Respuesta a "Tomar el poder para transformar el mundo, aunque sea en pequeñas
dosis" de Tarik Ali
¿Slogan moral? U otra forma de hacer política
Sergio Rodríguez Lazcano
Revista Rebeldía
"Debo ser bien crudo en esto: ellos no se sienten amenazados, porque
existe un slogan idealista entre los movimientos sociales que dice "Podemos
cambiar el mundo sin tomar el poder". Este slogan no amenaza a nadie, es un
slogan moral. Cuando los zapatistas -a quienes admiro- marcharon desde Chiapas a
Ciudad de México, ¿qué creían que sucedería? Nada sucedió. Fue un símbolo moral,
ni siquiera una victoria moral, porque no sucedió nada".
("Tomar
el poder para transformar el mundo, aunque sea en pequeñas dosis".
Entrevista a Tarik Ali).
"Las ventajas que vemos: todos fuimos gobiernos, no tuvimos algún líder, fue
un gobierno colectivo, así entre todos nos enseñamos lo que cada uno sabe".
("Leer un video, Sexta parte: Seis avances". Subcomandante Insurgente Marcos).
Parecería que en diversos foros y corrientes existe una coincidencia sobre
cómo analizar y cómo criticar la experiencia zapatista. Se dibuja el zapatismo a
modo, para ser criticado con facilidad: Por un lado, se busca poner un signo de
identidad entre lo que John Holloway ha escrito en su libro Cambiar al mundo sin
tomar el poder y el pensamiento y la práctica del EZLN; por otro lado, se ubica
al EZLN como un símbolo moral carente de propuesta política; finalmente, se le
ubica como un grupo que desprecia las conquistas parciales de la lucha
colocándose únicamente en el terreno de la utopía; incapaz de entender la áspera
lucha cotidiana por vivir mejor.
De Tarik Alí a Armando Bartra esta crítica se repite de una manera machacona.
Desde luego, en el caso del primero señalando su "admiración" (¿) por la lucha
zapatista (el caso del segundo es particularmente patético al sustituir el
análisis por la declaración soez).
El problema sería baladí si simplemente se tratara de una discusión entre un
grupo de intelectuales. Sin embargo, como casi siempre sucede, esas ideas
representan (aunque muchas veces de una manera deformada) líneas de fuerza del
movimiento social. Efectivamente, el problema del debate sobre el poder no se
puede exorcizar ubicándolo en el terreno de lo moral. Millones de seres humanos
han experimentado durante décadas la nada original idea de "tomar el poder para
transformar el mundo, aunque sea en pequeñas dosis": la socialdemocracia desde
principios del siglo XX. Los casos de Ecuador y Brasil no son sino los últimos
casos de una larga lista. La pregunta obsesiva al movimiento indígena
ecuatoriano resume un poco el debate: ¿Cuándo tuvieron más poder? ¿Antes de
formar parte del gobierno de Gutiérrez o cuando varios de sus líderes fueron
ministros de ese gobierno?
Una pregunta similar se puede formular para el caso del pueblo brasileño:
¿Cuándo fue más fácil detener las reformas neoliberales sobre las pensiones o
sobre las privatizaciones? ¿Antes del gobierno Lula o después?
Pero, algún crítico avezado podría decir: miren, aquí está claro el sesgo moral
del debate, parecería que el poder es malo de manera intrínseca y que no es
posible utilizarlo como palanca para transformar de manera duradera la
correlación de fuerzas entre las clases sociales.
Para poder responder a este señalamiento crítico es indispensable desglosar el
problema del poder:
El poder no es un lugar sino una relación social. Al decir: "Tomar el poder para
transformar el mundo, aunque sea en pequeñas dosis" se ubica al poder como un
lugar privilegiado para lograr esto. Parecería que la única posibilidad que
tiene la sociedad para lograr esas transformaciones es ocupando ese espacio. De
esta manera, poco importa que incluso cuando se gana una elección y se ocupa la
silla presidencial, lo que esa "no acción" oculta es una profunda polarización
social, sea que se exprese en el terreno de la movilización (como sucedió en
Ecuador; el movimiento indígena fue clave para tirar varios gobiernos), sea en
el terreno de la expectativa social, que si bien no se expresa en grandes
movilizaciones, si entiende que ganar el gobierno es el camino para lograr
transformaciones concretas que permitan una mejoría en su nivel de vida
(Brasil).
Sea en una forma o en la otra, el lugar (gobierno) se ocupa pero lo que refleja
son diversos niveles de polarización social. Inmediatamente se abre una
disyuntiva para los que ocupan ese espacio: ¿Cuál será el sector social
beneficiado por las políticas gubernamentales? O, de una manera más descarnada.
¿Qué es lo que se tiene que hacer para no enojar a los señores del dinero, tanto
nacionales como internacionales, porque no se puede gobernar sin ellos?
Por lo menos, hasta ahora es lo que se piensa. Antes y después de ocupar el
espacio existe algo que lo determina y que lo hace un no espacio: las relaciones
sociales. Ese es el verdadero lugar donde se dan las diversas confrontaciones
sociales.
Pero ¿qué significa este debate hoy en América Latina? Con la excepción de
pequeños núcleos de la izquierda revolucionaria, no se habla de la necesidad de
destruir el viejo aparato del Estado burgués para construir en su lugar la
dictadura del proletariado. Incluso, muchas veces, esa izquierda revolucionaria
se ciñe a los tiempos y los espacios de lo mismo que rechaza (la gran lucha de
los excluidos del PT de Brasil que han formado el P-Sol, encabezados por la
senadora Helena Heloisa —la cual fue expulsada del PT por el "delito" de haber
votado contra el proyecto neoliberal sobre las pensiones del gobierno Lula— es
por lograr un registro electoral, antes del 2006, para presentar una alternativa
de izquierda al PT).
De lo que se trata, por lo menos así lo señalan varias fuerzas de izquierda, es
de reconstruir el viejo Estado de bienestar social, desde luego en los marcos
del capitalismo.
Eso permite que líderes de izquierda, como el tupamaro José Mujica, digan que un
objetivo de un eventual gobierno del Frente Amplio de Uruguay sería: "enseñarle
a la burguesía a ser burguesía".
Parecería que, más que el Estado de bienestar social, de lo que se trata es de
volver a mediados del siglo XIX y ejercer el poder, no para lo que piensa
cándidamente Tarik Alí, sino buscando generar condiciones para, desde ese lugar,
reconstruir... a la burguesía nacional.
El problema es que inmediatamente que se llega al poder se cae en cuenta que
dicha burguesía nacional es una ficción (en términos mayoritarios), y que el
proceso de internacionalización del capital ha permitido una transformación
radical de las relaciones de producción.
Según la revista "América Economía", de las 133 empresas más grandes de América
Latina, 50 -cerca del 40 por ciento- son extranjeras. Por lo que, las medidas
que se toman para apoyar al capital (las modificaciones al sistema de pensiones,
las nuevas privatizaciones, la asunción de las deudas privadas como deudas
públicas, los bajos salarios, es decir, todo lo que significa transferencia de
la renta social) realmente benefician de una manera sustancial a la gran
burguesía financiera internacional.
Un paréntesis ilustrativo: recientemente Lula mandó un proyecto de ley sobre el
salario mínimo en el que planteaba que se ubicara en 60 reales al mes, como unos
700 pesos, el Congreso -dominado por los partidos de derecha- votaron que el
salario fuera de 80, con los votos en contra de una buena parte de la bancada
del PT.
El itinerario de una buena parte de la izquierda en América Latina ha sido: Del
socialismo en un solo país se pasó al nacionalismo en un solo país, para volver
al capitalismo subordinado en un solo país, con la diferencia de que ahora esos
gobiernos están copados por antiguos guerrilleros.
A la mayor osadía a la que se llega es a plantear un modelo económico
keynesiano, según algunos, o regulacionista según otros. Sin embargo,
rápidamente se abandona dicha "osadía" y se elaboran una serie de políticas
económicas que buscan "limar las aristas más filosas del neoliberalismo" sin
atacar los aspectos estructurales del modelo. En términos económicos, esto
significa ubicar dichas políticas en la esfera de la distribución sin tocar para
nada la esfera de la producción.
Los programas contra la miseria o contra el hambre se convierten en el
escaparate del carácter progresista de dichos gobiernos.
Pero, en este terreno, no encontramos una gran diferencia con los gobiernos de
derecha. En última instancia, si uno analiza el gasto público en México, en lo
que tiene que ver con la lucha contra la pobreza, resulta que el gobierno de
Salinas de Gortari fue de los que más invirtió; al mismo tiempo llevó a cabo el
proceso más salvaje de privatizaciones y diseñó el acuerdo comercial con los
otros dos países de América del norte.
Esto tiene un mayor significado si entendemos que, en los últimos años, el
proceso de privatización ha privilegiado al sector de servicios (educación,
salud, vivienda, cultura, etcétera). Lo que ha significado un retiro del Estado
de una de sus funciones claves durante la época del llamado Estado de beneficio
social. Al final de cuentas, lo que consigue esa política es hacer más pobres a
los pobres, al afectar de una manera fundamental el salario directo y el
indirecto.
El neokeynesianismo de la izquierda latinoamericana no toca ni el problema de
las privatizaciones que se han llevado a cabo, ni el problema de la deuda
externa, ni los acuerdos comerciales desventajosos establecidos con Estados
Unidos o con Europa, ni la política fiscal que favorece al capital y perjudica
al trabajo. Tampoco atiende ni entiende el problema mundial de lo que se ha dado
en llamar la dislocación de los procesos productivos, la cual significa una
movilidad internacional del capital y una minimización del costo del trabajo; ni
la ortodoxia fijada desde el FMI sobre un déficit menor a 1 por ciento de las
finanzas públicas con relación al Producto Interno Bruto (PIB).
Por lo tanto, esas políticas "contra la miseria" representan un gran fraude:
distribuyen un 2 por ciento del gasto público, para no hablar en términos del
PIB, entre los más pobres y protegen y alientan el proceso de concentración de
capital, dándole una gran tajada al capital financiero internacional.
Atrás se encuentra el problema de lo que se ha llamado globalización que,
efectivamente, como dice Claude Portier en su libro Les multinacionales et la
mise en concurrence des salaries: "la integración económica mundial significa,
por lo pronto, una desintegración social". Nosotros agregaríamos una
desintegración del Estado nacional.
Yo no puedo afirmar que es imposible reconstruir el viejo Estado nacional bajo
el paradigma keynesiano. Los problemas para lograrlo son impresionantes, pero,
en dado caso, hay que verlo. Lo que sí afirmo es que para lograrlo es necesario
ir en contra del modelo de acumulación existente, por eso, los más eufóricos se
detienen a los primeros enfrentamientos. Y ya entrados en problemas, si de
enfrentarse al gran capital se trata ¿Por qué quedarse a medio camino?
Oposición moral u oposición política
"Lo que se nos presenta como un horizonte imposible de superar por el
pensamiento -el fin de las utopías críticas- no es nada más que un fatalismo
economicista, que puede criticarse en los términos empleados por Ernst Bloch en
El espíritu de la utopía...
"La fetichización de las fuerzas productivas y el fatalismo resultante se
encuentra hoy, paradójicamente, en los profetas del neoliberalismo y en los
sacerdotes del Deutschmark y la estabilidad monetaria. El neoliberalismo es una
poderosa teoría económica cuya estricta fuerza simbólica, combinada con el
efecto de la teoría, redobla la fuerza de las realidades económicas que
supuestamente expresa. Sostiene la filosofía espontánea de los administradores
de las grandes multinacionales y de los agentes de la gran finanza, en especial
los agentes de Fondos de pensión. Seguida en todo el mundo por políticos
nacionales e internacionales, funcionarios oficiales y especialmente por el
mundillo de los periodistas tradicionales - todos más o menos igualmente
ignorantes de la teología matemática subyacente- se está transformando en una
creencia universal, en un nuevo evangelio ecuménico. Este evangelio, o más bien
la vulgarización gradual que se ha hecho a nombre del liberalismo en todos los
lugares, está confeccionado con una colección de palabras mal definidas
-‘globalización’, ‘flexibilidad’, ‘desregulación’ y otras- que, a través de sus
connotaciones liberales e incluso libertarias pueden ayudar a dar la apariencia
de un mensaje de libertad y liberación a una ideología que se piensa a sí misma
como opuesta a toda ideología". (Pierre Bourdieu: Contra el Fatalismo Económico)
Efectivamente, la oposición a este nuevo patrón de acumulación de capital no
puede quedarse en el terreno de lo moral (aunque creo que tampoco puede uno
ahorrarse ese espacio porque cuando se condena la oposición moral,
tradicionalmente se adopta el realismo político, que tanto daño le ha hecho a la
izquierda). El problema es político, ni siquiera simplemente económico. Ahí, en
la política se deben incorporar los aspectos éticos de la voluntad de luchar en
contra de la explotación y la opresión. El fatalismo economicista implica que
solamente son posibles "pequeños cambios", sin alterar los instrumentos claves
de dicha explotación y opresión.
El zapatismo, creo yo, no es un "slogan moral" como piensa Tarik Alí, ni se
reduce a una visión propagandista que se queda en decir que no hay que tomar el
poder para transformar al mundo. Si esa caricatura fuera real, hace mucho tiempo
que no tendrían el eco que tienen sus posiciones.
La construcción de la autonomía en toda una región muy extensa del estado de
Chiapas reubica el debate. La marcha del color de la tierra no logró su objetivo
de que el Estado reconociera los derechos de los pueblos indígenas, pero sentó
las bases para la construcción de un proceso autonómico que ha permitido que
decenas de miles de personas, si no es que centenas de miles, transformaran de
una manera radical y duradera las relaciones sociales en esa región de México.
Eso no es simple propaganda. Representa una alteración radical de las relaciones
de dominio y se ubica como un laboratorio social cuyas repercusiones se irán
sintiendo paulatinamente.
Eso rompe con la visión de los mercachifles de la política que se solazaban
diciendo que a diferencia de otros movimientos (por ejemplo el llamado "campo no
aguanta más") la lucha zapatista no había ganado nada.
Los recientes comunicados del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en los
que hacen un balance del primer año de funcionamiento de las Juntas de Buen
Gobierno, muestran los grandes logros y los problemas de esta política: una
transformación, pequeña pero significativa, de las condiciones de vida de los
habitantes de los municipios autónomos ( y según se nos dice, también de una
parte significativa de los que no viven en esos municipios), una alteración de
las relaciones de dominio del capital sobre una parte de la población mexicana,
y un experimento inédito en el trastocamiento de la relación mando-obediencia
que está implícito en toda relación de poder, al eliminar la diferencia entre
los que gobiernan y los gobernados.
Uno de los versos originales del himno de los trabajadores, la Internacional,
decía: "ni dioses ni cesares". Después de más de un siglo de existencia de la
izquierda, no está por demás recordar esa frase. Yo por lo menos sigo convencido
que los cambios profundos, que implican una alteración profunda de la
correlación de fuerzas, vendrán de abajo, si no, serán nuevas tragedias en la
lucha por la emancipación.