28 de julio del 2002
Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental
Ernesto Che Guevara
Es la hora de los hornos y no se ha de ver más que la luz.
José Martí
Ya se han cumplido veintiún años desde el fin de la última
conflagración mundial y diversas publicaciones, en infinidad de lenguas,
celebran el acontecimiento simbolizado en la derrota del Japón. Hay un
clima de aparente optimismo en muchos sectores de los dispares campos en que
el mundo se divide.
Veintiún años sin guerra mundial, en estos tiempos de confrontaciones
máximas, de choques violentos y cambios repentinos, parecen una cifra
muy alta. Pero, sin analizar los resultados prácticos de esa paz por
la que todos nos manifestamos dispuestos a luchar (la miseria, la degradación,
la explotación cada vez mayor de enormes sectores del mundo) cabe preguntarse
si ella es real.
No es la intención de estas notas historiar los diversos conflictos de
carácter local que se han sucedido desde la rendición del Japón,
no es tampoco nuestra tarea hacer el recuento, numeroso y creciente, de luchas
civiles ocurridas durante estos años de pretendida paz. Bástenos
poner como ejemplos contra el desmedido optimismo las guerras de Corea y Vietnam.
En la primera, tras años de lucha feroz, la parte norte del país
quedó sumida en la más terrible devastación que figure
en los anales de la guerra moderna; acribillada a bombas; sin fábricas,
escuelas u hospitales; sin ningún tipo de habitación para albergar
a diez millones de habitantes.
En esta guerra intervinieron, bajo la fementida bandera de las Naciones Unidas,
decenas de países conducidos militarmente por los Estados Unidos, con
la participación masiva de soldados de esa nacionalidad y el uso, como
carne de cañón, de la población sudcoreana enrolada.
En el otro bando, el ejército y el pueblo de Corea y los voluntarios
de la República Popular China contaron con el abastecimiento y asesoría
del aparato militar soviético. Por parte de los norteamericanos se hicieron
toda clase de pruebas de armas de destrucción, excluyendo las termonucleares
pero incluyendo las bacteriológicas y químicas, en escala limitada.
En Vietnam, se han sucedido acciones bélicas, sostenidas por las fuerzas
patrióticas de ese país casi ininterrumpidamente contra tres potencias
imperialistas: Japón, cuyo poderío sufriera una caída vertical
a partir de las bombas de Hiroshima y Nagasaki; Francia, que recupera de aquel
país vencido sus colonias indochinas e ignoraba las promesas hechas en
momentos difíciles; y los Estados Unidos, en esta última fase
de la contienda.
Hubieron confrontaciones limitadas en todos los continentes, aun cuando en el
americano, durante mucho tiempo, sólo se produjeron conatos de lucha
de liberación y cuartelazos, hasta que la Revolución cubana diera
su clarinada de alerta sobre la importancia de esta región y atrajera
las iras imperialistas, obligándola a la defensa de sus costas en Playa
Girón, primero, y durante la Crisis de Octubre, después.
Este último incidente pudo haber provocado una guerra de incalculables
proporciones, al producirse, en torno a Cuba, el choque de norteamericanos y
soviéticos.
Pero, evidentemente, el foco de contradicciones, en este momento, está
radicado en los territorios de la península indochina y los países
aledaños. Laos y Vietnam son sacudidos por guerras civiles, que dejan
de ser tales al hacerse presente, con todo su poderío, el imperialismo
norteamericano, y toda la zona se convierte en una peligrosa espoleta presta
a detonar.
En Vietnam la confrontación ha adquirido características de una
agudeza extrema. Tampoco es nuestra intención historiar esta guerra.
Simplemente, señalaremos algunos hitos de recuerdo.
En 1954, tras la derrota aniquilante de Dien-Bien-Phu, se firmaron los acuerdos
de Ginebra, que dividían al país en dos zonas y estipulaban la
realización de elecciones en un plazo de 18 meses para determinar quiénes
debían gobernar a Vietnam y cómo se reunificaría el país.
Los norteamericanos no firmaron dicho documento, comenzando las maniobras para
sustituir al emperador Bao Dai, títere francés, por un hombre
adecuado a sus intenciones. Este resultó ser Ngo Din Diem, cuyo trágico
fin -el de la naranja exprimida por el imperialismo- es conocido de todos.
En los meses posteriores a la firma del acuerdo, reinó el optimismo en
el campo de las fuerzas populares. Se desmantelaron reductos de lucha antifrancesa
en el sur del país y se esperó el cumplimiento de lo pactado.
Pero pronto comprendieron los patriotas que no habría elecciones a menos
que los Estados Unidos se sintieran capaces de imponer su voluntad en las urnas,
cosa que no podía ocurrir, aun utilizando todos los métodos de
fraude de ellos conocidos.
Nuevamente se iniciaron las luchas en el sur del país y fueron adquiriendo
mayor intensidad hasta llegar al momento actual, en que el ejército norteamericano
se compone de casi medio millón de invasores, mientras las fuerzas títeres
disminuyen su número, y sobre todo, han perdido totalmente la combatividad.
Hace cerca de dos años que los norteamericanos comenzaron el bombardeo
sistemático de la República Democrática de Vietnam en un
intento más de frenar la combatividad del sur y obligar a una conferencia
desde posiciones de fuerza. Al principio, los bombardeos fueron más o
menos aislados y se revestían de la máscara de represalias por
supuestas provocaciones del norte. Después aumentaron en intensidad y
método, hasta convertirse en una gigantesca batida llevada a cabo por
las unidades aéreas de los Estados Unidos, día a día, con
el propósito de destruir todo vestigio de civilización en la zona
norte del país. Es un episodio de la tristemente célebre escalada.
Las aspiraciones materiales del mundo yanqui se han cumplido en buena parte
a pesar de la denodada defensa de las unidades antiaéreas vietnamitas,
de los más de 1.700 aviones derribados y de la ayuda del campo socialista
en material de guerra.
Hay una penosa realidad: Vietnam, esa nación que representa las aspiraciones,
las esperanzas de victoria de todo un mundo preterido, está trágicamente
solo. Ese pueblo debe soportar los embates de la técnica norteamericana,
casi a mansalva en el sur, con algunas posibilidades de defensa en el norte,
pero siempre solo. La solidaridad del mundo progresista para con el pueblo de
Vietnam semeja a la amarga ironía que significaba para los gladiadores
del circo romano el estímulo de la plebe. No se trata de desear éxitos
al agredido, sino de correr su misma suerte; acompañarlo a la muerte
o la victoria.
Cuando analizamos la soledad vietnamita nos asalta la angustia de este momento
ilógico de la humanidad. El imperialismo norteamericano es culpable de
agresión; sus crímenes son inmensos y repartidos por todo el orbe.
¡Ya lo sabemos, señores! Pero también son culpables los que en
el momento de definición vacilaron en hacer de Vietnam parte inviolable
del territorio socialista, corriendo, sí, los riesgos de una guerra de
alcance mundial, pero también obligando a una decisión a los imperialistas
norteamericanos. Y son culpables los que mantienen una guerra de denuestos y
zancadillas comenzada hace ya buen tiempo por los representantes de las dos
más grandes potencias del campo socialista.
Preguntemos, para lograr una respuesta honrada: ¿Está o no aislado el
Vietnam, haciendo equilibrios peligrosos entre las dos potencias en pugna?
Y ¡qué grandeza la de ese pueblo! ¡Qué estoicismo y valor, el
de ese pueblo! Y qué lección para el mundo entraña esa
lucha.
Hasta dentro de mucho tiempo no sabremos si el presidente Johnson pensaba en
serio iniciar algunas de las reformas necesarias a un pueblo -para limar aristas
de las contradicciones de clase que asoman con fuerza explosiva y cada vez más
frecuentemente. Lo cierto es que las mejoras anunciadas bajo el pomposo título
de lucha por la gran sociedad han caído en el sumidero de Vietnam.
El más grande de los poderes imperialistas siente en sus entrañas
el desangramiento provocado por un país pobre y atrasado y su fabulosa
economía se resiente del esfuerzo de guerra. Matar deja de ser el más
cómodo negocio de los monopolios. Armas de contención, y no en
número suficiente, es todo lo que tienen estos soldados maravillosos,
además del amor a su patria, a su sociedad y un valor a toda prueba.
Pero el imperialismo se empantana en Vietnam, no halla camino de salida y busca
desesperadamente alguno que le permita sortear con dignidad este peligroso trance
en que se ve. Mas los «cuatro puntos» del norte y «los cinco» del sur lo atenazan,
haciendo aún más decidida la confrontación.
Todo parece indicar que la paz, esa paz precaria a la que se ha dado tal nombre,
sólo porque no se ha producido ninguna conflagración de carácter
mundial, está otra vez en peligro de romperse ante cualquier paso irreversible
e inaceptable, dado por los norteamericanos. Y, a nosotros, explotados del mundo,
¿cuál es el papel que nos corresponde? Los pueblos de tres continentes
observan y aprenden su lección en Vietnam. Ya que, con la amenaza de
guerra, los imperialistas ejercen su chantaje sobre la humanidad, no temer la
guerra, es la respuesta justa. Atacar dura e ininterrumpidamente en cada punto
de confrontación, debe ser la táctica general de los pueblos.
Pero, en los lugares en que esta mísera paz que sufrimos no ha sido rota,
¿cuál será nuestra tarea? Liberarnos a cualquier precio.
El panorama del mundo muestra una gran complejidad. La tarea de la liberación
espera aún a países de la vieja Europa, suficientemente desarrollados
para sentir todas las contradicciones del capitalismo, pero tan débiles
que no pueden ya seguir el rumbo del imperialismo o iniciar esa ruta. Allí
las contradicciones alcanzarán en los próximos años carácter
explosivo, pero sus problemas y, por ende, la solución de los mismos
son diferentes a la de nuestros pueblos dependientes y atrasados económicamente.
El campo fundamental de la explotación del imperialismo abarca los tres
continentes atrasados, América, Asia y Africa. Cada país tiene
características propias, pero los continentes, en su conjunto, también
las presentan.
América constituye un conjunto más o menos homogéneo y
en la casi totalidad de su territorio los capitales monopolistas norteamericanos
mantienen una primacía absoluta. Los gobiernos títeres o, en el
mejor de los casos, débiles y medrosos, no pueden oponerse a las órdenes
del amo yanqui. Los norteamericanos han llegado casi al máximo de su
dominación política y económica, poco más podrían
avanzar ya; cualquier cambio de la situación podría convertirse
en un retroceso en su primacía. Su política es mantener lo conquistado.
La línea de acción se reduce en el momento actual, al uso brutal
de la fuerza para impedir movimientos de liberación, de cualquier tipo
que sean.
Bajo el slogan, «no permitiremos otra Cuba», se encubre la posibilidad de agresiones
a mansalva, como la perpretada contra Santo Domingo o, anteriormente, la masacre
de Panamá, y la clara advertencia de que las tropas yanquis están
dispuestas a intervenir en cualquier lugar de América donde el orden
establecido sea alterado, poniendo en peligro sus intereses. Es política
cuenta con una impunidad casi absoluta; la OEA es una máscara cómoda,
por desprestigiada que esté; la ONU es de una ineficiencia rayana en
el ridículo o en lo trágico, los ejércitos de todos los
países de América están listos a intervenir para aplastar
a sus pueblos. Se ha formado, de hecho, la internacional del crimen y la traición.
Por otra parte las burguesías autóctonas han perdido toda su capacidad
de oposición al imperialismo -si alguna vez la tuvieron- y sólo
forman su furgón de cola.
No hay más cambios que hacer; o revolución socialista o caricatura
de revolución.
Asia es un continente de características diferentes. Las luchas de liberación
contra una serie de poderes coloniales europeos, dieron por resultado el establecimiento
de gobiernos más o menos progresistas, cuya evolución posterior
ha sido, en algunos casos, de profundización de los objetivos primarios
de la liberación nacional y en otros de reversión hacia posiciones
proimperialistas.
Desde el punto de vista económico, Estados Unidos tenía poco que
perder y mucho que ganar en Asia. Los cambios le favorecen; se lucha por desplazar
a otros poderes neocoloniales, penetrar nuevas esferas de acción en el
campo económico, a veces directamente, otras utilizando al Japón.
Pero existen condiciones políticas especiales, sobre todo en la península
indochina, que le dan características de capital importancia al Asia
y juegan un papel importante en la estrategia militar global del imperialismo
norteamericano. Este ejerce un cerco a China a través de Corea del Sur,
Japón, Taiwan, Vietnam del Sur y Tailandia, por lo menos.
Esa doble situación: un interés estratégico tan importante
como el cerco militar a la República Popular China y la ambición
de sus capitales por penetrar esos grandes mercados que todavía no dominan,
hacen que el Asia sea uno de los lugares más explosivos del mundo actual,
a pesar de la aparente estabilidad fuera del área vietnamita.
Perteneciendo geográficamente a este continente, pero con sus propias
contradicciones, el Oriente Medio está en plena ebullición, sin
que se pueda prever hasta dónde llegará esa guerra fría
entre Israel, respaldada por los imperialistas, y los países progresistas
de la zona. Es otro de los volcanes amenazadores del mundo.
El Africa ofrece las características de ser un campo casi virgen para
la invasión neocolonial. Se han producido cambios que, en alguna medida,
obligaron a los poderes neocoloniales a ceder sus antiguas prerrogativas de
carácter absoluto. Pero, cuando los procesos se llevan a cabo ininterrumpidamente,
al colonialismo sucede, sin violencia, un neocolonialismo de iguales efectos
en cuanto a la dominación económica se refiere. Estados Unidos
no tenía colonias en esta región y ahora lucha por penetrar en
los antiguos cotos cerrados de sus socios. Se puede asegurar que Africa constituye,
en los planes estratégicos del imperialismo norteamericano, su reservorio
a largo plazo; sus inversiones actuales sólo tienen importancia en la
Unión Sudafricana y comienza su penetración en el Congo, Nigeria
y otros países, donde se inicia una violenta competencia (con carácter
pacífico hasta ahora) con otros poderes imperialistas.
No tiene todavía grandes intereses que defender salvo su pretendido derecho
a intervenir en cada lugar del globo en que sus monopolios olfateen buenas ganancias
o la existencia de grandes reservas de materias primas. Todos estos antecedentes
hacen lícito el planteamiento interrogante sobre las posibilidades de
liberación de los pueblos a corto o mediano plazo.
Si analizamos el Africa veremos que se lucha con alguna intensidad en las colonias
portuguesas de Guinea, Mozambique y Angola, con particular éxito en la
primera y con éxito variable en las dos restantes. Que todavía
se asiste a la lucha entre los sucesores de Lumumba y los viejos cómplices
de Tshombe en el Congo, lucha que, en el momento actual, parece inclinarse a
favor de los últimos, los que han «pacificado» en su propio provecho
una gran parte del país, aunque la guerra se mantenga latente.
En Rhodesia el problema es diferente: el imperialismo británico utilizó
todos los mecanismos a su alcance para entregar el poder a la minoría
blanca que lo detenta actualmente. El conflicto, desde el punto de vista de
Inglaterra, es absolutamente antioficial, sólo que esta potencia, con
su habitual habilidad diplomática -también llamada hipocresía
en buen romance- presenta una fachada de disgustos ante las medidas tomadas
por el gobierno de Ian Smith, y es apoyada en su taimada actitud por algunos
de los países del Commonwealth que la siguen, y atacada por una buena
parte de los países del Africa Negra, sean o no dóciles vasallos
económicos del imperialismo inglés.
En Rhodesia la situación puede tornarse sumamente explosiva si cristalizaran
los esfuerzos de los patriotas negros para alzarse en armas y este movimiento
fuera apoyado efectivamente por las naciones africanas vecinas. Pero por ahora
todos los problemas se ventilan en organismos tan inicuos como la ONU, el Commonwealth
o la OUA.
Sin embargo, la evolución política y social del Africa no hace
prever una situación revolucionaria continental. Las luchas de liberación
contra los portugueses deben terminar victoriosamente, pero Portugal no significa
nada en la nómina imperialista. Las confrontaciones de importancia revolucionaria
son las que ponen en jaque a todo el aparato imperialista, aunque no por eso
dejemos de luchar por la liberación de las tres colonias portuguesas
y por la profundización de sus revoluciones.
Cuando las masas negras de Sudáfrica o Rhodesia inicien su auténtica
lucha revolucionaria, se habrá iniciado una nueva época en el
Africa. O, cuando las masas empobrecidas de un país se lancen a rescatar
su derecho a una vida digna, de las manos de las oligarquías gobernantes.
Hasta ahora se suceden los golpes cuartelarios en que un grupo de oficiales
reemplaza a otro o a un gobernante que ya no sirva a sus intereses de casta
y a los de las potencias que los manejan solapadamente, pero no hay convulsiones
populares. En el Congo se dieron fugazmente estas características impulsadas
por el recuerdo de Lumumba, pero han ido perdiendo fuerza en los últimos
meses.
En Asia, como vimos, la situación es explosiva, y no son sólo
Vietnam y Laos, donde se lucha, los puntos de fricción. También
lo es Cambodia, donde en cualquier momento puede iniciarse la agresión
directa norteamericana, Tailandia, Malasia y, por supuesto, Indonesia, donde
no podemos pensar que se haya dicho la última palabra pese al aniquilamiento
del Partido Comunista de ese país, al ocupar el poder los reaccionarios.
Y, por supuesto, el Oriente Medio.
En América Latina se lucha con las armas en la mano en Guatemala, Colombia,
Venezuela y Bolivia y despuntan ya los primeros brotes en Brasil. Hay otros
focos de resistencia que aparecen y se extinguen. Pero casi todos los países
de este continente están maduros para una lucha de tipo tal, que para
resultar triunfante, no puede conformarse con menos que la instauración
de un gobierno de corte socialista.
En este continente se habla prácticamente una lengua, salvo el caso excepcional
del Brasil, con cuyo pueblo los de habla hispana pueden entenderse, dada la
similitud de ambos idiomas. Hay una identidad tan grande entre las clases de
estos países que logran una identificación de tipo «internacional
americano», mucho más completa que en otros continentes. Lengua, costumbres,
religión, amo común, los unen. El grado y las formas de explotación
son similares en sus efectos para explotadores y explotados de una buena parte
de los países de nuestra América. Y la rebelión está
madurando aceleradamente en ella.
Podemos preguntarnos: esta rebelión, ¿cómo fructificará?;
¿de qué tipo será? Hemos sostenido desde hace tiempo, que dadas
sus características similares, la lucha en América adquirirá,
en su momento, dimensiones continentales. Será escenario de muchas grandes
batallas dadas por la humanidad para su liberación.
En el marco de esa lucha de alcance continental, las que actualmente se sostienen
en forma activa son sólo episodios, pero ya han dado los mártires
que figurarán en la historia americana como entregando su cuota de sangre
necesaria en esta última etapa de la lucha por la libertad plena del
hombre. Allí figurarán los nombres del comandante Turcios Lima,
del cura Camilo Torres, del comandante Fabricio Ojeda, de los comandantes Lobatón
y Luis de la Puente Uceda, figuras principalísimas en los movimientos
revolucionarios de Guatemala, Colombia, Venezuela y Perú.
Pero la movilización activa del pueblo crea sus nuevos dirigentes: César
Montes y Yon Sosa levantan la bandera en Guatemala, Fabio Vázquez y Marulanda
lo hacen en Colombia, Douglas Bravo en el occidente del país y Américo
Martín en El Bachiller, dirigen sus respectivos frentes en Venezuela.
Nuevos brotes de guerra surgirán en estos y otros países americanos,
como ya ha ocurrido en Bolivia, e irán creciendo, con todas las vicisitudes
que entraña este peligroso oficio de revolucionario moderno. Muchos morirán
víctimas de sus errores, otros caerán en el duro combate que se
avecina; nuevos luchadores y nuevos dirigentes surgirán al calor de la
lucha revolucionaria. El pueblo irá formando sus combatientes y sus conductores
en el marco selectivo de la guerra misma, y los agentes yanquis de represión
aumentarán. Hoy hay asesores en todos los países donde la lucha
armada se mantiene y el ejército peruano realizó, al parecer,
una exitosa batida contra los revolucionarios de ese país, también
asesorado y entrenado por los yanquis. Pero si los focos de guerra se llevan
con suficiente destreza política y militar, se harán prácticamente
imbatibles y exigirán nuevos envíos de los yanquis. En el propio
Perú, con tenacidad y firmeza, nuevas figuras aún no completamente
conocidas, reorganizan la lucha guerrillera. Poco a poco, las armas obsoletas
que bastan para la represión de pequeñas bandas armadas, irán
convirtiéndose en armas modernas y los grupos de asesores en combatientes
norteamericanos, hasta que, en un momento dado, se vean obligados a enviar cantidades
crecientes de tropas regulares para asegurar la relativa estabilidad de un poder
cuyo ejército nacional títere se desintegra ante los combates
de las guerrillas. Es el camino de Vietnam; es el camino que deben seguir los
pueblos; es el camino que seguirá América, con la característica
especial de que los grupos en armas pudieran formar algo así como Juntas
de Coordinación para hacer más difícil la tarea represiva
del imperialismo yanqui y facilitar la propia causa.
América, continente olvidado por las últimas luchas políticas
de liberación, que empieza a hacerse sentir a través de la Tricontinental
en la voz de la vanguardia de sus pueblos, que es la Revolución cubana,
tendrá una tarea de mucho mayor relieve: la de la creación del
segundo o tercer Vietnam o del segundo y tercer Vietnam del mundo.
En definitiva, hay que tener en cuenta que el imperialismo es un sistema mundial,
última etapa del capitalismo, y que hay que batirlo en una gran confrontación
mundial. La finalidad estratégica de esa lucha debe ser la destrucción
del imperialismo. La participación que nos toca a nosotros, los explotados
y atrasados del mundo, es la de eliminar las bases de sustentación del
imperialismo: nuestros pueblos oprimidos, de donde extraen capitales, materias
primas, técnicos y obreros baratos y a donde exportan nuevos capitales
-instrumentos de dominación-, armas y toda clase de artículos,
sumiéndonos en una dependencia absoluta. El elemento fundamental de esa
finalidad estratégica será, entonces, la liberación real
de los pueblos; liberación que se producirá, a través de
lucha armada, en la mayoría de los casos, y que tendrá, en América,
casi indefectiblemente, la propiedad de convertirse en una revolución
socialista.
Al enfocar la destrucción del imperialismo, hay que identificar a su
cabeza, la que no es otra que los Estados Unidos de Norteamérica.
Debemos realizar una tarea de tipo general que tenga como finalidad táctica
sacar al enemigo de su ambiente obligándolo a luchar en lugares donde
sus hábitos de vida choquen con la realidad imperante. No se debe despreciar
al adversario; el soldado norteamericano tiene capacidad técnica y está
respaldado por medios de tal magnitud que lo hacen temible. Le falta esencialmente
la motivación ideológica, que tienen en grado sumo sus más
enconados rivales de hoy: los soldados vietnamitas. Solamente podremos triunfar
sobre ese ejército en la medida en que logremos minar su moral. Y ésta
se mina infligiéndole derrotas y ocasionándole sufrimientos repetidos.
Pero este pequeño esquema de victorias encierra dentro de sí sacrificios
inmensos de los pueblos, sacrificios que debe exigirse desde hoy, a la luz del
día, y que quizás sean menos dolorosos que los que debieron soportar
si rehuyéramos constantemente el combate, para tratar de que otros sean
los que nos saquen las castañas del fuego.
Claro que, el último país en liberarse, muy probablemente lo hará
sin lucha armada, y los sufrimientos de una guerra larga y tan cruel como la
que hacen los imperialistas, se le ahorrarán a ese pueblo. Pero tal vez
sea imposible eludir esa lucha o sus efectos, en una contienda de carácter
mundial y se sufra igual o más aún. No podemos predecir el futuro,
pero jamás debemos ceder a la tentación claudicante de ser los
abanderados de un pueblo que anhela su libertad, pero reniega de la lucha que
ésta conlleva y la espera como un mendrugo de victoria.
Es absolutamente justo evitar todo sacrificio inútil. Por eso es tan
importante el esclarecimiento de las posibilidades efectivas que tiene la América
dependiente de liberarse en formas pacíficas. Para nosotros está
clara la solución de este interrogante; podrá ser o no el momento
actual el indicado para iniciar la lucha, pero no podemos hacernos ninguna ilusión,
ni tenemos derecho a ello de lograr la libertad sin combatir. Y los combates
no serán meras luchas callejeras de piedras contra gases lacrimógenos,
ni de huelgas generales pacíficas; ni será la lucha de un pueblo
enfurecido que destruya en dos o tres días el andamiaje represivo de
las oligarquías gobernantes; será una lucha larga, cruenta, donde
su frente estará en los refugios guerrilleros, en las ciudades, en las
casas de los combatientes -donde la represión irá buscando víctimas
fáciles entre sus familiares- en la población campesina masacrada,
en las aldeas o ciudades destruidas por el bombardeo enemigo.
Nos empujan a esa lucha; no hay más remedio que prepararla y decidirse
a emprenderla.
Los comienzos no serán fáciles; serán sumamente difíciles.
Toda la capacidad de represión, toda la capacidad de brutalidad y demagogia
de las oligarquías se pondrá al servicio de su causa. Nuestra
misión, en la primera hora, es sobrevivir, después actuará
el ejemplo perenne de la guerrilla realizando la propaganda armada en la acepción
vietnamita de la frase, vale decir, la propaganda de los tiros, de los combates
que se ganan o se pierden, pero se dan, contra los enemigos.
La gran enseñanza de la invencibilidad de la guerrilla prendiendo en
las masas de los desposeídos. La galvanización del espíritu
nacional, la preparación para tareas más duras, para resistir
represiones más violentas.
El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa
más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte
en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar.
Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar
sobre un enemigo brutal.
Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a sus lugares
de diversión; hacerla total. Hay que impedirle tener un minuto de tranquilidad,
un minuto de sosiego fuera de sus cuarteles, y aun dentro de los mismos: atacarlo
dondequiera que se encuentre; hacerlo sentir una fiera acosada por cada lugar
que transite. Entonces su moral irá decayendo.
Se hará más bestial todavía, pero se notarán los
signos del decaimiento que asoma.
Y que se desarrolle un verdadero internacionalismo proletario; con ejércitos
proletarios internacionales, donde la bandera bajo la que se luche sea la causa
sagrada de la redención de la humanidad, de tal modo que morir bajo las
enseñas de Vietnam, de Venezuela, de Guatemala, de Laos, de Guinea, de
Colombia, de Bolivia, de Brasil, para citar sólo los escenarios actuales
de la lucha armada sea igualmente glorioso y apetecible para un americano, un
asiático, un africano y, aun, un europeo.
Cada gota de sangre derramada en un territorio bajo cuya bandera no se ha nacido,
es experiencia que recoge quien sobrevive para aplicarla luego en la lucha por
la liberación de su lugar de origen. Y cada pueblo que se libere, es
una fase de la batalla por la liberación del propio pueblo que se ha
ganado.
Es la hora de atemperar nuestras discrepancias y ponerlo todo al servicio de
la lucha.
Que agitan grandes controversias al mundo que lucha por la libertad, lo sabemos
todos y no lo podemos esconder. Que han adquirido un carácter y una agudeza
tales que luce sumamente difícil, si no imposible, el diálogo
y la conciliación, también lo sabemos. Buscar métodos para
iniciar un diálogo que los contendientes rehuyen es una tarea inútil.
Pero el enemigo está allí, golpea todos los días y amenaza
con nuevos golpes y esos golpes nos unirán, hoy, mañana o pasado.
Quienes antes lo capten y se preparen a esa unión necesaria tendrán
el reconocimiento de los pueblos.
Dadas las virulencias e intransigencias con que se defiende cada causa, nosotros,
los desposeídos, no podemos tomar partido por una u otra forma de manifestar
las discrepancias, aun cuando coincidamos a veces con algunos planteamientos
de una u otra parte, o en mayor medida con los de una parte que con los de la
otra. En el momento de la lucha, la forma en que se hacen visibles las actuales
diferencias constituyen una debilidad; pero en el estado en que se encuentran,
querer arreglarlas mediante palabras es una ilusión. La historia las
irá borrando o dándoles su verdadera explicación.
En nuestro mundo en lucha, todo lo que sea discrepancia en torno a la táctica,
método de acción para la consecución de objetivos limitados,
debe analizarse con el respeto que merecen las apreciaciones ajenas. En cuanto
al gran objetivo estratégico, la destrucción total del imperialismo
por medio de la lucha, debemos ser intransigentes.
Sinteticemos así nuestras aspiraciones de victoria: destrucción
del imperialismo mediante la eliminación de su baluarte más fuerte:
el dominio imperialista de los Estados Unidos de Norteamérica. Tomar
como función táctica la liberación gradual de los pueblos,
uno a uno o por grupos, llevando al enemigo a una lucha difícil fuera
de su terreno; liquidándole sus bases de sustentación, que son
territorios dependientes.
Eso significa una guerra larga. Y, lo repetimos una vez más, una guerra
cruel. Que nadie se engañe cuando la vaya a iniciar y que nadie vacile
en iniciarla por temor a los resultados que pueda traer para su pueblo. Es casi
la única esperanza de victoria.
No podemos eludir el llamado de la hora. Nos lo enseña Vietnam con su
permanente lección de heroísmo, su trágica y cotidiana
lección de lucha y de muerte para lograr la victoria final.
Allí, los soldados del imperialismo encuentran la incomodidad de quien,
acostumbrado al nivel de vida que ostenta la nación norteamericana, tiene
que enfrentarse con la tierra hostil; la inseguridad de quien no puede moverse
sin sentir que pisa territorio enemigo; la muerte a los que avanzan más
allá de sus reductos fortificados, la hostilidad permanente de toda la
población. Todo eso va provocando la repercusión interior en los
Estados Unidos; va haciendo surgir un factor atenuado por el imperialismo en
pleno vigor, la lucha de clases aun dentro de su propio territorio.
¡Cómo podríamos mirar el futuro de luminoso y cercano, si dos,
tres, muchos Vietnam florecieran en la superficie del globo, con su cuota de
muerte y sus tragedias inmensas, con su heroísmo cotidiano, con sus golpes
repetidos al imperialismo, con la obligación que entraña para
éste de dispersar sus fuerzas, bajo el embate del odio creciente de los
pueblos del mundo!
Y si todos fuéramos capaces de unirnos, para que nuestros golpes fueran
más sólidos y certeros, para que la ayuda de todo tipo a los pueblos
en lucha fuera aún más efectiva, ¡qué grande sería
el futuro, y qué cercano!
Si a nosotros, los que en un pequeño punto del mapa del mundo cumplimos
el deber que preconizamos y ponemos a disposición de la lucha este poco
que nos es permitido dar: nuestras vidas, nuestro sacrificio, nos toca alguno
de estos días lanzar el último suspiro sobre cualquier tierra,
ya nuestra, regada con nuestra sangre, sépase que hemos medido el alcance
de nuestros actos y que no nos consideramos nada más que elementos en
el gran ejército del proletariado, pero nos sentimos orgullosos de haber
aprendido de la Revolución cubana y de su gran dirigente máximo
la gran lección que emana de su actitud en esta parte del mundo: «qué
importan los peligros o sacrificios de un hombre o de un pueblo, cuando está
en juego el destino de la humanidad.»
Toda nuestra acción es un grito de guerra contra el imperialismo y un
clamor por la unidad de los pueblos contra el gran enemigo del género
humano: los Estados Unidos de Norteamérica. En cualquier lugar que nos
sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ése, nuestro grito de
guerra, haya llegado hasta un oído receptivo y otra mano se tienda para
empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a entonar los cantos
luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria.