de la calle impediría un adecuado
tratamiento de las mismas. La consecuencia de esta actitud, cultivada con esmero
por los representantes políticos e ideológicos, nacionales e internacionales,
del capital financiero y los monopolios, es una especie de harakiri estatal en
donde el Estado, desvinculado de una sólida base social movilizada y organizada,
es presa fácil de los intereses imperiales.
Esta tendencia ha potenciado la regresión antidemocrática que padecen los
Estados de América Latina que, como hemos dicho más arriba, han ido vaciando de
todo contenido al proyecto democrático y debilitado irreparablemente, en el
marco de la actual organización institucional, sus capacidades de intervención
en la vida social.
Uno de los rasgos definitorios de esta crisis es el progresivo desplazamiento
hacia ámbitos supuestamente más "técnicos" –y, por consiguiente, alejados de
todo escrutinio popular y democrático– de un número creciente de temas que hacen
el bienestar colectivo y que lejos de ser debatidos públicamente son tratados
por "expertos" en las sombras y al margen de cualquier tipo de control público.
Pese a su enorme impacto social, estas cuestiones son resueltas por acuerdos
sellados entre los capitalistas y sus representantes estatales. Toda esta
operación fraudulenta se rodea de justificaciones absurdas, tales como que "la
economía es una cuestión técnica que debe manejarse con independencia de
consideraciones políticas". La economía, ciencia de la escasez y, por eso mismo,
ciencia política por excelencia, pretende pasar por un mero saber técnico.
La ideología de la "independencia del Banco Central", aceptada a pie juntillas
por los gobiernos "progresistas", es un ejemplo elocuente de este bárbaro
disparate. Su tan mentada independencia lo es tan sólo en relación con la
soberanía popular, pero no en relación con el capital financiero y el
imperialismo, a los cuales sirve incondicionalmente y sin pausa.
Un tercer factor que juega decisivamente en impedir el tránsito al
posneoliberalismo es la persistencia del imperialismo que, a través de sus
múltiples lazos y mecanismos y organizado a escala planetaria por el gobierno de
Estados Unidos, disciplina a los gobernantes díscolos mediante una variedad de
instrumentos que aseguran la continuada vigencia de las políticas neoliberales.
Por un lado, están las presiones derivadas de la necesidad que tienen gobiernos
fuertemente endeudados de contar con la benevolencia de Washington para
viabilizar sus programas gubernamentales sea por la vía de un "trato
preferencial" que garantice el acceso al mercado norteamericano de sus
productos, la eterna renegociación de su deuda externa o su visto bueno para
facilitar el ingreso de capitales e inversiones de diverso tipo.
Todo esto se plasma en la larguísima lista de "condicionalidades" que los
"perros guardianes" del imperialismo –principalmente el FMI y el BM, pero
también la OMC y el BID– imponen a los gobiernos de la región (Boron, 2004:
135-153). Por otra parte, la coerción ejercida por el imperialismo transita
también por otros senderos que van desde las exigencias políticas directas
planteadas en el contexto de los programas de ayuda militar, erradicación de
cultivos de coca, asistencia técnica y cooperación internacional, hasta el apoyo
incondicional a las actitudes y políticas de Estados Unidos en los diversos
foros internacionales o en las distintas iniciativas, inclusive de tipo militar,
adoptadas por la superpotencia en defensa de sus intereses.
Los desafíos de la hora actual
Las fuerzas de izquierda, en el gobierno y en la oposición, se enfrentan, pues,
a formidables desafíos. Las que se hallan en la segunda condición, como
opositoras a una variedad de gobiernos burgueses, porque deben honrar la
propuesta gramsciana de construir partidos, movimientos y organizaciones
genuinamente democráticos y participativos como una forma de prefigurar la
naturaleza de la ciudad futura que quieren construir.
Como si lo anterior no fuera una tarea enorme, la izquierda opositora debe
también demostrar su capacidad para neutralizar el accionar de los aparatos
ideológicos de la burguesía y hacer llegar su mensaje y su discurso al conjunto
de la población que, por cierto, no tiene sus oídos preparados para escuchar un
mensaje socialista. Antes bien, los prejuicios cultivados e inculcados con
habilidad por los publicistas de la derecha la tornan profundamente refractaria
ante cualquier discurso que hable de socialismo o comunismo.
Ante sus ojos, eso equivale a violencia y muerte y, pese a que la izquierda ha
sido víctima de ambas cosas en la historia reciente de nuestra región, se le
acusa de ser la representante y portadora de esas desgracias. Hay en esta
actitud promovida incesantemente por los ideólogos de la derecha un importante
componente de resignación y pesimismo que no puede ser ignorado y que plantea la
futilidad de cualquier tentativa de superar al capitalismo. La osadía podría ser
seguida por un baño de sangre y nadie quiere esto.
El desafío de la credibilidad de la izquierda es, por lo tanto, considerable. Se
ha progresado bastante en este terreno, pero aún queda mucho por hacer.
En relación con la izquierda "gobernante", los retos son de otro tipo. Tal como
ya ha sido señalado, la victoria de Lula constituye un hito en la historia de la
emancipación popular de nuestros pueblos.
Era fundamental ganar las elecciones brasileñas y acceder al gobierno, pero
mucho más importante era construir el poder político suficiente como para
"gobernar bien", entendiéndose por esto, honrar el mandato popular que exigía
poner fin a la pesadilla neoliberal y avanzar en la construcción de una sociedad
diferente. No obstante, hasta ahora, los resultados han sido decepcionantes y la
demora de Brasilia en poner en marcha un proyecto alternativo comienza a
aparecer como una inexplicable capitulación.
Retos semejantes se plantean al presidente Hugo Chávez, en Venezuela, que debe
transitar por el estrecho desfiladero delimitado, por un lado, por una profunda
revolución en las conciencias y en el imaginario popular –tema que ha sido
subestimado en los análisis tradicionales de la izquierda– y, por el otro, por
esa verdadera espada de Damocles que significan la riqueza petrolera de
Venezuela y, simultáneamente, su condición de abastecedor estratégico del
imperio. Luego de una serie de vacilaciones iniciales la "revolución
bolivariana" está finalmente dando muestras de haber encontrado un rumbo de
salida del neoliberalismo, rumbo que, digámoslo al pasar, está erizado de
acechanzas y amenazas de todo tipo como lo demuestra la historia venezolana de
estos últimos años.
En todo caso, conviene recordar aquí, para concluir, el caso cubano. Si, pese a
los formidables obstáculos que se le han presentado durante casi medio siglo;
Cuba pudo avanzar significativamente en la construcción de una sociedad que
garantiza un acceso universal a un amplio conjunto de bienes y servicios, ¿qué
no podrían hacer países dotados de muchos más recursos de todo tipo (y alejados
de la enfermiza obsesión norteamericana con la isla caribeña) como Argentina,
Brasil y Venezuela?
Si pese a tan desfavorables condiciones –como el bloqueo de 45 años y la
beligerancia permanente de Estados Unidos– ese país logró garantizar para su
población estándares de salud, alimentación, educación y derechos generales (de
la mujer, de los niños, de los discapacitados, etcétera) que ni siquiera se
obtienen en algunos países del capitalismo desarrollado, ¿cuáles serían los
insalvables obstáculos que impiden, en países que disfrutan de circunstancias
muchísimo más promisorias, acceder a logros semejantes?
La respuesta no se halla en determinismos económicos, un conveniente pretexto
las más de las veces, sino en la debilidad de la voluntad política. Sin una
decidida voluntad de cambiar el mundo, éste seguirá siendo lo mismo. Quien
pretenda acometer esa tarea deberá saber dos cosas: primero, que, al hacerlo, se
enfrentará con la tenaz y absoluta oposición de las clases y grupos sociales
dominantes que no dejarán recurso por utilizar, desde la seducción y persuasión
hasta la violencia más atroz, para frustrar cualquier tentativa transformadora;
de ahí nuestra grave preocupación por ciertas formulaciones de los zapatistas,
como "la democracia de todos", que trasuntan un alarmante romanticismo en
relación con la reacción de las clases y grupos desplazados del poder (Borón,
2001).
Segundo, que no hay tregua posible en ese combate: si el gobernante que
presuntamente intenta cambiar al mundo es halagado por la "prensa libre", los "gurús"
de Wall Street y sus papagayos locales y, en general, la opinión "bienpensante"
de nuestros países (que en realidad piensa poco y mal), es porque su accionar ha
caído en la irrelevancia o, hipótesis perversa, porque se ha pasado al bando de
sus enemigos. Las clases dominantes del imperio y sus aliados jamás se
resignarán a perder sus prerrogativas, sus privilegios y su poder. Si no atacan,
no es porque se han convencido de la superioridad ética, económica y política
del socialismo, sino porque se han dado cuenta de que su eventual oponente ha
depuesto las armas y ya no les hace daño.
El autor es sociólogo, director del Observatorio Social de América Latina y
presidente del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (FLACSO).