Latinoamérica
|
¿Cómo derrocaron a Evo?
por Pablo Stefanoni y Fernando Molina
Revista Anfibia
El gobierno de Evo Morales fue una revolución política antielitista. La
situación actual no estaba en el horizonte de nadie y habla de un movimiento
contrarrevolucionario. El líder visible es Luis Fernando Camacho, un empresario
de 40 años que no participó en el proceso electoral y llegó al Palacio Quemado
con una biblia y una escolta policial. Mientras festejaba en La Paz el
derrocamiento del presidente, en la calle quemaban Whipalas y gritaban “echamos
al comunismo”.
Empecemos por el final (o por el final provisorio de esta historia): el domingo
en las últimas horas de la noche, el líder cruceño Luis Fernando Camacho desfiló
arriba de un carro policial por las calles de La Paz, escoltado por policías
amotinados y vivado por sectores de la población opositores a Evo Morales. Se
escenificaba así una contrarrevolución cívica-policial que sacó del poder al
presidente boliviano. Morales se parapetó en su territorio, la región cocalera
de El Chapare que lo vio nacer a la vida política y donde se refugió de los
riesgos revanchistas. Es una parábola –al menos transitoria– en su vida
política. De este modo, lo que comenzó como un movimiento en demanda de una
segunda vuelta electoral tras la polémica y confusa elección del 20 de octubre
terminó con el jefe de las Fuerzas Armadas “sugiriendo” la renuncia del
presidente.
Una sublevación contra Evo Morales no estaba en el horizonte de nadie. Pero en
tres semanas, la oposición se movilizó con más firmeza que las bases “evistas”,
que tras casi 14 años en el poder fueron perdiendo potencia movilizadora
mientras el Estado iba reemplazando a las organizaciones sociales como fuente de
poder y burocratizando el apoyo al “proceso de cambio”. Y en pocas horas, lo que
fue el gobierno más fuerte del siglo XX en Bolivia pareció desmoronarse (hay
varios ex funcionarios refugiados en embajadas). Ministros renunciaron
denunciando que sus casas eran quemadas y los opositores mostraban a los tres
muertos de los enfrentamientos entre grupos civiles como prenda de indignación
frente a lo que llaman la “dictadura”. Finalmente, el domingo Evo Morales y
Álvaro García Linera renunciaron y denunciaron un golpe en marcha.
***
El Movimiento al Socialismo (MAS), formado en los años 90, fue siempre un
partido profundamente campesino –más que indígena– y eso se trasladó en muchos
sentidos al gobierno de Evo Morales. El apoyo urbano fue siempre condicionado
–en 2005 una apuesta a un nuevo liderazgo “indígena” frente a la profunda crisis
que vivía en país; luego porque Evo mantuvo muy buena performance económica–,
pero los intentos de Morales de permanecer en la presidencia –sumado a sustratos
racistas de vieja data y la sensación de exclusión del poder– alentaron a las
clases medias urbanas a salir a la calle contra Morales. Objetivamente hablando,
el llamado “proceso de cambio” no favoreció a la clase media tradicional ni al
estamento “blancoide” –como se suele denominar a los “blancos” en Bolivia–, y,
en cambio, les quitó poder. La de Morales fue revolución política antielitista.
Por esto chocó contra las élites políticas anteriores y las sustituyó por otras,
más plebeyas e indígenas. Este hecho desvalorizó hasta hacer desaparecer el
capital simbólico y educativo con que contaba la “clase burocrática” que existía
antes del MAS. Entretanto, sus victorias electorales con más del 60 por ciento
le permitieron copar todo el poder el Estado.
Morales pareció sellar una victoria de la política sobre la técnica. Si el
neoliberalismo creía en el derecho de los “más capaces” a imponer sus visiones
al conjunto, el “proceso de cambio” creía en el derecho de la Bolivia popular de
imponerse sobre los “más capaces”. Para actuar recurrió a la política
(igualitarismo) y al reparto corporativo de cargos entre diversos movimientos
sociales antes que a la técnica (elitismo). Por esta razón no llenó de manera
meritocrática las vacantes dejadas por el repliegue de la burocracia neoliberal.
Y tampoco recurrió sistemática y ampliamente a las universidades para proveerse
de un capital cultural que, en cambio, consideraba prescindible. Esto agrió a la
clase media, especialmente a su segmento académico-profesional, cuya expectativa
máxima era lograr un claro reconocimiento social y económico de los saberes que
posee.
Y finalmente, el MAS fue crecientemente estatista. El enfoque siempre estatista
con que el gobierno abordaba los problemas y necesidades que iban surgiendo en
el país lo llevó a ignorar y a menudo a chocar con los pequeños emprendimientos
privados, esto es, con los emprendimientos de la clase media. Por esta razón
había roces entre el “proceso de cambio” y los sectores emprendedores no
indígenas y no corporativos (los que sí se beneficiaban de los aspectos
políticos del cambio e indignaban a los “clasemedieros”). Es cierto que existía
un pacto de no agresión y de apoyo táctico entre el “proceso de cambio” y la
alta burguesía o clase alta, pero este se fundada en razones políticas antes que
empresariales o económicas.
Por otra parte, varias medidas adoptadas por Evo Morales desestabilizaron la
dotación de capitales étnicos, perjudicando a los blancos: si bien no hizo una
reforma agraria, benefició a los pobres con la dotación de tierras fiscales;
hubo una redistribución del capital económico –mediante infraestructuras y
políticas sociales– en favor de sectores más cholos y populares; la política
educativa implementada por el gobierno mejoró la dotación de capital simbólico a
los indígenas y los mestizos, mediante la revaloración de su historia y su
cultura pero, al mismo tiempo, el gobierno hizo muy poco para elevar el nivel de
la educación pública y, por tanto, para arrebatar el actual monopolio blanco de
la educación (privada) de alta calidad. Así, las élites anteriores perdieron
espacios en el Estado, vieron debilitados de sus capitales simbólicos y sus vías
de influencia en el poder. En síntesis: el Club de Golf perdió cualquier
relevancia como espacio de reproducción de poder y estatus.
Diversas encuestas ya mostraban la desconfianza de los sectores medios respecto
al presidente. No por la gestión, que aprobaban, sino por la duración del
dominio de la élite que Evo dirigía. Tal era la cuestión que importaba a la
clase media, una cuestión que la persistencia en la meta reeleccionista de
Morales hicieron imposible de resolver, precipitando a la clase media a la
sedición. Y a esto se sumó que el “proceso de cambio” no debilitó los
microdespotismos presentes en toda la estructura estatal boliviana. El uso de
los empleados públicos en las campañas electorales y, más en general, en la
política partidaria del MAS debilitó el pluralismo ideológico entre los
funcionarios incluso de menor rango.
***
Bolivia es un país casi genéticamente antirreeleccionista: ni Víctor Paz
Estenssoro, conductor de la Revolución Nacional de 1952, logró dos periodos
consecutivos. En parte esta tendencia parece una suerte de reflejo republicano
desde abajo y en parte la necesidad de una mayor rotación del personal político.
Y cuando alguien no se va limita el acceso de los “aspirantes”. Todos los
partidos populares que llegan al poder tienen el mismo problema: hay más
militantes que cargos para repartir. El Estado es débil pero es una de las pocas
vías de ascenso social.
Bolivia es también el paraíso de la lógica de las equivalencias de Laclau:
apenas la situación se sale del carril y se ve débil al Estado todos se suman
con sus demandas, indignaciones y frustraciones, que son siempre muchas dado que
es un país pobre y con muchas carencias. Así también fue esta vez. Los motines
policiales expresan enconos de viejo cuño de sectores bajos con los mandos más
altos, por temas de desigualdad económica y abusos de poder entre las “clases”:
sucedió en 2003, en el motín de 2012 y en el del fin de semana pasado. Potosí,
enfrentado con Evo desde hace años por sentir que desde la Colonia sus riquezas
–ahora el litio– se esfuman y ellos siguen siendo siempre pobres, también se
sumó a la rebelión. Y lo mismo pasó con sectores disidentes de todas las
organizaciones sociales (cocaleros Yungas, ponchos rojos, mineros,
transportistas). Esto se suma a una cultura corporativa que hace que las
demandas de región o sector pesen más que las posiciones más universalistas, lo
que habilita posibles alianzas inesperadas: en esta última asonada se aliaron
Potosí y Santa Cruz, impensable durante las crisis de 2008, cuando Potosí fue un
bastión “evista”.
***
Luego de varios años de impotencia política y electoral de la oposición
tradicional –los viejos políticos como Tuto Quiroga, Samuel Doria Medina o el
propio Carlos Mesa– aparece un “liderazgo carismático” nuevo: el de Fernando
Camacho. Este personaje desconocido hasta hace pocas semanas fuera de Santa Cruz
se proyectó primero ocupando un vacío en la dirigencia cruceña, que desde su
derrota frente a Evo en 2008 había pactado cierta pax. Aupado en una nueva fase
de radicalización juvenil el “macho Camacho”, un empresario de 40 años, se
erigió como líder del Comité Cívico de la región que agrupa a las fuerzas vivas
con hegemonía empresaria y defiende los intereses regionalistas. Y más
recientemente, frente a la debilidad de la oposición, Camacho esgrimió una
mezcla de Biblia y “pelotas” para enfrentar “al dictador”. Primero escribió una
carta de renuncia “para que Evo la firme”; luego fue a llevarla a La Paz y fue
repelido por las movilizaciones oficialistas; pero volvió al día siguiente para
finalmente entrar el domingo a un desierto Palacio Quemado –el viejo edificio
del poder hoy trasladado a la Casa Grande del Pueblo– con su Biblia y su carta;
allí se arrodilló en el piso para que “Dios vuelva al Palacio”.
Camacho selló pactos con “ponchos rojos” aymaras disidentes, se fotografió con
cholas y cocaleros anti-Evo y juró no ser racista y diferenciarse de la imagen
de una Santa Cruz blanca y separatista (“Los cruceños somos blancos y hablamos
inglés”, había dicho alguna vez una Miss). Y, en una productiva estrategia,
Camacho se alió con Marco Pumari, el presidente del Comité Cívico de Potosí, un
hijo de minero que venía liderando la lucha en esa región contra el “ninguneo de
Evo”. Así, el líder emergente e histriónico terminó siendo el artífice de la
revuelta cívica-policial. Para ello desplazó al ex presidente Carlos Mesa,
segundo en las elecciones del 20 de octubre, quien al ritmo de la aceleración de
los acontecimientos se radicalizó sin convicción ni grandes chances de ser
aceptado en el club más conservador por ser considerado un “tibio”.
***
René Zavaleta decía que Bolivia era la Francia de Sudamérica: allí la política
se daba en su sentido clásico, es decir, como revolución y contrarrevolución.
Pero el país vivió más de una década de estabilidad, un periodo que puso en duda
la vigencia del pensamiento de Zavaleta. En 2008 Evo Morales resolvió su pulso
con las viejas élites neoliberales y regionalistas que se habían opuesto a su
asunción al poder y comenzó su ciclo hegemónico: una década de crecimiento
económico, de confianza del público en su porvenir, de aprobación mayoritaria de
la gestión gubernamental; un mercado interno con grandes inversiones financiadas
a partir de ingresos extraordinarios en un tiempo de altos precios de las
exportaciones; y una mejora en el bienestar social.
Pero la rebelión volvió y se articuló con un movimiento conservador y
contrarrevolucionario. A diferencia de Gonzalo Sánchez de Lozada en 2003, Evo
Morales no sacó al ejército a la calle. Movilizó a los militantes del MAS, al
tiempo que se expandió a través de las redes sociales y los medios la imagen de
las “hordas masistas” –ya no se puede decir campesinas o indígenas–. El informe
de la OEA sobre el resultado electoral, alertando sobre alteraciones, minó la
autoconfianza del oficialismo: perdió la calle y las redes al mismo tiempo. Esta
auditoría, que podría haber pacificado la situación, fue rechazada por la
oposición, que consideraba a Luis Almagro un aliado de Evo Morales por haber
avalado su repostulación. La organización acaba de pronunciarse para rechazar
“cualquier salida inconstitucional a la situación”.
Una de las razones del insurreccionalismo es el caudillismo, esto es, la
ausencia de instituciones políticas consolidadas. No existe más que una lógica
inmediatista, de “suma cero”: se gana o se pierde todo, pero nunca se busca
acumular victorias y derrotas parciales con la vista puesta en el futuro. Evo
Morales no superó esa cultura y por eso buscó seguir en su cargo: pero la
oposición hasta ahora tampoco y emerge con otro “caudillo” de derecha como
Camacho. No sabemos qué futuro político le aguarda pero ya cumplió una “misión
histórica”: que las ciudades acaben con la excepción histórica de un gobierno
campesino en el país. No casualmente tras el derrocamiento de Evo se quemaron
Whipalas, bandera indígena transformada en una segunda bandera nacional bajo el
gobierno del MAS. Y adicionalmente, sacar al nacionalismo de izquierda del
poder: “echamos al comunismo”, repetían los movilizados en las calles, algunos
con Cristos y Biblias.
Bolivia no es solo el país de las insurrecciones, sino también de las
refundaciones. Solo la idea de una “refundación” permite cohesionar las fuerzas
que requieren las salidas insurreccionales y anular la influencia social y
política de quienes perdieron. Por otro lado, una “refundación”, y la
“destrucción creativa” de instituciones estatales y políticas que le es
consustancial, permiten una movilización de promesas y prebendas con la
dimensión que los nuevos ganadores requieren para “ocupar” (aprovechar)
verdaderamente el poder. Pero la paradoja es que el país cambia poco en cada
refundación. Sobre todo en términos de cultura política.
Ahora el péndulo quedó del lado conservador, veremos si la fragmentada oposición
a Evo Morales logra estructurar un nuevo bloque de poder. Pero las heridas
étnicas y sociales del derrocamiento de Evo serán perdurables.
Pablo Stefanoni, es jefe de Redacción de la revista Nueva Sociedad. Fernando
Molina es periodista.