La Izquierda debate
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Contribución a la crítica política
europea (y mundial)
Pablo García
Rebelión
Si la actualmente muy rescatada negación por parte de los nuevos partidos de
izquierda a la continuidad del Socialismo Real en el antiguo bloque del Este
suscita hoy felicitaciones y alabanzas de todo género entre los reconvertidos
líderes de estas formaciones, la oposición (o la pasividad ante) la
perdurabilidad de dicho sistema a finales de los ochenta y principios de los
noventa derivó, como ahora podemos comprobar, en el OCASO MISMO del pensamiento
marxista para la casi totalidad de los PARTIDOS de izquierda que ejercen la
política en los estados democráticos capitalistas.
No obstante, suponer que la aceptación de estos regímenes autoritarios como
buque insignia en el avance hacia el socialismo democrático constituiría la vía
correcta resultaba, y con más razón aún tras la culminación del XX Congreso del
PCUS, una burda estafa que con el tiempo iba a anticipar dos soluciones
posibles.
Mientras muchos de los Partidos Comunistas (especialmente por el influjo entre
la gente de su praxis política), siguieron ejerciendo una potente
atracción entre el electorado de los conjuntos democráticos de la Europa
Occidental, al tiempo que autoformularon nuevas concepciones teóricas que
suministraran a su fenomenología un carácter de combatividad más independiente
respecto de la URSS, los estados a la derecha del telón de acero (en concreto,
la burocracia dirigente) muy lentamente fueron borrando los espacios de reacción
estaliniana –a pesar de florecer espontáneamente entre sus cuadros contadas
revoluciones que apenas alcanzaron a respirar, como la "Primavera de Praga"-,
dejando intacta la estructura jerárquica que prácticamente sobrevivió incólume
hasta principios de los años noventa con la caída del Muro.
El ocaso de las teorías y las acciones de los partidos revolucionarios en
Occidente iba, sin embargo, a despegar años antes de la decadencia del régimen
soviético junto con todos sus estados satélites. Si la ortodoxia
económica y el férreo control político en Oriente imposibilitaron a los propios
apparatchiks el afrontar el proceso de "posindustrialización" con
garantías y exentos de crisis, los comunistas europeos cada vez más PASARON A
ASUMIR los mecanismos democráticos parlamentarios, cayendo sucesivamente en
profundas contradicciones internas que, en el mejor de los casos, forzaron a los
partidos a retroceder –pero también a desaparecer- en medio de todo el espectro
político. La situación a día de hoy de estas formaciones, si es que existen, en
sus respectivos parlamentos corrobora el anunciado descalabro.
La culminación, era de esperar, fue la caída del Socialismo Real en aquellos
países. Y lo que sobrevino a continuación es algo paradójico a la vez que
destructivo: por un lado, en la UE, la izquierda renuncia a una guía moldeable
de acción política ‘para con’ los fines, porque LO QUE SE MOLDEA son los fines
mismos. En el Este, muy lejos de perderse en tormentosas cuestiones acerca de
por qué sucedió este derrumbe y con qué autonomía iban en adelante a funcionar
esos países que con efecto dominó habían sufrido revoluciones populares
contra la nomenklatura, la última generación de líderes, muchos de ellos
jóvenes aún, se "coaligaron", formando la nueva clase dirigente. Esta dirección,
en términos actuales, ha subordinado progresivamente la economía al capital
privado, guarda –como consecuencia de la pauperización- vínculos indirectos con
las mafias y posee una nada desdeñable cantidad de riquezas que a más de un
neoliberal asustarían. No hay más que contemplar las condiciones de vida de los
"nuevos trabajadores libres" en Varsovia, en Budapest, en Bratislava o en
Belgrado; incluso en Alemania del Este brotan de la nada los nostálgicos de la
aburrida y vieja Ostpolitik, incapaces individualmente de asimilar la
constante revolución que experimentan sus relaciones socio-económicas y que,
como resultado de una fórmula matemática inalterable, termina por convertirse en
crisis.
La ceguera de la izquierda europea entorpece la interpretación que debería
hacerse del estado de desequilibrio que sufren los países postsocialistas. De la
misma forma, imposibilita la comprensión que merecen muchos de los conflictos y
guerras acaecidos durante la última década en la zona oriental europea, incluido
el más dramático de todos, la guerra civil y la división de la ex Yugoslavia, o
las galopantes crisis de recesión que padecieron en los noventa todos estos
estados empezando por Rusia.
Empantanados en el cenagal moralista que impide ver más allá de la "Europa por
construir", o de una Unión "humanista" y respetuosa con los derechos del
individuo, la actuación POLÍTICA –básicamente política- de una izquierda que se
reivindica en muchas ocasiones vacía de esencia subversiva y deseosa de mostrar
una renovada imagen debería, como ocurrió durante la campaña de rechazo
al Tratado Constitucional, versar su papel en la ECONOMÍA desplegada
–fundamentalmente- en torno a los "nuevos" países del Este. Numerosos
movimientos sociales y anticapitalistas se han adelantado a las formaciones de
izquierda pronunciando un discurso claramente en confrontación con la ideología
dominante; su posición, enormemente desventajosa, es, valga la pena decirlo,
insuficiente aunque se lleve hasta sus últimas consecuencias. Sin embargo, este
activismo podría bien servir de estupenda red de apoyo para día de mañana si
varias mentes dotadas de cierto privilegio para el análisis concreto coyuntural
identifican los pasos correctos –mucho más difíciles de dar, amén de la
desconfianza general que aguardarán los "aventureros"- en la política
parlamentaria clásica.
En esta línea, el sociólogo esloveno Zizek exhibe en su libro Repeating Lenin
la matriz de lo que habría de dictaminar la crítica política del marxismo: "Ésta
debe –escribe- complementarse con su anverso: el campo de la economía es
en su forma misma irreductible a la política, este ámbito de la forma de la
economía (de la economía como forma determinante de lo social) es lo que los
posmodernos –esto último lo añado yo, ya que Slavoj Zizek dice "posmarxistas
políticos franceses"- pasan por alto cuando reducen la economía a una de
sus esferas sociales positivas." Zizek en esta obra opondrá, desde un
capítulo llamado a reconsiderar la noción del materialismo histórico, los
conceptos de formalización e interpretación para derivar de esta oposición misma
que la Forma ("que nada tiene que ver con el <<formalismo") no es el marco
neutral de contenidos específicos, "sino el principio mismo de concreción, es
decir, el atractor extraño que distorsiona, sesga y tiñe de un color específico
cada elemento de la totalidad" (invirtiendo a su vez la creencia, muy
difundida, de que comunismo –estaliniano- y nazismo comparten la misma forma)…
En resumidas cuentas, el autor alude al esfuerzo por concretar, ya en el
presente, una nueva organización política en arreglo a lo que él considera
contenido y forma para poder abordar el nuevo reto anticapitalista. ¿No reúne
acaso nuestro modelo europeo, partiendo de la probada experiencia (nuestra) en
fracasos políticos, unos requisitos tales como los exhibidos aquí por Zizek para
desarrollar, desde la política misma, una definición PARTIDARIA ante los
vaivenes mercantilistas (Maastricht ayer, parálisis del Tratado Constitucional,
Directiva Bolkestein) que se producen en Bruselas?
Pero no nos ayuda demasiado abstraernos (en el buen sentido de la palabra) del
marco europeo cuyas consecuencias aquí convenimos a acotar.
¿Y no es acaso, ante las crecientes adversidades que sufren estas familias de
Europa en carne propia, un rol político claramente diferenciado,
si se llevara a cabo, del conocido y poco cuestionado papel que cada día juegan
los gobernantes de las Democracias Económicamente más Poderosas (EEUU, UE,
etc.)? ¿No podría ir tomando, pues, esta demarcación política, en especial si
nos atenemos a que la protesta recibe más acogida por la carestía en las
condiciones de vida de los ciudadanos y su deseo de salir del atolladero, una
forma REVOLUCIONARIA? El contraste entre los discursos sobre las garantías
de libertad pronunciados por Václav Havel cuando accedió éste a la presidencia
de la República Checa, y los actuales informes del Programa de Naciones Unidas
para el Desarrollo (PNUD) acerca del auge de los barómetros de pobreza en la
región, ¿no deja asimismo un espacio de contradicción muy visible que posibilita
una "radicalización positiva" del análisis objetivo de la situación, así como de
la toma de conciencia para la transformación del presente?
Precisamente fue otro checo, el actual presidente Václav Klaus, quien apostó en
una reciente entrevista por la sustitución de las siglas UE (Unión Europea) por
las de OEE (Organización de Estados Europeos). ¿Qué diferencia encontramos aquí?
La diferencia la hallamos en la sinceridad del máximo mandatario checo, ya que
la Unión Europea ES en verdad una Organización de Estados inter-europeos en
lugar de una auténtica unidad política asentada en la implantación de baremos
socio-económicos iguales para todos los ciudadanos ante la ley. El modelo
directo más simple de comparar sería el de la culminación de los Estados Unidos
como proyecto de nación en el siglo XIX. A nadie, al menos que carezca de
sentido común, se le ocurriría hablar hoy de comercio exterior entre los estados
de Arkansas y Alabama, y así viene sucediendo en el seno de la UE, la cual, a
pesar de las gigantesca brecha adquisitiva que se da entre los ciudadanos
franceses y, por poner un ejemplo, húngaros, viene a operar como Bloque Regional
en el cuadro de las relaciones económicas planetarias.
¿Y en el seno de la UE? ¿A qué se debe esta carencia de perspectiva europea como
un único ente político radicado en la igualdad, ante todo, de derechos
económicos (salario mínimo, grado necesario de accesibilidad a los servicios
públicos, presupuesto fuerte…) a la par que políticos? Compartimos ahora más que
nunca la dicha de Diego Guerrero de que "lo que une a los distintos países es
el fenómeno económico del capitalismo que comparten, y lo que los separa son las
diversas formas políticas que se manifiestan en tales países". Este indicio
nos lleva a deducir que tales diferencias se derivan de una desigualdad
económica perfectamente enmascarada. En la UE es muy razonable compartir la
premisa de que se pertenece a un único bloque regional que comercia como un todo
y en el que es fácil desplazarse, pero son muy pocos los que hablan de sentirse
ciudadanos europeos. Más bien se autodeclaran, antes que nada, ciudadanos
franceses, irlandeses, luxemburgueses o chipriotas. Estamos, en definitiva, muy
lejos de la visión que ahora viene tomando fuerza al definir a nuestro
continente como la "Europa de los Pueblos".
¿Cuál sería el quid de esta cuestión esencialmente europea? Pues que
mientras que los sectores privilegiados de la población continental, los
PROPIETARIOS del accionariado, de la infraestructura privada, de los megagrupos
y del suministro del entretenimiento cultural mercantil para el resto de
ciudadanos, cada vez más incrementan sus ganancias a costa de una poderosa
influencia en las elevadas esferas políticas (que bien se dan en Bruselas, a
costa de toda la Unión, o bien en cada gobierno de los veinticinco países, a
costa, también, de toda la Unión), la agenda neoliberal emplaza su contrapartida
en la falta de un presupuesto mínimo con el que cubrir el modelo de gasto social
sustentable para el necesario desarrollo humano. Hasta el punto de que el mero
–y ficticio- propósito de emprender una reforma keynesiana en un determinado
campo de la economía de un país generaría una revolución social al
desestabilizar los cimientos mismos de la lógica global, caracterizada por el
abandono cada vez mayor de la mano intervencionista del Estado Social. El
Partido de la Izquierda Europea (PIE/GUE) no se equivoca en este punto cuando
afirma que "el verdadero momento en que los europeos se habrán aprovisionado de
un auténtico compromiso de resistencia social antineoliberal llegará cuando se
produzca una huelga general a nivel europeo". Un acto así u otros análogos a
escala continental acumulan día a día condicionantes para que, más a corto que a
largo plazo, lleguen a materializarse en algún momento al originarse la
implosión social de la que venimos hablando.
Los mismos políticos que acusaron meses atrás a los partidarios del NO a la
Constitución Europea de falta de espíritu integrador y de querer volver a las
desgracias del pasado son precisamente aquellos que promueven enmiendas al
Parlamento y al Consejo de Ministros Europeo para desautorizar un presupuesto
que sufriría en carne propia el sector activo de la economía de la UE.
Los mismos políticos que se auto conceden la potestad de querer eliminar las
trabas aduaneras para que todo ser social europeo viaje sólo con su carta de
identidad por nuestro bienamado "Espacio Común" son precisamente quienes se
niegan a facilitar en datos numéricos cuántas personas previsiblemente podrán
tan siquiera salir de su país originario a expensas de lo que ganan.
El caso europeo se localiza en una polaridad real cuya característica
fundamental posee una doble vertiente: por un lado, el trasfondo económico,
donde el papel de la izquierda –me referiré a ella en todo momento para
clarificar la lógica coyuntural que comparte, y a partir de ahí, para esclarecer
cada paso que avanza- lenta pero firmemente va madurando hacia una posición
común que ha quedado ya probada con los "noes" en Francia y Holanda. La
aceptación del neoliberalismo por parte de socialdemócratas y conservadores, a
pesar de su rivalidad moral, cultural y socio- legalista, contribuye, después de
una década ignominiosa, al avance de unas fuerzas políticas antagónicamente
opuestas a la visión de esta dualidad.
La segunda vertiente no es nada alentadora: se trata de establecer
estructuralmente unas coordenadas políticas para adoptar un fallo también común
ante el proceso de integración. ¿En qué sentido la izquierda ha errado más en
este punto? Esta última cuestión plantea mayor margen de duda e indecisión ante
la aparición de dos nuevas vías nada sencillas de resolver. Primero, que la
integración debe abarcarse también como una opción económica finalmente
buena o mala. Segundo, que el problema de la integración cobre quizá mayor
trascendencia porque no consiste ya en oponer una resistencia organizada al
capital neoliberal; se adecua, pues, al programa político mismo de toda
la izquierda, es decir, necesita de ser reflexionado y explicado para
verdaderamente poder confrontar con su anverso político. El hecho de que este
anverso neoliberal prevalezca hoy en toda la Organización Económica Mundial, y
oligopolice al mismo tiempo los medios de información convencionales, dificulta
pero no exime a la izquierda, en minoría real, de contar con una propuesta
socialista propia para subvertir el actual orden general de las personas y de
las cosas.
El silencio desmedido ante la política de integración, activado años atrás sobre
todo por la irrupción del "eurocomunismo" en el plano continental que
desnaturalizó espacio-temporalmente el rol cotidiano acerca de cuál debía ser la
batalla –europea- por cerrar el paso a la política antisocial, en lugar de
imponer su "versión gradual hacia el socialismo" (curiosamente muchos de sus
pioneros hicieron campaña hará escasamente unos meses por el "sí" al Tratado
Constitucional), en nada facilita los mecanismos de participación interna de
cara a decidir qué tendencia momentánea sería la mejor de todas para no perder
la posibilidad de refundación y reorientación concretas, tendencias que pueden
resurgir tras el voto negativo expresado por Francia y Holanda.
No es tan exacto que la integración en sí haya de responder irremediablemente a
una serie de medidas que fomenten la profundización de la brecha de desigualdad
entre los diferentes sectores sociales, y entre los ciudadanos de un país
avanzado y un país menos desarrollado de la UE (y por qué no también entre
europeos e inmigrantes). Pero no podemos negar que la coyuntura actual de
fuerzas parlamentarias y extra-parlamentarias nos es desfavorable para propiciar
una situación diferente basada en respuestas tan reflexivas y justas como las
que expresan muchos de los movimientos de protesta políticos y sociales, sin
peso aparente en la Unión. Aunque tristemente es cierto, también es objetivo
decir que la actual coyuntura de fuerzas seguirá generando este tipo de
políticas de desprotección social que muchos de nosotros solo podremos, a corto
plazo, denunciar.
La contribución socialista ante la actual política de integración ha de ser, en
caso de reconocer los campos de expansión económicos que el propio proceso de
reunión europea hace suyos dentro del marco del capitalismo, favorecer
este carácter integrador internacional y continental, aun a costa de asumir los
costes y los riesgos para la propia población de la Unión Europea (malestar,
desprotección, desigualdad). Retrotrayéndonos a Marx, ya éste avisó de las
pujantes desigualdades que traería la consecución de un sistema de libre mercado
a pesar de las cuantiosas revoluciones industriales, tecnológicas y científicas
que este modelo iba a aportar a toda la humanidad. Aunque es obvio que la
contribución a la oposición frontal que la izquierda debe suministrar contra la
política neoliberal debe incrementarse y radicalizarse, al tiempo que la
dotación de un programa anticapitalista viene a ser la optativa más elocuente y
necesaria para aquellos que asumen el eslogan de que "Otro Mundo es Posible" (y,
sobre todo, para suprimir los mecanismos que amparan al propio programa
neoliberal), es exigible propagar la idea de que se está apoyando una
integración donde el desalentador panorama actual va a decantarse del lado de
una minoría propietaria, selecta, elitista y preponderante en cuanto a derechos
en detrimento del resto de ciudadanos. Así de mal suena.
Solo en ese marco anticapitalista es factible el plantear alternativas reales. Y
solo en ese marco europeo es posible transformar de algún modo en esencia
la situación democrática a escala continental, que en cierta manera ha absorbido
las políticas nacionales mediante un proceso liberal de convergencia a todos los
niveles, desde el laboral al educativo.
Dentro ya de la propia Unión, y a causa de la denigrante ocupación que ocupa la
nueva clase trabajadora, en especial en Europa del Este, la opción
reivindicativa (¿y si fuera revolucionaria?) para combatir "desde abajo", es
decir, organizando un nuevo movimiento, una nueva formación, una nueva fuerza
política con influencia determinante en los respectivos parlamentos, cobra toda
su lucidez. Que la "excepción" determinada por circunstancias como las de Europa
Oriental adquiera hoy mayor vigor, especialmente debido a la acelerada
instauración de regímenes democráticos serviles tras la caída de la nomenklatura
al comercio y a las finanzas occidentales, experiencia que se tradujo en
sucesivas y graves crisis a lo largo de los años noventa, va rigurosamente
sujeta a la frase formulada por Gramsci: "En realidad se puede prever
‘científicamente’ sólo la lucha, aunque no los momentos concretos de ésta".
Observando cada uno de los nuevos Estados post-soviéticos que ingresaron el
"club" europeísta, llegaremos a la conclusión que para los votantes, quitando a
un pequeño grupo, lo principal es que NO HAY Estado, o, por antonomasia, que las
redes y tejidos que dan sentido al mismo desaparecen como por arte de
efervescencia. Para nada es de extrañar que Polonia haya pasado de votar para la
presidencia a Kwasniewsky, liberal socialdemócrata, y después a Kaczynski,
conservador que abrigaba una idea más intervencionista respecto al rol estatal
que su partido (Ley y Justicia) debía manejar si llegaba al gobierno.
Si el bipartidismo unipolar (en lo económico) momentáneamente es estable en el
trasfondo de la UE actual, la subsistencia de la conciencia neoliberal no
sufre graves convulsiones internas. Pero hemos dicho de momento, porque
la perspectiva política a corto plazo en Europa podría alterarse
considerablemente. La tendencia de los principales partidos (conservadores y
socialdemócratas) de coaligar en los parlamentos para sacar adelante tales
reformas va despejando una ecuación que para la izquierda se tornó indescifrable
hace 15 años con la caída del socialismo real: la ubicación en un mismo polo
político de fuerzas adversas –neoliberales- como salida para trabajar un
programa socialista en base a unas prioridades específicas (integración política
y social europea tasada en un fuerte presupuesto europeo que cubra más allá de
las necesidades solventes, etc.).
¿Qué dice Zizek respecto al acomodamiento del polo socialdemócrata a día de hoy
en la política (sin olvidar que esta tendencia fue y sigue siendo herramienta
clásica de alianzas parlamentarias con, por ejemplo, los comunistas en Europa
especialmente a partir de la II Gran Guerra)? Cáusticamente asedia el término
"Tercera Vía" usado por Anthony Blair y afirma que "el sueño de la Tercera Vía
de la izquierda pensaba que el pacto con el diablo podía funcionar: de acuerdo,
nada de revolución, aceptamos el capitalismo como el único juego posible, pero
al menos habrá que salvar algunas de las conquistas del Estado del bienestar a
la par que construimos una sociedad tolerante con las minorías sexuales,
religiosas y étnicas".
La experiencia ha demostrado que la socialdemocracia va mucho más allá de
"aceptar el capitalismo como el único juego posible". No en vano, para muchos
socialistas es la punta de lanza hacia los beneficios del mercado, a pesar de
que históricos líderes en aquellos partidos hayan desempeñado en nuestro pasado
más reciente un importante papel de cara a articular la óptima puesta en marcha
de los estados del bienestar, beneficiando a su vez al movimiento obrero y
sindical durante muchos años.
Por último, para la construcción de un frente político socialista esbozado en
este artículo, ha de tomarse en consideración la otra cara de la moneda de
protesta, que en cuanto tal la hallamos en los sindicatos. De una parte,
constituyen en tiempo presente la respuesta más potente a las nuevas reformas
gubernamentales (léase "decretazos", deslocalizaciones, privatizaciones,
desamparo general, pactos intergubernamentales, cierre de fábricas o las
centenares de posibilidades que existen para que la clase empresarial se
conforme como la clase exclusiva y única con la potestad de alterar el orden
económico vigente). Pero la cruz, es obvio, reside en la vacía respuesta que
este tipo de formaciones de base, a pesar de su poderío y del todavía elevado
número de sindicados, están hoy capacitadas a dar, haciendo con todo ello inútil
el primer punto, del cual se deriva que la respuesta "en sí" tomada en un
sentido general amplio (hoy nacional, mañana europeo) constituye casi una burla
para todo aquél que verse su confianza y su acción políticas en la empresa
sindical. La Confederación Europea de Sindicatos (en sus siglas, CES), vio como
eran rechazadas la mayoría de las enmiendas planteadas a la Convención, órgano
elegido para redactar el proyecto constitucional europeo, sin que ello
evidenciase una negativa lógica de la propia CES para rechazar el Tratado, el
cual apoyó como es sabido sin muchas reticencias internas.
La deriva de la izquierda también ha contribuido, en gran parte, a la
desnaturalización del papel originario llamado a librar por los sindicatos. La
pérdida de un referente identitario dentro y fuera de los Parlamentos produjo
una redefinición de este papel, donde la lucha común se ha visto reducida a la
mera oposición por sectores de trabajo frente al desempleo y a la crisis y al
pacto con la patronal en la mayor parte de los ámbitos laborales para suavizar
decisiones oligárquicas pretendidamente dolorosas.
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Revueltas como la que se vive hoy en Francia guardan cierto paralelismo con los
acontecimientos de mayo del 68. Por aquél entonces, lo que disparó los actos de
protesta entre aquella prematura generación fue la muerte de un joven que se
manifestaba pacíficamente. Hoy son dos, que además huían de la policía.
La mayor criba entre la generación del 68 y la actual se presenta en el marco
formal de la protesta: esta última ha de contemplarse como consecuencia de los
efectos acaecidos en tiempo pretérito, empezando por sus integrantes, los
inmigrantes de los suburbios, el lumpen barrial que describíamos hace un
siglo. Hace sin embargo 37 años, durante el mes de mayo, fueron los
universitarios quienes dieron forma –y cuerpo- a las reivindicaciones
conjuntamente con los obreros. El declive económico del estado francés interpuso
una gigante barrera para los recién llegados a la hora de buscar una manera de
sobrevivir, a la vez que dejó de preocuparse del hacinamiento de los inmigrantes
en guetos periféricos y en viviendas de condiciones insalubres.
Ambas revueltas poseen también cierta similitud en cuanto al contenido: el
modelo social es el objeto a "tumbar". El problema es que ese propio modelo los
desorganiza, los excluye de poseer bienes útiles que acompañen su lucha y los
priva de un programa eficaz que acaba por aislarlos del resto en su batalla
violenta por finiquitar la desigualdad y la segregación.
Es por eso que en los próximos años, pese a la implosión violenta derivada de
una injusticia política y económica en Francia, estos actos marginales no
accionarán ninguno la manivela del cambio o el motor de la transformación
social. Los resultados de la desarticulación estatal, del desarrollo económico
insostenible, de la inflación, de la reducción de costes laborales o del
dumping social adquirirán más resonancia en el Este (pese a la
situación actual francesa) para que la izquierda (y no caben descartarse los
riesgos que pueda originar la ultraderecha) aproveche los Nuevos Posibles que
pueden divisarse de los períodos contradictorios y tenga opción de organizarse y
actuar.
Podría ser la primera vez que la izquierda socialista influyese decisivamente en
el espacio común europeo.
Pablo García es Coordinador de Juventud de Izquierda Unida en Valladolid.