El Che existencial
Wilson García Mérida
En 1960 Jean Paul Sartre se entrevistó con el Comandante Ernesto Guevara en su despacho del Banco Central de La Habana, pasada la media noche. En aquel memorable encuentro entre el Che y el autor de "El ser y la nada", también estuvo presente Simone de Beauvoir
A mi compadre Jorge Campero, el poeta de los árboles eventuales, le debo
una primera noticia sobre aquella hermosa fotografía de Korda: el Che
encendiéndole un puro a Jean Paul Sartre, mientras Simone de Beauvoir los
observa complacida en aquella enorme sala del Banco Central de La Habana.
Algún
tiempo después de ver aquella foto, pude obtener el libro ("Sartre Visita Cuba",
La Habana, 1960, Ediciones R) en el cual el filósofo narra la historia de ese
encuentro celebrado durante su visita a Cuba en 1960, a meses del triunfo
revolucionario.
Sartre llegó a La Habana cuando entraban en vigor el sabotaje económico de
Estados Unidos y la conspiración de la CIA contra la isla socialista. Las
fiestas de carnaval se habían suspendido y Fidel organizaba una colecta nacional
para comprar armas y aviones que permitirían proteger a la revolución naciente.
Durante el mes que duró la visita, el pensador del Existencalismo se entrevistó
con intelectuales —poetas y escritores— como Nicolás Guillén y Lisandro Otero.
La desestalinización del régimen cubano o las diferencias sustanciales con el
proceso soviético en la Europa del Este, eran temas favoritos en aquel Sartre
enamorado de Cuba y su futuro.
El autor de "El ser y la nada" conversó también con el Che, a quien
identificaba como el símbolo viviente de la naturaleza juvenil de la revolución
cubana. Los ministros de Fidel: Armando Hart, el Che, Oltuski, Raúl Castro,
apenas rebasaban la treintena de años en sus edades...
El culto a la energía
"Puesto que era necesaria una revolución" —escribió Sartre—, "las
circunstancias designaron a la juventud para hacerla. Solo la juventud
experimentaba suficiente cólera y angustia para emprenderla y tenía suficiente
pureza para llevarla a cabo".
La ética del trabajo, sustento vital de la revolución, emergía según Sartre de
la cualidad juvenil de los líderes cubanos. Ahí estaba el Che, ministro de
Industria y presidente del Banco Central, trabajando en la zafra como el obrero
común y trasladando ladrillos en carretillas, en horas de oficina.
"Hoy, en el taller, en los campos, en un ministerio, el trabajo es joven,
verdaderamente joven", constata Sartre. "Y el mando avanza en el sentido de las
agujas de un reloj: es necesario no haber vivido demasiado para mandar; para
obedecer, basta no tener más de 30 años".
Ciertamente, en Cuba su edad preservaba a los dirigentes. Su juventud les
permitió afrontar el hecho revolucionario en su austera dureza. Si tenían que
aprender, si debían ayudarse con conocimientos técnicos, los responsables no se
dirigían a nadie: se las arreglaban por sí solos. He ahí la clave existencial
del éxito revolucionario, de su potencial autogestionario aún hoy en proceso de
desarrollo, a pesar del vil bloqueo norteamericano.
Y eso también explica la capacidad de alerta que mantiene despiertos a los
pueblos revolucionarios ante conspiraciones oscuras como aquellas que suele
tramar la CIA. Los cubanos, decía Sartre hace 44 años, casi llegan a repetir la
frase de Pascal: "Es preciso no dormir". Se diría que el sueño los ha
abandonado, que también emigró a Miami. "Yo solo les conozco la necesidad de
velar".
Aquellos jóvenes —agregaba Sartre valorando esta ética revolucionaria— rinden a
la energía, tan amada de Stendhal, un culto discreto. "Pero no se crea que
hablan de ella, que la convierten en una teoría. Viven la energía, la practican,
quizá la inventan: se comprueba en sus efectos, pero no dicen una palabra de
ello. Su energía se manifiesta".
Una cita a medianoche
El Che tenía 32 años cuando se entrevistó con Jean Paul Sartre. El filósofo
parisino descubrió en Guevara la encarnación de la vigilia revolucionaria, esa
que la trajo a morir en Bolivia con el rostro despierto.
"El comandante Ernesto Guevara es considerado hombre de gran cultura y ello se
advierte: no se necesita mucho tiempo para comprender que detrás de cada frase
suya hay una reserva en oro" —observó Sartre en 1960—. "Pero un abismo separa
esa amplia cultura, esos conocimientos generales de un médico joven que por
inclinación, por pasión, se ha dedicado al estudio de las ciencias sociales, de
los conocimientos precisos y técnicos indispensables en un banquero estatal".
El Che presidente del Banco Central de Cuba, había fijado su cita con Sartre a
una hora insólita: medianoche. "Y todavía tuve suerte", recordó, "los
periodistas y los visitantes extranjeros son recibidos amable y largamente, pero
a las dos o tres de la madrugada".
No esperó mucho para encontrarse con el Che. "Se abrió una puerta y Simone de
Beauvoir y yo entramos: un oficial rebelde, cubierto con una boina, me esperaba:
tenía barba y los cabellos largos como los soldados del vestíbulo, pero su
rostro terso y dispuesto, me pareció matinal. Era Guevara".
A la hora de aquel encuentro, medianoche, el visitante francés notó que el
Comandante acababa de salir de la ducha.
"Lo cierto es que había empezado a trabajar muy temprano la víspera, almorzado y
comido en su despacho, recibido a visitantes y que esperaba recibir a otros
después de mí. Oí que la puerta se cerraba a mi espalda y perdí a la vez el
recuerdo de mi viejo cansancio y la noción de la hora. En aquel despacho no
entra la noche. En aquellos hombres en plena vigilia, al mejor de ellos, dormir
no les parece una necesidad natural sino una rutina de la cual se han librado
más o menos. No sé cuándo descansan Guevara y sus compañeros. Supongo que
depende: el rendimiento decide; si baja, se detienen. Pero de todas maneras, ya
que buscan en sus vidas horas baldías, es normal que primero las arranquen a los
latifundios del sueño".
Mientras cavilaba, Sartre llevó a sus labios un habano apagado; y entonces el
Che activó su encendedor ofreciéndole un fuego que allí, a esa hora de la
medianoche, parecía un átomo luminoso chispeando en la atmósfera insomne de la
revolución.