La Izquierda debate
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Pasado y presente del reformismo
Claudio Katz
La lucha por reformas sociales ocupa el centro de la acción política de los
movimientos populares en la mayor parte del mundo. La demanda de mejoras, la
búsqueda de conquistas y la defensa de logros obtenidos en el pasado conforman
la agenda inmediata de las organizaciones que actúan en el campo de los
oprimidos.
Esta batalla presenta una dimensión tradicional y otra más novedosa. A escala
nacional la vieja movilización por elevar el salario y mejorar las condiciones
de trabajo coexiste con la nueva exigencia de un ingreso mínimo que garantice la
cobertura de las necesidades básicas de la población. La masificación del
desempleo explica la gran relevancia de esta demanda. El término redistribución
del ingreso sintetiza en muchos países la vieja exigencia de impuestos
progresivos a la riqueza para financiar las mejoras sociales [2] .
La formulación de exigencias populares a escala regional y global constituye
otra peculiaridad de la etapa actual. Los movimientos sociales han comenzado a
registrar que las reivindicaciones conquistadas a nivel nacional solo podrán
perdurar con mejoras equivalentes en el plano regional y con transformaciones
del mismo signo en el terreno mundial. Por eso muchas plataformas asocian en la
periferia el incremento de los ingresos populares con propuestas de
reordenamiento del orden financiero y comercial internacional. También proponen
medidas para redistribuir la riqueza desde las economías centrales hacia las
subdesarrolladas e iniciativas para proteger el medio ambiente y garantizar
derechos laborales internacionales a los trabajadores. Este empalme de demandas
nacionales, regionales y globales presenta una dimensión histórica inédita de la
lucha por reformas [3] .
Pero estas acciones se desarrollan sin expectativas anticapitalistas. A
diferencia de lo ocurrido en numerosos momentos del siglo XX la búsqueda de
logros populares se encuentra divorciada del ideal socialista. La vieja conexión
–que introdujo la influencia del marxismo- entre mejoras inmediatas y objetivos
igualitarios de largo plazo ha perdido gravitación. La meta socialista no figura
en el horizonte del grueso de los partidos, sindicatos u organizaciones sociales
que participan en la acción reformista.
Este cambio presenta grandes implicancias estratégicas. En lugar de concebir la
conquista de reformas como un eslabón del proyecto anticapitalista se lucha por
metas redistributivos inmediatas sin ninguna pretensión ulterior. La discusión
sobre cuáles son las mejoras posibles y cuáles resultan inalcanzables bajo el
capitalismo no incluye políticas para traspasar a este sistema. La consolidación
de las reformas es imaginada bajo alguna modalidad de capitalismo regulado.
Pero este cambio de perspectiva no modifica los dilemas que siempre enfrentaron
las movilizaciones por reformas. Estas disyuntivas reiteran problemas que son
muy familiares a todo el reformismo. El análisis de estas encrucijadas permite
también clarificar qué perdura y qué debería renovarse en la crítica
revolucionaria al reformismo.
VERTIENTES CONSERVADORAS
Del viejo tronco reformista han emergido varias tendencias contemporáneas. La
derivación conservadora incluye tres vertientes: el abandono socio-liberal de
cualquier reforma, la continuidad del gradualismo postulada por los herederos de
la socialdemocracia o el eurocomunismo y las nuevas corrientes de liberalismo
igualitario. Por otra parte, también han surgido diversas expresiones del
reformismo radical.
El socio-liberalismo reúne a todos los ex reformistas que adoptaron el programa
neoliberal. Este giro conservador ha caracterizado a varios gobiernos
socialdemócratas de Europa (T. Blair, F. González, Schroeder) y de Latinoamérica
(R. Lagos, F.H. Cardoso). Su amoldamiento al status quo es tan definitivo como
su ruptura con cualquier tradición reformista. Aunque enarbolen un discurso
político crítico del thatcherismo preservan la política económica desreguladora
que introdujo la derecha.
El social-liberalismo abjura de proyectos populares colectivos, aprueba el
individualismo extremo y promueve la competencia despiadada. Sus exponentes de
la Tercera Vía afirman que las conquistas sociales están perimidas y aceptan el
agravamiento de las desigualdades sociales como un hecho inexorable. Al igual
que todo el espectro conservador presentan a las mejoras sociales como un efecto
espontáneo de la expansión capitalista.
Sus principales teóricos proclaman el fin de la ideología, la extinción de la
era industrial, la desaparición de la izquierda y la obsolescencia de la lucha
de clases [4] . Repiten el discurso triunfalista del neoliberalismo, como si el
progreso social fuera la tónica dominante de las últimas dos décadas. Ni
siquiera registran la degradación social, los desequilibrios económicos o los
desastres ecológicos que han provocado la desregulación y las privatizaciones.
Simplemente propagan los mitos que difunde la derecha para encubrir los nefastos
resultados de su gestión.
El anti-reformismo social-liberal defiende el proyecto conservador por
convicción y no por cálculos circunstanciales. Por eso enaltece el beneficio
patronal (Prodi, Schoreder), asimila todos los hábitos de la corrupción (B.
Craxi, F. González) y se ha comprometido abiertamente con las agresiones
imperialistas (T. Blair). De una celebración retórica inicial del capitalismo
neoliberal ha pasado a la justificación de las matanzas y las invasiones [5] .
La socialdemocracia tradicional y los sucesores del eurocomunismo se diferencian
de esta regresión derechista, pero han moderado sus propuestas reformistas. Su
máxima aspiración es reforzar la regulación del capitalismo contra los excesos
privatistas (Jospin). Reivindican el modelo keynesiano porque consideran que su
aplicación es naturalmente compatible con el progreso social. Algunos sectores
concilian esta timidez reformista con cierta adhesión conmemorativa al
socialismo. Pero mencionan este horizonte de manera borrosa, alusiva u
ocasional, porque estiman que "para hablar de socialismo se debe primero
resolver los problemas inmediatos" [6].
La tradicional justificación socialdemócrata de la lucha reformista -como una
secuencia de logros populares tendientes a erradicar paulatinamente al
capitalismo- ha desaparecido por completo. Ya no plantean el camino clásico de
esta estrategia (ensanchar el espacio electoral fortaleciendo a las clases
medias), ni tampoco la variante de posguerra (ampliar el estado de bienestar
como alternativa al modelo soviético). Los últimos mensajes de esa orientación
se diluyeron junto al ocaso del último progresismo socialdemócrata (Willy Brant,
Olf Palme). Y este retroceso de proyectos reformistas asociados a alguna meta de
socialismo futuro se acentuó con la declinación del eurocomunismo.
La tercera corriente de reformismo conservador actual presenta un perfil
liberal-igualitarista. Propone mejoras sociales basadas en criterios éticos o
reglas de justicia y promueve regular el capitalismo para garantizar su
funcionamiento con normas equitativas. Postula reducir las desigualdades
sociales para gestar "empresas justas" en un "mundo justo". Considera que el
capitalismo con redistribución es preferible al socialismo y por eso rechaza
explícitamente esta segunda perspectiva [7] .
DERECHOS Y JUSTICIA
El igualitarismo liberal constituye el sector de reformismo conservador más
influyente en la actualidad. Su gravitación ha crecido en desmedro de la
tradición socialdemócrata y carece de cualquier vestigio de crítica al
capitalismo. Sus teóricos consideran que las mejoras populares se introducirán
crecientemente dentro de este sistema, ya que no observa ningún impedimento para
erigir una sociedad justa dentro del capitalismo.
El liberalismo igualitario supone que junto a la ampliación de las reformas
sociales se expandirá un nuevo sentido de solidaridad que permitirá atenuar los
sufrimientos populares. Por eso concentra sus críticas en la antropología
reaccionaria del neoliberalismo (reivindicación del egoísmo) y no en los
atropellos de la burguesía. Promueve la cooperación contra la codicia,
reivindica el acceso general a las necesidades básicas frente a la irrestricta
defensa de los derechos de propiedad privada y en oposición al autoritarismo
elitista propone democratizar la vida política [8] .
¿Pero es posible luchar por estos objetivos sin cuestionar al capitalismo? ¿Cómo
se compatibiliza el logro de la equidad con la tendencia de este sistema a la
polarización social? ¿De qué forma se armoniza la presión patronal por mayor
rentabilidad con la atenuación de la explotación? El liberalismo igualitario
elude estos interrogantes. Evita analizar cómo la dinámica intrínseca de la
acumulación contemporánea socava las metas de equidad. Desconoce que este
proceso no solo amplía las desigualdades entre países avanzados y periféricos,
sino que profundiza también la segmentación social al interior de todas las
naciones.
El liberalismo igualitarista concibe un porvenir de justicia ignorando que el
capitalismo es un régimen estructuralmente inequitativo. Busca compatibilizar lo
inconciliable, ya que por un lado realza la justicia social y por otra parte
rechaza un horizonte anticapitalista. Esta contradicción -que la
socialdemocracia atenuaba auspiciando alguna forma de lejanía socialista- ha
sido reflotada por la visión liberal.
Este enfoque propone una justificación exclusivamente ética del programa
reformista. La relativa importancia que la socialdemocracia clásica le asignaba
a esta argumentación se ha tornado completamente dominante. El igualitarismo
liberal resalta la consistencia jurídica de cada demanda y deduce su legitimidad
de esos fundamentos. Por eso denuncia los atropellos neoliberales como crímenes
contra la humanidad, jerarquiza el basamento legal de los reclamos populares y
subraya su compatibilidad con las reglas del derecho.
El aspecto positivo de este abordaje es la justificación que aporta a las
batallas por distintos reclamos sociales. Demuestra como estas reivindicaciones
se apoyan en derechos universales de los individuos a compartir los recursos de
la sociedad. Este enfoque apunta a empalmar la lucha por reformas con valores
comunitarios y aspiraciones democráticas, mediante una dinámica interactiva que
estimule a ambos procesos a rebasarse recíprocamente.
Pero el liberalismo igualitarista ignora que el capitalismo frustra estos
objetivos al oponer rigurosos límites a las reformas. Su visión desconoce estas
fronteras e incluye más anhelos que metas realizables, porque identifica al
capitalismo con un universo irrestricto de posibilidades.
MERCADO Y DEMOCRACIA
La predominante dimensión ética que el liberalismo igualitarista le asigna a las
demandas sociales sintoniza con la creciente crítica popular a la criminalidad y
la corrupción. También sus cuestionamientos contra la aterradora ampliación de
las desigualdades sociales convergen con la sensibilidad popular contemporánea.
Pero al situar primordialmente estas objeciones en el terreno moral, el
igualitarismo liberal elude el basamento capitalista de la degradación social
que rechaza. No observa que las normas, valores y conductas de cada sociedad
siempre están condicionados por la estructura clasista del régimen social. Al
omitir ese cimiento tiende a visualizar a las normas éticas como un reino
autónomo. Presupone que gobiernan el devenir de los seres humanos más allá de
cualquier contingencia material. A diferencia de la crítica marxista de la
opresión –que también se apoya en principios de justicia- recurre a conceptos
exclusivamente normativos y omite la gravitación dominante del contexto
capitalista [9] .
El liberalismo igualitarista considera que el capitalismo es afín –o por lo
menos ampliamente compatible- con un proceso creciente de redistribución del
ingreso [10] . Pero con esta evaluación desconoce que las conquistas sociales
chocan con la acumulación y afectan al beneficio patronal. No observa que los
derechos obtenidos por los asalariados obstaculizan el manejo empresario de los
recursos económicos.
La omisión de esta contradicción proviene de una idealización del mercado muy
afín al pensamiento económico neoclásico. El liberalismo igualitarista considera
que la competencia y la escasez constituyen datos inamovibles y plenamente
compatibles con las reformas sociales. No registra cómo estas conquistas chocan
con la dinámica mercantil, cuándo despiertan entre los explotados la conciencia
de su condición oprimida. La acción popular solidaria y cooperativa se
contrapone con la rivalidad mercantil, en la misma medida que competencia por el
beneficio choca con la ampliación de los derechos sociales.
El igualitarismo liberal ubica en la esfera política todos los obstáculos para
el logro de mejoras sociales. Supone que extendiendo la igualdad ciudadana a
otros planos de la sociedad se podrá alcanzar la equidad social plena.
¿Pero cómo podría introducirse esta dinámica igualitarista en la órbita
económica del capitalismo? Los avances de la ciudadanía política sólo pueden
incidir limitadamente en una esfera integralmente gobernada por la propiedad
privada de los medios de producción y la tiranía patronal del mercado de
trabajo.
El liberalismo igualitario también desvaloriza la tensión que opone al mercado
con la democracia. Desconoce que el afán de justicia que anima a este segundo
mecanismo choca con el objetivo del lucro que guía al primer procedimiento. La
expectativa liberal de amalgamar ambas instituciones bajo un nuevo contrato
instituyente olvida que la desigualdad es la característica del capitalismo.
Esta inequidad impide a los individuos definir libremente (y en común) cuáles
son las normas rectoras de su vida social. En un sistema dominado por la
explotación, no hay forma de compatibilizar los derechos de los desposeídos con
los privilegios de los opresores [11] .
FRAGILIDAD Y LÍMITES DE LAS MEJORAS
El reformismo conservador renueva las viejas propuestas de transformación
gradual del sistema. No toma en cuenta los límites estructurales que el
capitalismo impone a la concreción de mejoras. Olvida que las mejoras son
posibles, pero no emergen naturalmente del régimen social vigente. Estos logros
chocan con las tendencias intrínsecas de un modo de producción adverso al
bienestar de los asalariados y los desempleados. Las conquistas populares
dependen de circunstancias económicas y políticas que maduran en ciertas
coyunturas y países.
Las reformas no son irreversibles. Si no se profundizan quedan neutralizadas por
la presión competitiva que impone el mercado. Tampoco se acumulan y su
mantenimiento exige confrontar con la tendencia patronal a eliminarlas o
recortarlas. La creencia que una reforma conduce a otra mayor ha sido desmentida
por los grandes cataclismos del siglo XX. Ignorar esta lección es el principal
defecto del reformismo socialdemócrata y liberal.
Ambas corrientes resaltan los evidentes beneficios que generan las mejoras. Pero
desconocen que el capitalismo sólo tolera logros populares dentro de ciertas
franjas. Traspasada esa frontera –que difiere en cada época y no puede
anticiparse con precisión- las conquistas sociales afectan la ganancia y las
clases dominantes se oponen brutalmente a su materialización. Para los
capitalistas las reformas constituyen un mal menor que aceptan en los períodos
adversos a su dominación, con la mira siempre puesta en anular estos avances.
Lo sucedido con el neoliberalismo ilustra este carácter frágil, mutante y
transitorio de las reformas. Lo que el capitalismo aceptó durante la bonanza
económica de posguerra -en condiciones de palpable temor a la expansión del
socialismo- se tornó inaceptable en una etapa ulterior de globalización
competitiva y mayor confianza de la burguesía en su sistema.
Estos antecedentes deberían reducir la expectativa en una próxima etapa
pos-liberal de mejoras sociales. Esta esperanza subestima los desequilibrios del
capitalismo mundializado y observa el retorno del estado de bienestar como un
efecto cíclico del desenvolvimiento social. Olvida que el capitalismo no está
sujeto a un devenir pendular, sino al efecto de contradicciones crecientes.
Actualmente la mundialización acentúa estos desequilibrios al erosionar las
regulaciones estatales que introdujo el keynesianismo.
Al aislar las contradicciones del neoliberalismo de su raíz capitalista, el
reformismo conservador desconoce el carácter convulsivo de las crisis. Esta
misma omisión le impidió a la socialdemocracia presagiar primero los horrores de
la depresión, las guerras mundiales y el fascismo y anticipar posteriormente el
derechismo neoliberal de las últimas dos décadas. Al suponer que las reformas
logradas eran definitivas y estables, esta corriente ignoró las tendencias
regresivas del capitalismo [12] .
El liberalismo igualitario contemporáneo soslaya este precedente y al objetar
explícitamente al socialismo, acepta al capitalismo como el único sistema
posible. Aunque rechaza las tesis socio-liberales (obsolescencia de antagonismos
entre derecha e izquierda, inutilidad de las confrontaciones de clases) avala la
proclamada inexistencia de alternativas a este régimen opresivo. Pero estas
opciones sólo habrían perdido sentido si el capitalismo fuera capaz de absorber
una sucesión de reformas sociales crecientes. Y esta perspectiva que perpetuaría
el sistema actual no se apoya en evidencia comprobables, ni en razonamientos
lógicos consistentes.
EXPECTATIVAS Y REALIDADES
Algunos analistas consideran que el giro socio-liberal le ha quitado relevancia
a la discusión sobre el reformismo, sin tomar en cuenta como los propios
mecanismos de reproducción ideológicos, políticos y culturales del capitalismo
tienden a renovar las expectativas de mejoras.
Estas creencias habitualmente acompañan cualquier lucha inicial de un grupo
oprimido. Como la población ha sido educada en las normas de la sociedad
existente plantea normalmente sus demandas en términos de continuidad y no de
ruptura con el orden vigente. No conciben a primera vista la posibilidad de un
sistema diferente.
Si la conciencia popular anticapitalista no progresa, las ideas reformistas se
reciclan a pesar de las palpables dificultades que existen para conseguir
mejoras. Esta adversidad incluso puede resucitar las variantes más moderadas del
reformismo. Por otra parte, no hay que olvidar que la posibilidad de logros
sociales nunca queda clausurada, porque estas mejoras constituyen un recurso de
las clases dominantes para disolver las amenazas revolucionarias [13] .
Las expectativas reformistas que tradicionalmente propagó la socialdemocracia se
basaban en la impresión que las crisis capitalistas tenderían a moderarse. De
este diagnóstico surgió la esperanza de transformar paulatinamente al sistema,
desmantelando gradualmente el poder de los opresores. Pero esta caracterización
olvida que el modo de producción prevaleciente no genera solo desajustes
periódicos, sino también etapas de abrupta y caótica depresión. Estas
conmociones tornan inviable una captura popular progresiva del estado, mediante
la paulatina sustracción de porciones de control estatal a las clases
dominantes.
Los reformistas conservadores continúan apostando a la preeminencia de conductas
contemporizadoras de los capitalistas. Esperan mayor conciliación patronal
frente a las demandas populares, sin registrar que el neoliberalismo ha
ilustrado cuán estructural es la resistencia de la burguesía a convivir con los
explotados concediendo a sus reclamos. La competencia por el beneficio recrea
permanentemente las tendencias regresivas de este sistema.
Los reformistas consideran que las mejoras sociales debilitan a los patrones.
Pero no toman en cuenta que estos logros también permiten a los capitalistas
afrontar situaciones adversas y preparar una reacción defensiva. Los empresarios
siempre tienden a restaurar los privilegios retaceados por las conquistas
sociales. Lo que imposibilita la paulatina abolición de la dominación que
ejercen los explotadores es esta compulsión al atropello social que
permanentemente renueva la propia acumulación.
LA VERSIÓN EUROCOMUNISTA
La vertiente eurocomunista del reformismo postuló suavizar las normas
coercitivas del estado y la preeminencia mercantil en la sociedad a través de
dos vías: el consenso de largo plazo con la burguesía y una hegemonía cultural
creciente de los trabajadores.
Pero el primer tipo de alianza nunca funcionó porque las clases dominantes no
comparten el poder. Sólo asimilan a su régimen a ciertas capas privilegiadas de
origen popular. Esta cooptación alimenta burocracias integradas por funcionarios
que dependen de las prebendas estatales. El punto culminante de esta absorción
ha sido la consolidación de grupos políticos y sindicales provenientes de la
izquierda, que son directamente financiados por grandes industriales y
banqueros.
Ningún gobierno de coalición con la burguesía prepara un salto hacia el
socialismo. Al contrario cumplen la función opuesta de consolidar el status quo.
Refuerzan el poder de los capitalistas sin atenuar su rechazo a las conquistas
sociales. Estas experiencias anulan el ímpetu transformador de los reformistas,
que al amoldarse al sistema tienden a renunciar a las mejoras sociales. La
búsqueda de consensos con la burguesía provoca, además, fuertes divisiones en el
campo popular, ya que afianza el bloque de los opresores y fractura el bando de
los oprimidos.
La experiencia también ha demostrado que la política de expansión de espacios
culturales gestionados por los trabajadores no reemplaza la conquista del poder.
A diferencia de la burguesía, los asalariados no pueden obtener una capacidad
transformadora sin contar con los recursos económicos que brinda el manejo del
estado. La idea de repetir el paulatino ascenso que realizaron los capitalistas
bajo el feudalismo choca con la ausencia de poder efectivo por parte de los
asalariados bajo el sistema actual. Los trabajadores no acumulan riquezas, no
controlan empresas, ni administran bancos. Por eso no pueden convertir a estas
entidades en un poder paralelo que desplace a su adversario burgués. Los
asalariados no repiten el camino de los capitalistas que desarrollaron una
acumulación primitiva, se convirtieron en acreedores de los gobernantes y en
dueños efectivos de la sociedad antes de asumir el control del estado [14].
Todas las justificaciones eurocomunistas basadas en el pensamiento de Gramsci
eludieron estos problemas. Desvirtuaron las categorías del revolucionario
italiano de su sentido original, omitiendo que Gramsci buscaba diseñar una
estrategia socialista que permitiera adaptar el éxito del precedente soviético a
las condiciones de Europa Occidental. Con esa finalidad habló de Oriente y
Occidente, reintrodujo la contraposición entre sociedad civil y estado y con ese
objetivo distinguió la toma del poder por parte de los trabajadores ("guerra de
movimientos") de la conquista previa de su hegemonía política, mediante una
alianza con toda la población oprimida ("guerra de posición").
Al soslayar estas finalidades, el eurocomunismo difundió una interpretación
inofensiva del pensamiento de Gramsci. Ignoró especialmente los cinco propósitos
centrales de su elaboración: la meta estratégica comunista, el proyecto
anticapitalista previo, la preparación de la toma del poder, la necesidad de
forjar una alianza de trabajadores y el pueblo y la distinción entre países
centrales y periféricos [15] .
La concepción de Gramsci se sitúa en las antípodas de la visión reformista en la
medida que convoca a los oprimidos a construir su propio poder, mediante una
ruptura radical con el sistema burgués. Este corte es incompatible con la
ilusión de sustraer paulatinamente el poder a las clases dominantes.
ESTRATEGIAS SOCIALISTAS
Para superar los defectos de la estrategia socialdemócrata y liberal-
igualitarista hay que promover la lucha por reformas junto al proyecto de erigir
una sociedad poscapitalista. Solo este horizonte garantiza la consistencia de
estos avances. Mientras prevalezcan los principios del beneficio, la competencia
y la explotación no habrá conquistas sólidas y perdurables para los
trabajadores. Por eso la batalla por reivindicaciones mínimas debe enlazar con
el programa de construir el socialismo. Mejorar la situación inmediata de los
oprimidos y difundir los pilares de un programa emancipatorio constituyen dos
caras de un mismo proceso de lucha popular. Y encontrar las mediaciones entre
ambas metas es la clave de una estrategia socialista.
Esta política incluye una dimensión pedagógica tendiente a esclarecer por qué el
capitalismo es un obstáculo estructural para el logro de reformas sociales
consistentes. Las reivindicaciones no deben concebirse solo como demandas en sí
mismas, sino como instrumentos de crítica al sistema vigente y puntos de partida
de lo que podría obtenerse en una sociedad liberada de la opresión burguesa.
Las reformas constituyen un pilar del proyecto anticapitalista en la medida que
su logro contribuiría a consolidar la confianza de los oprimidos en su rol
protagónico de la transformación social. Por eso las mejoras deben conquistarse
desde abajo y no obtenerse como concesiones administradas desde arriba. A través
del primer camino cumplen una función impulsora de nuevas luchas, pero mediante
la segunda modalidad los avances pueden ser utilizados para descomprimir la
protesta y reforzar la autoridad de los opresores.
Las clases dominantes otorgan concesiones para recuperar la iniciativa política
y preparar nuevos atropellos. Esta acción no es patrimonio de los gobiernos
progresistas. Puede ser también implementada por el establishment para
anticiparse a la acción popular y disciplinar a los movimientos de protesta.
Las reformas pueden conquistarse en secuencias temporales muy variadas. Pero
nunca siguen las etapas rigurosamente preestablecidas que imaginan los
reformistas conservadores. Es particularmente erróneo promoverlas como peldaños
de períodos disociados: primero derrotar al neoliberalismo, luego afianzar un
modelo keynesiano, posteriormente introducir cambios redistributivos y
finalmente iniciar el rumbo hacia la nueva sociedad.
Este cronograma de compartimentos estancos no se amolda a la realidad del
capitalismo. La competencia por la ganancia impide esta evolución porque el
pasaje de una etapa a otra tiende a frustrarse con los atropellos patronales a
las conquistas sociales. Además, las crisis irrumpen imprevistamente y rompen
todos los equilibrios alcanzados en cada fase. La dinámica del capital siempre
vulnera las pautas del desarrollo conciliado, que imaginan los reformistas.
Por eso la perspectiva socialista debe permanecer siempre abierta. Las reformas
y el socialismo conforman dos universos mutuamente conectados e
interdependientes. Para que las reformas sean significativas su concreción debe
enlazarse con el debut de una transición anticapitalista. De lo contrario se
frustran conjuntamente el proyecto de una sociedad igualitaria y la vigencia o
extensión de las reformas.
LAS TESIS REVOLUCIONARIAS
Durante el siglo XX se desarrollaron numerosos enfoques de crítica al
reformismo. Estos cuestionamientos signaron debates entre los socialistas que
florecieron especialmente en tres momentos: durante la revolución rusa, en el
cenit del estado de bienestar y con el auge de la izquierda radical (1960-80).
Aunque en los últimos años esta discusión ha decaído, las viejas polémicas
vuelven a cobrar fuerza cuándo el movimiento social coloca sus demandas de
reformas en el centro de la vida política de un país o región. En América
Latina, por ejemplo, este debate ha resucitado al calor de las sublevaciones
populares que pusieron en jaque al neoliberalismo.
El eje del cuestionamiento de los socialistas revolucionarios al reformismo
siempre ha girado en torno a la valoración de las crisis capitalistas. En
oposición a las visiones armonicistas destaca la gravitación de estos episodios
para consumar una ruptura con el sistema de opresión. Las crisis constituyen
momentos excepcionalmente favorables para producir ese giro. Son oportunidades
únicas cuyo desaprovechamiento en una dirección emancipatoria conduce a la
reconstitución del poder burgués. En estos casos los mecanismos de opresión
vuelven a funcionar de manera estable por un largo período. Para alumbrar una
salida socialista hay que preparar la intervención popular para esas
circunstancias.
Esta orientación no implica promover la conspiración, la violencia o el
autoritarismo. Estas tres acusaciones constituyen caricaturas del programa
revolucionario que desconocen los principios de cualquier cambio social
progresista. Esta transformación se apoya en la aprobación mayoritaria y en el
ejercicio de una autoridad legitimada por la población. Y por eso las drásticas
medidas que se deben adoptar para superar la resistencia de los dominadores
tienen que ser compatibilizadas con el sostén popular del proyecto
revolucionario.
Este planteo tampoco propone consumar transformaciones sociales en cualquier
coyuntura, país o período. Sólo en ciertas circunstancias –que irrumpen al cabo
de una dramática acumulación de contradicciones capitalistas- puede procesarse
un cambio de este tipo. Las revoluciones no son actos irracionales. Afloran en
ciertas condiciones históricas al cabo de complejos procesos de maduración
subterránea. Su aparición sintetiza un estado de ánimo popular que es difícil de
predecir.
Lo que distingue a un revolucionario es su disposición a desenvolver las fuerzas
transformadoras de esa irrupción. No comparte el susto que exhiben los
reformistas conservadores frente a las manifestaciones genuinas de rebeldía
popular. Este contraste de conductas salta a la vista cuando estallan los
levantamientos sociales. La actitud que separó a Rosa Luxemburgo de Carlos
Kautsky frente al estallido de la revolución rusa constituye un ejemplo de esta
diferenciación. Celebró con entusiasmo este levantamiento en oposición a la
condena socialdemócrata de los bolcheviques y refutó un argumento muy difundido
para justificar la rendición pasiva ("la correlación de fuerzas es
desfavorable") [16] .
La actitud de Luxemburgo es muy aleccionadora. Valoró la revolución como
acontecimiento emancipador y sobre todo aplaudió el coraje de los bolcheviques
para tomar el poder. A pesar de sus reservas frente a varias políticas adoptadas
en la naciente URSS, no dudó en apoyar la gesta de octubre. Luxemburgo
comprendió que las revoluciones son procesos colectivos de maduración política.
No responden a la decisión adoptada por un grupo minoritario, ni constituyen
actos de obediencia a un líder.
Estos antecedentes permiten concebir el perfil de la revolución como un momento
clave de la acción popular que desembocaría en el socialismo. Se puede imaginar
a este curso con distintos ritmos: eslabones ascendentes de una dinámica
secuencial o períodos de conquistas cronológica y geográficamente más separados.
Pero sin una ruptura con el capitalismo este desenvolvimiento nunca podrá
despegar. Esta conclusión continúa singularizando al enfoque revolucionario.
El sesgo de un proceso anticapitalista presentaría en la actualidad formas mucho
más variadas. Hay que tomar en cuenta que las nuevas generaciones no acceden a
la acción política bajo el impacto de grandes revoluciones triunfantes (rusa,
china, yugoslava, vietnamita, cubana), ni frustraciones equivalentes (Chile,
Portugal, Nicaragua). La resonancia épica de estas experiencias ha perdido el
eco que tuvo durante el siglo XX. Sólo nuevos episodios de esta envergadura
recrearían el impacto que tuvieron esas epopeyas. Pero esta pérdida de nitidez
del escenario revolucionario no anula los impulsos hacia la emancipación. En la
búsqueda de metas igualitarias aflora la revolución como perspectiva para
erradicar la opresión.
La revolución puede ser actualmente interpretada como el episodio central de una
ruptura anticapitalista. Constituye el momento clave del conflicto entre la
lógica opresiva del capitalismo y la dinámica liberadora de la acción popular.
Conforma un punto de giro en el antagonismo que opone a la explotación con la
igualdad y al beneficio con la satisfacción de las necesidades sociales.
En esta perspectiva deben encuadrarse los viejos debates sobre la revolución. No
existe un modelo de validez general para el acceso al poder (guerra de posición
o de movimiento), ni métodos invariablemente superiores para derrotar al enemigo
(huelga, insurrección, guerra popular prolongada, dualidad de poderes). Estas
modalidades solo tienen relevancia específica en cada coyuntura, en función de
la historia política y el grado de organización popular prevaleciente en cada
país.
EL REFORMISMO RADICAL
En la actualidad muy pocos reformistas logran reformas. Sin embargo, la crítica
del socialismo revolucionario tampoco mantiene los adeptos del pasado. La crisis
de la socialdemocracia y la fragilidad del liberalismo igualitarista coexisten
con el debilitamiento de la prédica izquierda socialista. Por eso han surgido
distintas tendencias reformistas radicales que rechazan la adaptación al status
quo sin adoptar un horizonte anticapitalista. Esta nueva variedad de reformismo
no tiene exponentes teóricos definidos, pero aglutina a los defensores de
proyectos redistributivos diferenciados del keynesianismo y críticos de la
regulación capitalista favorable a las clases dominantes. Estas corrientes
ejercen gran influencia en los movimientos sociales y en los foros
alterglobalistas.
El principal problema político que enfrentan estas tendencias contrarias al
reformismo conservador es el dilema de la consecuencia. En los momentos de
crisis, movilización social o resistencia patronal aparecen las disyuntivas que
obligan al reformismo radical a sincerar sus alineamientos. En esas
circunstancias se transparenta la verdadera disposición que tiene cada
reformista para afrontar la batalla por las reformas.
Cuando el margen para conciliar las exigencias populares con las tendencias
regresivas del sistema se estrecha abruptamente, los reformistas enfrentan dos
opciones: confrontar con los capitalistas o renunciar a las demandas. El
verdadero cariz conservador o radical de cada corriente se clarifica en estas
disyuntivas. Mientras que la primer tendencia busca el compromiso a costa de los
reclamos sociales, la segunda sostiene la acción popular. Los reformistas
conciliadores se adaptan a los atropellos reaccionarios y los reformistas
consecuentes mantienen su decisión de luchar por las conquistas.
Lo que diferencia ambas actitudes no es sólo la evaluación de lo que puede o no
conquistarse en cada circunstancia, sino también el método utilizado para
alcanzar esos objetivos. Los reformistas conservadores jerarquizan la
negociación y los consecuentes privilegian la acción directa. Los primeros
eligen la presión por arriba y los segundos la movilización por abajo. Son dos
formas distintas de enfrentar la movilización por mejoras y aunque a veces ambas
modalidades tienden a combinarse, un método siempre prevalece sobre el otro.
La aversión por la movilización empuja al reformismo conciliador a ubicarse en
el campo de los opresores. Al condenar las sublevaciones populares que cruzan
cierta frontera de radicalidad, estrechan relaciones con las clases dominantes.
Habitualmente justifican su rechazo de la lucha con argumentos favorables al
logro gradual de las demandas. Pero esta opción no es una elección libre de
condicionamientos. Lo que no se conquista en el momento propicio se pierde
definitivamente o es concedido por las clases opresoras, cuando pueden
encarrilar el movimiento social hacia la aceptación del orden capitalista.
Lo que diferencia a los reformistas consecuentes de los inconsecuentes es lo que
se postula en cada plataforma y sobre todo la disposición real hacia la lucha.
Esta divergencia se localiza en el terreno de las conductas. Mientras que los
radicales se solidarizan instantáneamente con todas las sublevaciones populares,
los conservadores seleccionan cuál merece su aprobación, cuál será tratada con
indiferencia y cuál requiere su explícito repudio.
Los reformistas conservadores siempre advierten contra la utilización derechista
de una protesta popular. Nunca registran el potencial transformador de esa
acción porque temen el veto de las clases dominantes. Esta censura es la
referencia de su comportamiento y por eso invariablemente encuentran desaciertos
en cualquier forma de la lucha social. O es muy violenta, o es muy desprolija o
es muy inoportuna. Siempre alertan contra el inexorable fracaso de una
movilización, huelga o sublevación y anticipan que sus efectos serán regresivos.
Presagian que la extensión de un levantamiento desembocará en el caos, la anomia
o la despolitización.
El reformismo radical tiende, por el contrario, a ubicarse en el campo de los
oprimidos y a adoptar posiciones favorables a su movilización contra las clases
dominantes. Cuando esta postura se afianza también emergen las implicancias
anticapitalistas de esta actitud, porque sostener la lucha popular conduce en
última instancia a desbordar al propio sistema. Los reformistas consecuentes que
no aceptan la deserción socialdemócrata, ni las vacilaciones del liberalismo
igualitarista tienden a converger con los socialistas revolucionarios.
REFORMA Y REVOLUCIÓN
Un empalme entre corrientes radicales y socialistas podría contribuir a
dilucidar la relación contemporánea que existe entre la reforma y la revolución.
Ambos caminos forman parte de un mismo proceso de lucha contra la opresión
capitalista. No son senderos completamente ajenos, ni totalmente divergentes. Lo
importante es saber distinguir los momentos de primacía de cada metodología.
Este predominio depende de condiciones históricas que no pueden elegirse a
voluntad, porque el logro de reformas y el éxito de la revolución corresponden a
circunstancias diferentes. Lo que puede conciliarse en ciertas coyunturas
económicas, etapas políticas y niveles de conciencia popular se torna excluyente
en otros momentos. Pero esta combinación exige no despreciar las reformas, ni
descartar las rupturas revolucionarias.
Los reformistas que abjuran de la revolución y revolucionarios que objetan las
reformas frecuentemente equivocan las áreas de oposición y convergencia de ambos
cursos en el escenario contemporáneo. Las políticas de reforma y revolución
constituyen respuestas a la obstrucción estructural que impone el capitalismo al
bienestar popular. Este sistema tiende a atropellar los derechos conquistados y
a crear situaciones insoportables para la mayoría popular. Según la forma que
asume esta agresión y el nivel de la resistencia popular se crean períodos más
propicios para la reforma o la revolución. Captar esta diversidad exige evitar
una oposición abstracta o maniquea entre ambos cursos [17] .
La síntesis que propuso Rosa Luxembrgo hace un siglo constituye un buen ejemplo
de este ensamble. Polemizó con el reformismo aburguesado de la socialdemocracia,
objetando el abandono de la perspectiva revolucionaria y demostrando que la
lucha consecuente por mejoras exige tener presente ese horizonte. Luxemburgo no
planteó una dicotomía entre ambos rumbos, sino ligazones entre la batalla por
mejoras sociales con el desemboque revolucionario.
Luxemburgo resaltó cómo ambos procedimientos están indisociablemente vinculados
("la reforma es el medio, la revolución es el fin") a través de mutuos
condicionamientos y complementaciones. Demostró que la ambición anticapitalista
se alimenta de la voluntad por conquistar reformas. Por eso la opción
revolucionaria permite el acceso a estos logros, mientras se concibe
simultáneamente su superación mediante un proyecto socialista [18].
En toda la historia contemporánea la reforma y la revolución estuvieron
directamente conectadas. Todas las mejoras fueron conquistadas bajo el impacto
de turbulentas conmociones. Algunas revoluciones fracasadas indujeron a los
capitalistas a otorgar concesiones (Europa a fines del siglo XIX) y otras
exitosas (URSS, China, Yugoslavia) empujaron a las clases dominantes a extender
el estado de bienestar. La toma del poder por los socialistas revolucionarios
eliminó a su vez en varios países, los impedimentos para implementar reformas
significativas.
En todos los casos la revolución sobrevoló a las reformas. Creó las condiciones
políticas para su concreción, generalizó la conciencia de su necesidad o asustó
a los dominadores. Las reformas siempre fueron consecuencia directa o indirecta
de un gran levantamiento popular previo, interior o exterior al propio país.
Esta conexión entre reforma y revolución no desaparecerá en el futuro.
RADICALIZACIÓN, MEDIACIONES Y CONQUISTAS
El contenido de las reformas y el método requerido para alcanzarlas constituyen
los puntos de encuentro entre el reformismo radical y el socialismo
revolucionario. Es más importante la decisión de luchar por un programa de
mejoras que la predicción abstracta sobre el grado de factibilidad que presenta
la obtención de cada logro. Como lo prueba lo ocurrido con el estado de
bienestar -que se desenvolvió sin que nadie pronosticara su aparición- estos
avances dependen de circunstancias poco previsibles.
Lo que el capitalismo puede conceder en cada coyuntura difiere en cada país en
función de condicionamientos económicos (coyuntura, nivel de productividad,
lugar en la división internacional del trabajo), político-sociales de las clases
dominantes (experiencia, tradición y conducta de las clases dominantes) y de las
clases populares (intensidad de la lucha, grado de conciencia y organización de
los oprimidos). Dentro de este marco rigen ciertos límites infranqueables y un
margen incierto de posibilidades reformistas.
Lo que sí puede anticiparse es que la lógica del capitalismo tenderá a revertir
o neutralizar todo lo que se ha logrado. Y por eso se necesita aunar la lucha
inmediata con una estrategia de transformación socialista, combinando la crítica
a las ilusiones reformistas con la acción consecuente por el logro de mejoras.
Si se mantiene este horizonte, la propia experiencia permitirá dilucidar cuáles
son las reformas compatibles e incompatibles con el capitalismo contemporáneo en
cada situación nacional.
¿Pero cómo se podría combinar concretamente la lucha por reivindicaciones
inmediatas con proyectos emancipatorios? El Programa de Transición que Trotsky
planteó en la entreguerra aporta cierto modelo para reflexionar sobre esta
conjunción. Es una plataforma muy útil si se recoge su metodología y se adapta
su contenido a las circunstancias actuales, que son sustancialmente diferentes a
las vigentes cuándo se elaboró esa plataforma. Lo sustancial es registrar cómo
ese planteo sintetiza demandas básicas y aspiraciones máximas con ideas,
propuestas y consignas tendientes a facilitar la maduración política socialista
de los oprimidos [19].
Pero esta articulación exige valorar las conquistas mínimas. Este tipo de logros
es indispensable para preparar un salto anticapitalista porque permite afirmar
la confianza popular en la construcción de una opción socialista. Por eso es
vital reconocer la legitimidad y conveniencia de esas conquistas. Cuando los
oprimidos mejoran su situación a costa de los beneficios, los movimientos
sociales ganan cohesión, conciencia y capacidad de lucha para afrontar desafíos
más ambiciosos.
Es muy pernicioso descalificar estas mejoras presentándolas como dádivas que
convalidan la explotación. Este cuestionamiento desconoce que las demandas
mínimas concentran la expectativa popular e impulsan la lucha social. Pero,
además, ignora la función primordial que tienen las victorias populares en los
procesos de radicalización que preceden a una transformación anticapitalista.
Para aplicar adecuadamente Programas de Transición hay que registrar también la
gran variedad de situaciones objetivas y subjetivas que prevalecen en cada caso
nacional. Este reconocimiento es clave porque las crisis económicas
contemporáneas han producido efectos muy desiguales en los países centrales y
periféricos, creando marcos de inestabilidad política y resistencia popular muy
diferenciados. Si no se reconoce, por ejemplo, que el colapso observado en
Latinoamérica difiere de las recesiones cíclicas registradas en Europa o Estados
Unidos, no hay forma de plantear una estrategia socialista acertada. Y el
problema es mucho mayor si no se distingue el tipo de resistencias sociales que
predominan en una u otra región [20].
ERRORES DEL CATASTROFISMO
Algunos críticos del reformismo desechan por completo la posibilidad de obtener
mejoras sustanciales bajo el capitalismo. Estiman que estos logros son
incompatibles con el carácter catastrófico de la época actual. Por eso presentan
al "derrumbe del capitalismo" como el dato dominante del siglo XXI. Identifican
cualquier desequilibrio con la implosión del sistema y recurren a un abuso de
exageraciones y adjetivos que les impide mensurar la dimensión de cada crisis.
Al observar cualquier recesión, desplome bursátil o quiebra bancaria como un
síntoma del colapso inminente, no pueden explicar porqué el capitalismo se
mantiene en pie. Repiten indefinidamente este error al reiterar el mismo
diagnóstico sin ningún balance de los desaciertos precedentes [21] .
El catastrofismo extrapola al capitalismo del siglo XXI los rasgos de la crisis
específica de la entreguerra. No toma en cuenta que la etapa inaugurada con la
mundialización neoliberal de los 90 recrea solo algunos aspectos de esa
conmoción en un nuevo marco de polarización geográfica y mixtura de crecimiento
con depresión. Al suponer que "las fuerzas productivas han cesado de crecer"
olvidan que el punto crítico del capitalismo no radica en el inmovilismo de este
sistema, sino en el descontrol de la acumulación [22] .
Pero lo más problemático no es el diagnóstico sino la conclusión implícita.
Quiénes observan un estado de agonía terminal en el capitalismo actual tienden
lógicamente a suponer que este sistema no puede otorgar concesiones
significativas. Por eso suelen identificar la desigualdad social creciente con
el empobrecimiento absoluto y continuo de todos los explotados a escala mundial
[23] .
Pero esta caracterización –que no se verifica en ningún país desarrollado-
contradice la estrategia de asignar a los trabajadores un rol dirigente en la
transformación social. Es evidente que los asalariados nunca podrían
protagonizar un cambio revolucionario si padecieran los efectos de una
degradación ilimitada. Lo cierto es que el desempleo y la polarización social no
destruyen a la clase trabajadora, ni reducen su gravitación social. Solo
acentúan la segmentación interior de este sector. Esta diversificación crea
nuevos desafíos para agrupar a todos los oprimidos en un terreno opuesto a los
opresores. Pero para encarar esta batalla resulta decisivo reconocer la
centralidad del programa de reformas mínimas.
LA CONVICCIÓN SOCIALISTA
Para renovar una estrategia anticapitalista resulta indispensable hablar del
socialismo. Hay que poner fin a la proscripción que se han auto-impuesto muchos
izquierdistas. Al ocultar su fisonomía socialista abandonan el campo de batalla
antes del combate y su timidez, inhibición y autocensura los condena a perder la
partida de antemano.
Mientras que los neoliberales reivindican a sus antecesores neoclásicos y los
heterodoxos rescatan su trayectoria keynesiana, muchos socialistas han
renunciado a su propia herencia. Archivan el lenguaje, las consignas y los
ideales para disimular sus convicciones. Esta actitud les impide transmitir un
programa socialista y defenderlo con énfasis y coraje.
Por supuesto que es legítimo dudar de la conveniencia o viabilidad del
socialismo. Estos interrogantes permiten revisar el sentido de un proyecto. Pero
actualmente no faltan las preguntas, sino las respuestas positivas a estos
cuestionamientos, porque los defensores del socialismo han optado por el
silencio. Esta conducta permite que el centro de la escena política sea ocupado
por las diversas vertientes del reformismo, el antiliberalismo burgués y los
escépticos de cualquier proyecto.
El socialismo debe ser renovado como alternativa emancipatoria. Este replanteo
permitirá superar el legado de tiranías burocráticas que gobernaron en su nombre
durante el siglo XX. El socialismo es inconcebible al margen de la construcción
de una genuina democracia. Pero sobre todo representa un planteo de oposición
sin concesiones al capitalismo.
Aunque este sistema presenta varios rostros se rige por invariables mecanismos
de opresión. Es un régimen de miseria, humillación y sufrimientos, que se
desenvuelve atormentando a los pueblos para asegurar los privilegios de los
explotadores. No puede ser regulado porque la competencia corroe este control,
no puede ser humanizado porque se fundamenta en la sujeción de los asalariados,
no puede ser pacificado porque se reproduce con guerras y conquistas. El
socialismo es necesario para que otro mundo sea posible.
10-11-05.
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NOTAS
[1] Economista, profesor de la UBA, investigador del Conicet. Miembro del EDI
(Economistas de Izquierda). Su página Web es: