Argentina, la
lucha continua....
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El derrumbe
Silvana Melo
APE
Cuántos países es el país. Cuántos los visibles, legitimados a través de las todopoderosas cámaras federales y los titulares determinantes de agendas, también federales. Cuántos los invisibles, los ignorados, los pobres y descartados países del norte. Alambrados con su propia pobreza. Demasiado lejanos para los móviles y las luces arbitrarias de los grandes medios. Cuánto vale la muerte según dónde se muera. Cuánto vale la vida según donde se viva.
Ocho obreros muertos en Corrientes no llegan a cotizar lo que uno y medio en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Es que Corrientes está tan lejos, es la segunda provincia más pobre del territorio y los obreros se suben a los andamios sin protección ni controles y se caen víctimas de la corrupción político-empresarial. Y se matan de a ocho. Sin embargo, son invisibles. Invisibles los que se cayeron –hace catorce días- de los siete pisos de un edificio tan endeble como los pies de un país que es varios países pero atiende en uno solo. Con oficina central en su vientre descollante de TC 2000 y autopistas colapsadas a las cinco de la tarde. Tan invisibles y correntinos como aquellos otros, jóvenes y desterrados como éstos, elegidos hace treinta años para infantería de la guerra.
Cuántos países son el país. Si es tan lejos Corrientes que a la panza altiva del País llegó apenas el rebote del horror. Es decir, la cifra que titula y que golpea por un rato y después, a otra cosa. Pocos, de Corrientes para abajo, saben de la historia de los Acevedo. O de los Valenzuela. Hugo Acevedo y la mirada profunda de su sobrino antes de morirse en sus brazos. Y su primo Jorge con la vida escapándosele entre los escombros. William Valenzuela muerto entre los restos de la casa vecina. Su hermano Nelson en estado crítico, todavía. Y su tío Carlos, capataz de la obra, desaparecido desde esos días.
A la una de la tarde se les vino abajo el piso que los sostenía. Tan quebradizo como el que caminan día tras día los pibes, los trabajadores, las mujeres, los desterrados y los desechados del País. Y sus países. Después, lo que viene con la muerte. Los discursos, las vestiduras desgarradas, los descubrimientos repentinos de corrupción, las diecisiete denuncias que todos habían ignorado, la liviandad de controles, la complicidad empresario-estatal, la voracidad capitalista, la invisibilidad absoluta de los más vulnerables. Pero ya estaban muertos. Ya habían caído del cielo inmenso y propio que se devoran por un ratito, en los techos infinitos de las obras. De papel, como las columnas que sostenían las lozas. Como la noticia perdida en los diarios de la capital.
Casi la mitad (el 46%) de los correntinos amanece en la pobreza cada día. El 19 por ciento no supera el umbral de la indigencia. El 30 por ciento de los embarazos son adolescentes y el Ministro de Salud de la provincia interpreta que las chiquitas de diez o doce años deciden embarazarse para cobrar la asignación por hijo. El derrumbe y la muerte absurda son nítidas fotografías de la desidia estatal. Pero Corrientes es tan arriba. Tan como un rizo perdido en la cabeza del País. Tan guaraní y fronteriza. Tan invisible. Aunque por un ratito se traslade la fiesta y suene la fanfarria del Soñando por Cantar.
Cuando se apaguen las luces, volverá el derrumbe. Las plegarias a Itatí. Y el olvido.