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Salvador Allende

4 de octubre del 2003

Chile, 30 años después

Marcos Roitman Rosenmann
La Jornada
Todo parece haber cambiado, empezando por la fisonomía de las grandes ciudades, en particular Santiago. Centros comerciales, monumentales edificios y construcciones faraónicas, realizadas al amparo de la corrupción del régimen militar, se alzan como los logros máximos de un nuevo Chile del que muchos quieren sentirse coautores. Desde la coalición del gobierno hasta la derecha pinochetista y no pinochetista, se vanaglorian de sus artífices. Chile ya no es lo que era. Sus reformadores tampoco. Pocos son los que bajan la cabeza frente a tanta ignominia y separan el trigo de la paja. La mayoría, en cambio, se vanagloria de tener urbes de primer mundo y se jacta de ello todo el día. Resulta curioso ver cómo se enfatiza "el buen comportamiento de los usuarios del metro", símbolo del progreso y el cambio de época. Durante el gobierno de Salvador Allende, el metro, sólo zanjas; con Pinochet, una realidad. Pocos se atreven a recordar y muchos desconocen que de sus entrañas emergió, entre otros, a los días siguientes al golpe de Estado, el cuerpo torturado y mutilado de Víctor Jara.

Sobre el Chile actual se cierne una visión idílica. La emergencia de un país ejemplar fundado en el éxito del modelo político-económico más tarde apellidado "neoliberal". Para evitar comparaciones odiosas con Augusto Pinochet, Carlos Salinas de Gortari aplica el mismo ideario, sólo que lo adjetiva "liberalismo social". Construido bajo cinco pilares, se presenta como la panacea. Estos son sus principios: 1) retirada del Estado de la economía, con su consiguiente reforma estructural: cambio del régimen político, de la constitución del Estado y del proceso de gobierno o gestión pública. Todo ello conocido como proceso de gobernabilidad; 2) preminencia del capital privado en la asignación de recursos y en el control del mercado; 3) apertura externa comercial y financiera: i) comercial, provocando la reducción arancelaria completa, el libre comercio, y ii) financiera, permitiendo y garantizando la entrada completa de capitales especulativos a corto plazo o de inversión directa a medio y largo; 4) reforma del mercado de capitales externos y tasa de interés libre, flotación del precio del dinero, y 5) mercado libre de trabajo, para conseguir la máxima utilización de la fuerza de trabajo en la lógica del mercado.

Sus resultados, considerados óptimos, han sido propagados como la labor de un equipo con objetivos y metas, en el que el altruismo y la vocación pública han guiado su actuación. No de otra manera se puede entender la frase de Pinochet el día de la entrega del mando a Patricio Aylwin en 1990: "No teníamos plazos, sino metas. Labor cumplida". En otras palabras, el Chile de hoy es heredero del golpe militar que derrocase al gobierno constitucional de Salvador Allende. El pecado original de su violenta implantación se redime por el éxito del resultado. ¿El fin justifica los medios?

Sacudirse los complejos y mirar hacia el futuro. Altas tasas de crecimiento, buen nivel de inversiones extranjeras, éxito total en el plan de privatizaciones, firma de acuerdos preferenciales con la Unión Europea, Canadá, Estados Unidos, Japón, en fin, el mejor de los mundos posibles. Sin fisuras y con una "elite comprometida" no puede tolerarse que irresponsables vengan a cambiar la bitácora de viaje. Con este epíteto fueron considerados los impulsores de la acusación particular y popular contra Pinochet y otros. No en vano el gobierno de Eduardo Frei hizo todo lo legal e ilegal para dejar en libertad al imputado número uno en delitos y crímenes de lesa humanidad. Así, el prototipo de chileno moderno, dueño de su destino y firme convencido de vivir en un país de ensueño, debe avalar o al menos reconocer que el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 fue necesario, cuando no inevitable.

Esta concepción ideológicamente perversa es simbólicamente compartida por una parte importante de la llamada izquierda chilena, incluso se enquista en el lenguaje común al identificar el gobierno de la Unidad Popular, sobre todo en el periodo vivido entre 1972-1973, como un momento de caos e ingobernabilidad. Al apellidarlo situación de caos se pierde el proceso consciente de desestabilización política e institucional, como cabría adjetivar la política desarrollada desde la democracia cristiana, el partido nacional y los pequeños partidos y grupos directamente fascistas, comprometidos en la trama golpista sediciosa y antidemocrática. En este error de apreciación cae, por poner un ejemplo, un director de cine tan brillante como Patricio Guzmán, autor de La batalla de Chile, quien en su tercera parte, La memoria obstinada, comienza con su voz diciendo: "Chile estaba sumido en el caos..." No hay duda, el inconsciente juega malas pasadas. Ello permite dar mayor firmeza a los relatos que presentan el día del golpe como una hazaña y un hito en la lucha contra el comunismo internacional, el marxismo-leninismo. Algunos llegan a decir que gracias a Pinochet cayó el Muro de Berlín.

En este mito del Chile libre no hay lugar para mirar la pobreza, constatar el hambre disfrazada de sopa boba, comprobar la falta de viviendas, verificar la precariedad en los servicios sociales y la desatención a la tercera edad. Tampoco se pueden mencionar la pérdida de derechos laborales, el deterioro de la educación pública o la desarticulación del servicio nacional de salud reducido a una perorata que sólo puede envilecer a sus defensores y hacedores. El secuestro del diario El Clarín, y el no reconocimiento de su propiedad a Víctor Pey, constata el miedo a la libertad de expresión de los gobiernos post Pinochet. Se podrían aportar muchos datos y cifras, sólo llamo a ver los índices de desigualdad entre los tramos de población más rica y más pobre (consultar Cepal).

Si miramos en el ámbito político, los máximos responsables de la tiranía, de Pinochet a sus cómplices civiles, hoy sentados en los bancos del Senado, en la Cámara de Diputados o como embajadores, siguen sin reconocer su pasado golpista y su complicidad con la tiranía. La impunidad es un hecho. Los teóricos de la transición hablan de tener paciencia. Todo llegará. Mientras tanto, los derechos humanos se transforman en un problema estético, despojados de su sentido humano son moneda de cambio para transar proyectos de ley en función de la coyuntura. Mercaderes de la dignidad, una gran parte de la elite política se ha perdido el respeto, por ello les gusta gozar de lo efímero. Chile ha cambiado, pero no en dirección democrática, porque gran parte de sus actuales dirigentes han renunciado a vivir con dignidad. El pragmatismo se adueña de su peculiar rutina, haciendo impensable un cambio democrático. Sólo se puede aspirar a mejorar las calles y maquillar un cuerpo avejentado por los años y la pérdida de valores éticos. La cobardía pasa factura. Mejor no pensar en el drama de familias tocadas por la muerte, la tortura y el horror de no saber en qué lugar se hallan los restos de hermanas, madres, esposos o hijos. ¿Qué ha cambiado entonces?

Después de 30 años todo parecer seguir igual. El hambre, la pobreza, la desigualdad y la explotación identifican las estructuras sociales y de poder en Chile. Por este motivo, las luchas por los derechos democráticos, plasmados en el programa de la Unidad Popular, las 40 medidas básicas de la candidatura de Salvador Allende mantienen la vigencia de la cual gozaron en 1970. El fin de la tiranía no ha supuesto un desarrollo democrático. En Chile, transcurridos 30 años del golpe militar, la lucha por la democracia es parte de ese proyecto de transformación socialista por el cual Salvador Allende y tantos otros dieron su vida y su ejemplo militante. Nada invalida la necesidad de seguir bregando por un mundo donde la justicia social, la igualdad y la democracia sean una realidad, no mero procedimiento electoral. Salvador Allende entregó el testigo, nosotros debemos tomar el relevo.